Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, Daniel Salinas Basave narra en su primera novela las peripecias de un reportero de Tijuana por buscar la gran nota que lo encumbre a las ligas mayores del periodismo nacional, en un ambiente donde la primicia, la nota incómoda, puede llevar a la muerte. “Un buen reportaje, una buena crónica, es como una gran obra de literaria, no tiene fecha de caducidad", dice.
Ciudad de México, 24 de junio (SinEmbargo).- El reportero Guillermo D. Lozano se encuentra ante la oportunidad de su vida cuando una monja lo invita a reunirse con Salomón Saja, asesino material del periodista Hilario “El Gato” Barba. Jefe de seguridad del empresario de los casinos Alfio Wolf, Saja desea contar su verdad, más de dos décadas después de haber cometido el homicidio (¿por órdenes de Wolf?) y de permanecer recluido en un penal de máxima seguridad.
Ante la posibilidad de obtener una confesión de Saja que inculpe al empresario como autor intelectual del homicidio, Lozano se deja envolver en divagaciones alucinantes sobre su encumbramiento profesional y su pase directo a las grandes ligas del periodismo nacional. Lo que todo reportero desea: obtener la gran confesión, descubrir la gran trama, ser el portavoz de la primicia: anhelos que lo mismo pueden conducir al reconocimiento profesional que a la muerte. O a la indiferencia social. O a la envidia gremial. O al despido por afectar los intereses económicos del medio para el que se escribe.
En su primera novela, Daniel Salinas Basave hace una digresión sobre el mundo del periodismo y las miserables condiciones en que la inmensa mayoría de los reporteros sobrevive, ambientada en la ciudad de Tijuana, donde, como en muchas otras urbes del país, se ejerce el oficio bajo la presión del narco, de los narcopolíticos, de los narcoempresarios, de los narcopolicías, y, también, de los propios dueños de los periódicos que, en muchos casos, antes que comunicadores, son empresarios de los medios que “venden periódicos como podrían vender artículos de ferretería”.
La novela está dividida en dos segmentos: uno narrado en segunda persona que nos presenta a Lozano con su conciencia atormentada por el fracaso, la pobreza y la frustración, y otro que, a manera de diario escrito por la reportera chilena Amber Aravena que aterriza en la ciudad fronteriza para hacer un reportaje sobre el extravagante empresario de los casinos, nos va develando esa Tijuana llena de sueños rotos, asentada entre montañas improbables y separada del primer mundo por algo más que un muro que divide las aguas del océano.
Vientos de Santa Ana está basada en el caso del cofundador del Semanario Zeta, Héctor “El Gato” Félix, asesinado el 20 de abril de 1988 a manos de Antonio Vera Palestina, guardaespaldas de Jorge Hank Rhon, el empresario de los casinos, hijo del líder del Grupo Atlamoculco, Carlos Hank González, a quien el Gato Félix no dejaba de criticar en su columna semanal “Un poco de algo”.
La vox populi, la “verdad de la calle”, siempre ha ubicado al empresario de los casinos como el autor intelectual del homicidio. Sin embargo, los jueces solo inculparon a Vera Palestina y Victoriano Medina como los responsables del crimen y se les dio una condena de 25 años de cárcel. En mayo de 2015, ambos salieron libres y el primero se reunió con su antiguo patrón apenas regresó a Tijuana.
–El capítulo dos de tu novela empieza con la frase: “En este país la verdad legal, nunca va de la mano con la verdad de la calle”. Tengo la impresión de que escribiste esta novela precisamente para hacerle justicia a la verdad de la calle, a la que no se puede contar en el periodismo si no tienes documentos pero que sí se puede aprovechar en el terreno de la ficción.
–En efecto, creo que esas dos verdades entre comillas, siempre van caminando muy de cerca, paralelas, aunque nunca se dan la mano porque son dos verdades divorciadas. Existe la verdad legal, comprobable y que asumimos como la oficial, como la única posible, como la verdad histórica. Sin embargo, siempre existe una verdad paralela, que es de la que se habla en cualquier lugar, en cualquier esquina, en cualquier café, en cualquier cantina, y que, sin embargo, no es una verdad legal, es una verdad que siempre termina siendo una especie de rumor, de vox populi, de la calle, que nunca podemos comprobar. Creo que la lucha entre estas dos verdades es la constante en la historia del periodismo en México.
–En el libro queda claro que un periodista se enfrenta a muchos riesgos, con amenazas del crimen organizado y del Estado, o del narcoestado, pero también dejas claro la incertidumbre laboral, las malas condiciones en que trabajan muchos reporteros ante la visión meramente empresarial de los dueños de algunos medios.
–Realmente el primer adversario, el primer obstáculo de la inmensa mayoría de los reporteros en México es la propia empresa para la que trabajan, el propio medio al que prestan sus servicios, las condiciones en la que se ejerce este oficio, miserablemente pagado para el grado de responsabilidad social y el riesgo que se corre. Aunque tú tengas la mejor intención del mundo, generalmente acabas trabajando para intereses de terceros, para los intereses de la empresa porque realmente la mayoría de los periódicos no son dirigidos por periodistas sino por comerciantes, que venden periódicos como podrían vender artículos de ferretería, a quienes términos como libertad de expresión les interesa muy poco. Solo tienen una visión empresarial. Históricamente los periódicos en México han tenido una relación cercana con el poder y han sido dependientes del poder. La gran mayoría de los medios no sobreviviría si no fuera por los contratos de publicidad oficial. Eso crea intereses. En la novela quise desmitificar la idea del periodista como una especie de Superman, como una especie de héroe que todo lo resuelve. Quise reflejar de una manera muy cruda la realidad de la inmensa mayoría de los reporteros en México, que no es una verdad halagadora, sobreviven en un ambiente sumamente hostil que, insisto, más allá de la amenaza del crimen organizado, más allá de las amenazas de los narcogobiernos, primero está el reto de poder sobrevivir con ingresos miserables, con condiciones de trabajo que superan por mucho una jornada laboral normal. Añado a esto que te encuentras con que vives en un país donde la mayoría de las veces te vas a enfrentar a un narcoalcalde, a un narcogobernador, a un narcocacique que ejercen un poder absoluto en el municipio donde trabajas. Y donde, finalmente, si te desaparecen o te matan, la única certidumbre es que no va a pasar nada. La única triunfadora va a ser la impunidad porque eso ha sucedido. Vientos de Santa Ana está basada en un crimen que se cometió en 1988. En 1988, el asesinato de un periodista todavía era noticia, todavía indignaba al país. En los últimos diez años han matado a más de cien. Solamente en el último año han muerto siete colegas, y al final, lo que pasa es que empieza a convertirse en una suerte de ritual de lo habitual, en una noticia hasta cotidiana que ni siquiera merece primera plana, que los propios periodistas son los únicos que se manifiestan, pero todos sabemos que históricamente no pasa nada como ha sucedido con los casos más representativos, Javier, Miroslava, Rubén Espinoza, Regina, etc. Bueno, lo que podemos saber es que la impunidad fue la ganadora.
–Una de las reflexiones que haces en la novela es sobre el valor de la primicia. Tu personaje hace todo para obtener una primicia que él cree que lo va a encumbrar en el periodismo. Y te haces la pregunta: ¿cuánto vale una primicia? A tu personaje le sale muy caro. Tras el homicidio de Javier Valdez, muchos colegas salieron a decir en los medios que no vale la pena arriesgarse por una primicia, que nadie te lo va a agradecer, ni el medio ni la sociedad. Pero cómo resolver esta ecuación de pasión por el periodismo, pasión por la investigación, pasión por la denuncia, si esto implica arriesgar la vida en un país sin Estado de Derecho.
–Mi personaje no es ningún dechado de virtudes, sino que más bien carga a cuestas los defectos de todos los reporteros en sus propias aspiraciones de ganar gloria, ganar premios. Mi personaje más bien es bastante crápula, más que hacer justicia, lo que quiere es ser el héroe de la película. Pero hay casos extraordinarios de reporteros que son verdaderos Quijotes que ofrendan su vida como fue el caso de Javier Valdez, a quien tuve la fortuna de conocer y compartir mesa en algunas ferias de libro. Y el caso de Javier es emblemático porque amén de que estaba demostrado que corría peligro, siguió adelante con sus investigaciones. Creo que eso ya es una decisión personal de cada quien. Si vale la pena o no, pues parece ser que el país lo que te está diciendo es que no vale la pena porque finalmente la moraleja es no ejercer este oficio hasta sus últimas consecuencias. El país no te lo va a reconocer porque de cualquier manera lo que publicaste hoy se va a olvidar muy pronto y no va a cambiar nada. Pero hay gente que está tan entregada, tan atada al oficio que no podría no hacerlo. Así que lo hacen casi por naturaleza, por instinto, porque no se imaginan haciendo otra cosa.
–Javier Valdez decía que él le tenía más miedo al Estado que al crimen organizado, pero sabemos que en muchas entidades es imposible aislar a ambos actores. En este sentido, los mecanismos de protección resultan endebles pues los propios encargados de combatir la injusticia, la promueven o toleran.
–Precisamente eso es lo que más asunta: no poder percibir dónde termina el Estado y dónde empieza el crimen organizado. El problema es que ya hay una especie de amalgama donde se juntan las mismas aguas del crimen con el Estado. No es que le tengas miedo a uno u otro: le tienes miedo a la criatura, al Frankenstein que han formado entre los dos. El gran problema tanto en Ciudad Juárez, Culiacán, Guerrero, Tamaulipas, etc., es que nunca sabes realmente con quién estás hablando, nunca sabes si el policía, si el político con el que estás hablando está vinculado con el crimen organizado. El gran problema es que ya todo parece ser como una misma criatura en donde no queda claro quién es quién, en donde no puedes confiar absolutamente en nadie, periodistas incluidos, porque también los hay, también hay narcoperiodistas.
–¿A qué mundo llegan los recién egresados de periodismo en México en estos tiempos?
–Llegan a un mundo de entrada radicalmente diferente al que llegamos los que empezamos a ejercer el oficio a mediados de los años noventa. Cambiaron las reglas del juego: casi todo lo que aprendimos cuando empezamos a teclear nuestras primeras notas ya resulta casi prehistórico. Creo que la opción del internet, de las redes sociales, lo cambió todo. Ahora es el juego enloquecido por ver quién sube el primer tweet, por ver quién gana por dos segundos la nota, aunque la nota no esté comprobada, aunque la nota sea una noticia falsa, aunque no tenga ningún rigor. La cosa es subirla primera y tener más likes, más retuits y llegar a ser una especie de estrella de las redes sociales. Yo doy charla con estudiantes y sigo viendo una constante en el sentido de que muchos piensan en la televisión, en la farándula, eventualmente en las redes sociales, ser una especie de youtuber estrella, de twittero estrella, aunque, desde luego, también veo jóvenes con muchas ganas, muy luchones, con muchas ideas. Creo que, dentro de lo malo, las posibilidades actuales de poder ejercer tu propio camino de vida, tu propio blog, tu propio medio, tu propio canal, es algo con lo que en su momento no contábamos hace 20 años. Si alguien no te da el espacio, bueno, pues finalmente puedes publicar por tu cuenta el gran reportaje que a lo mejor tu medio nunca te dejó hacer. Es un rio muy revuelto en donde pocos pescadores han ganado hasta ahorita. Sigo creyendo que un buen reportaje, una buena crónica, sigue teniendo los mismos elementos de siempre. Quisiera que hubiera más deseo por la paciencia, por el trabajado pausado, por no querer lanzar la noticia sino por saberla escuchar, por saberla deshojar, por saberla interpretar. Como que estamos obsesionados con la primicia, pero una vez que subes un mensaje de Twitter, en media hora envejece y la gente quiere algo nuevo. Es como si la opinión publica fuera un monstruo que siempre quiere más alimento. Esa obsesión de siempre, de ser más popular, no hay un trabajo de profundidad, algo que puedas leer dentro de muchos años y que no pierda vigencia. Un buen reportaje, una buena crónica, es como una gran obra de literaria, no tiene fecha de caducidad.
–¿A qué periodistas admiras?
A Federico Campbell lo considero un maestro. Admiro profundamente a Sergio González Rodríguez porque creo que nadie como él supo explicar la raíz ontológica, cultural, del crimen y de la violencia. Fue un lector extraordinario con una visión que iba mucho más allá de los altares de la literatura. Admiro por supuesto a Javier Valdez. Creo que su gran mérito fue que puso nombre, historia, sangre en las venas, lágrimas, sudor, a las personas que son carne de cañón, a las personas que en la nota roja representan dos o tres párrafos. Supo contar esas historias, las historias de los niños sicarios, de las viudas, de los jóvenes, le puso nombre a todos los que de alguna u otra forma ha estado postrado en esta guerra. A Jesús Blancornelas, también, quien que supo llevar en alto la lucha por la libertad de expresión.