La literatura accesible

05/07/2017 - 12:00 am
En términos generales se puede decir que cada país tiene un libro así, y la importancia de los factores extraliterarios resalta cuando estos libros-pivote, estos libros de referencia básica para una comunidad literaria, son perfectamente desconocidos más allá de los límites de dicha comunidad. Foto: Archivo Cuartoscuro.

“Accesibilidad” es un término administrativo, propio de las industrias de servicios del transporte y de la comunicación. Se usa para indicar qué tan fácil o difícil es para un individuo, en un lugar determinado, formar parte de una actividad. La industria editorial es una industria del área de la comunicación.

La accesibilidad de las obras literarias depende de factores en los que pueden influir o no autores y lectores. En primer lugar, está la distribución misma: que el libro esté ahí. También cuentan las campañas de alfabetización, de fomento a la lectura y el sistema escolar en su conjunto. Estos son factores en los que autores, editores y lectores poco influyen. (Ciertamente, un grupo de padres de familia puede crear un círculo de lectura en una primaria de Tecomán, un autor puede hacerse autopromoción visitando pueblos, y una tropa de lectores entusiastas puede hacer de un libro en específico el más leído en Navojoa. Pero difícilmente cambian el panorama general). No quiero referirme aquí a ese tipo de “accesibilidad”, sino al que tiene que ver con la obra en sí.

La interpretación ingenua del término indica que una novela, por ejemplo, es más accesible si es de fácil lectura. Es decir, restringe el término a las posibilidades que tiene una obra para ser entendida por un mayor número de lectores, y de ahí se pueden desprender categorías como “literatura light”.

Sin embargo, “accesibilidad” se refiere a la facilidad que tenga un lector para “formar parte de una actividad”. Y la actividad que sucede a la lectura es la conversación. Se lee para conversar con el texto y acerca del texto (con otros interlocutores). Y, si bien “entender el texto” puede ser una premisa necesaria para conversar con éste; no lo es para conversar acerca de éste con otras personas: el conocidísimo caso del faroleo.

Así, los “clásicos de la literatura” suelen ser inaccesibles en el primer sentido (uno requiere un vocabulario amplio, por lo menos, sino es que también conocimientos de historia y de la tradición literaria precedente para entender El Quijote con la misma facilidad que se entiende un bestseller contemporáneo) pero son accesibles en el segundo sentido pues siempre es fácil conversar acerca de los “clásicos” en lugares determinados: las citas sueltas en las redes sociales o en las tertulias y presentaciones de libros.

Algo similar sucede con otros libros más recientes que son, en sí mismos, difíciles de entender pero de los que no sólo es fácil sino hasta “necesario” hablar. Esto se debe, obviamente, a factores extraliterarios: muchos hablan, y hablan bien, acerca de esos libros; por lo tanto, “yo también tengo que decir algo al respecto para no ser excluido de la conversación”. El ejemplo más a la mano sería el Ulises, de Joyce. Pero también Paradiso, de Lezama Lima, y muchos otros títulos de los que tal vez no tendríamos noticia si no hubieran confluido otros factores extraliterarios que colocaran al libro en el centro de la mesa.

En términos generales se puede decir que cada país tiene un libro así, y la importancia de los factores extraliterarios resalta cuando estos libros-pivote, estos libros de referencia básica para una comunidad literaria, son perfectamente desconocidos más allá de los límites de dicha comunidad: ¿cuántos lectores latinoamericanos habrán leído Luuanda, de José Luandino Vieira; cuántos lectores africanos, La región más transparente, de Carlos Fuentes?

Es necesario recalcarlo: la accesibilidad de una obra no depende de su calidad literaria. Pueden ser maravillosas. Pueden ser mediocres. Pueden ser novelitas efímeras que venden millones de ejemplares. Y, también, pueden ser canónicas.

Tope Folarin, escritor nigeriano-estadounidense, publicó el año pasado un artículo en Los Angeles Review of Books (https://lareviewofbooks.org/article/accessibility-robert-irwin-chinua-achebe-chimamanda-ngozi-adichie-imbolo-mbues-behold-dreamers ) en contra de la literatura accesible. Ahí hace un análisis de la recepción, por parte de la comunidad literaria estadounidense (autores-lectores-editores-críticos-etc.) de la llamada “literatura africana” del siglo XX: de Chinua Achebe a Imbolo Mbue y Chimananda Ngozi Adichie. Los tres son excelentes escritores. Pero la accesibilidad de sus obras, a decir de Folarin, depende de sus temas y tramas.

En resumen, son historias conocidas; son libros que ya esperaba la comunidad. Son títulos con los que los lectores pueden conversar fácilmente porque no les dicen nada nuevo o, mejor, no ponen en entredicho ni su ideología ni sus prejuicios en torno a un territorio y su gente: África subsahariana. Hablan de las dificultades de la migración y la búsqueda del sueño americano, hablan de cómo todo se desmorona en sus países originarios. Tienen también su toque de exotismo. (También se podrían agregar a los autores de los países musulmanes que se traducen a lenguas europeas: en su gran mayoría, todos subrayan la misma idea que ya tienen los lectores de los países “occidentales” -gracias a la televisión, por ejemplo, desde la primera guerra del Golfo Pérsico- sobre los países musulmanes).

Folarin apunta a un autor excepcional que logra establecer el puente que permite esta conversación -Chinua Achebe, con Todo se desmorona, en este caso- y cómo después dicha comunidad sigue esperando más de lo mismo. La explicación que da, por supuesto, tiene que ver con el poscolonialismo. Y extiende el fenómeno a autores de otras latitudes: Amy Tan, Jhumpa Lahiri y Junot Díaz, por ejemplo.

¿Le faltó Roberto Bolaño? ¿Le faltó Octavio Paz?

Las características de las obras comercialmente exitosas dentro de la mal llamada “comunidad literaria internacional” -ese sector del mercado primermundista- son relativamente fáciles de intuir a posteriori, después de que apareció un Achebe o un García Márquez. Pero no antes. En el caso de aquellos autores que logran trazar los primeros puentes con una comunidad lectora no hay que caer en el facilismo de pensar que “literatura accesible” es un término peyorativo. Más bien, es un prodigio: lograron hacer algo que antes se suponía imposible.

El problema, por supuesto, viene después, cuando se encasilla a toda una región del mundo en un solo tipo de literatura, en un solo tipo de historia; y se eliminan del imaginario y del mercado todas las demás expresiones. Ahí, cuando se suprimen de la conversación y se tornan inaccesibles -independientemente de si son de fácil o difícil lectura- el resto de manifestaciones artísticas.

Pero el fenómeno no sólo se restringe al marco de la “literatura de exportación” sino que cada comunidad literaria nacional, estatal y subregional tiene un catálogo propio de literatura accesible.

Las casas editoriales y los editores lo saben: qué tipo de libros y de autores se pueden vender mejor.

En el caso mexicano, un ejemplo de trama accesible es ese cóver infinito de El extranjero, de Camus. Un tipo aburrido y atormentado, de preferencia periodista, burócrata o profesor -de la UNAM por supuesto-, que también es escritor y lleva una vida anodina y rencorosa -tal vez enamorado de una estudiante o colega harto menor-, un día, tras una serie de equívocos tan intrascendentes como su propia existencia -por andar pensando en todos los libros que ha leído, por ejemplo, porque estas novelas también suelen ser “librescas”, se equivoca en el día de la cita con su estudiante y- comienza su caída, normalmente, con desenlace trágico.

¿Le suena conocido?

Sí, porque hay muchas y siempre funcionan comercialmente.

El anterior es ejemplo de uno de los tipos de literatura accesible que hay en el catálogo nacional. Hay más, pero todos cumplen con las mismas características: el lector se identifica sin necesidad de cuestionar su propia ideología ni sus prejuicios sobre la realidad, tampoco implica pensar en otros problemas de su entorno ni, mucho menos, pensar en otros puntos de vista ni posibilidades de interpretación. El lector se reafirma, no se confronta. Dicho de otro modo, esta literatura accesible -de “segunda generación”, después de aquellos que trazaron los puentes- es perfectamente idiosincrática.

El caso paradigmático sería Guillermo Fadanelli quien, para el cambio de milenio, ya había publicado una decena de libros y, por lo menos uno de ellos, La otra cara de Rock Hudson, había recibido en 1998 uno de los premios más importantes de la época: el extinto IMPAC-ITESM-CONARTE. Pero eran libros que confrontaban al lector y sólo entró al centro de la conversación literaria nacional hasta que por fin publicó una novela con trama accesible (tal como la descrita): Lodo, misma que invitó a los lectores a echarle un ojo a sus libros precedentes.

Asimismo, el tipo de literatura popularizada a partir de Vila-Matas y Roberto Bolaño, con personajes-escritores, enrabiados o no, que dejan de narrar porque se deprimen al ver que todo es un cochinero o nomás porque sí, es otro tipo de literatura accesible: hay miles de escritores-lectores que se sienten perfectamente identificados y nada confrontados. Eso vende. Y luego empalma muy bien con la vertiente -tomada desde más lejos- de la autoficción: ya se me quitó la depresión y ahora voy a escribir sobre lo que más me importa, yo mero y mi vida cotidiana.

El grado de accesibilidad de una obra de arte cambia, obviamente, con el tiempo y en relación directa con la idiosincrasia de su comunidad. (El Canon de Pachebel, por poner un ejemplo musical, pasó desapercibido hasta que encontró eco en el rock pop y, ahora, es una de las composiciones de “música clásica” más conocidas). Desde este ángulo también se puede mirar el (pseudo-)conflicto entre la literatura del centro del país y la literatura norteña; no es una discusión estética, es una reacción por parte de los autores/críticos de la Ciudad de México y sus alrededores al ver cómo perdían su lugar preponderante en el centro de la conversación literaria nacional.

Para un autor, encontrar el punto medio en que su obra tenga el grado de accesibilidad suficiente como para que una editorial comercial se interese en publicarlo y, también, el grado de originalidad o experimentación suficiente como para no sentir que está haciendo cóvers es tarea harto complicada. (Si es que, acaso, está consciente de ella). Lo que sí queda claro al ver estas obras-pivote de los autores que lograron tender los primeros puentes de lo que ahora puede considerarse literatura accesible es que, aparte de los factores extraliterarios, esos libros suelen tener una calidad muy superior a la de la mayoría de sus contemporáneos. Por lo tanto, si la idea es hacer un libro que se aparte del todo de la literatura accesible de la época, el único camino es hacer el mejor libro posible, el mejor de todos; aquel que no sólo refleje la idiosincrasia de la comunidad (de la comunidad entera, no de la comunidad literaria pues ésta, como en la arquitectura, siempre va a la saga, atrasada) sino que la confronte y la revierta hasta construir otra forma de ver el mundo.

Es tarea titánica, por eso ha sucedido tan pocas veces en la historia.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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