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Francisco Ortiz Pinchetti

02/06/2017 - 12:00 am

El lugar de las cosas olvidadas

Con la premura que uno como pasajero suele llegar al aeropuerto --aunque finalmente las prisas resulten inútiles por la demora de nuestro vuelo--, ingresé al local que la panadería Tere tiene en el terminal aérea de Mérida y compré la infaltable caja de hojaldres, una delicia yucateca tradicional. Ya en el avión de Aeroméxico coloqué […]

La Oficina de Cosas Olvidadas, repetí para mí entre intrigado y satisfecho. Foto: Especial.

Con la premura que uno como pasajero suele llegar al aeropuerto --aunque finalmente las prisas resulten inútiles por la demora de nuestro vuelo--, ingresé al local que la panadería Tere tiene en el terminal aérea de Mérida y compré la infaltable caja de hojaldres, una delicia yucateca tradicional. Ya en el avión de Aeroméxico coloqué con cuidado la bolsa en el compartimento superior y emprendí el vuelo 526 con duración de 1:35 horas hacia la Ciudad de México.

Les cuento que, ya en tierra, mientras esperaba mi maleta frente la banda 7 de la Terminal 2, me percaté horrorizado que había olvidado mi preciado paquete en el avión, lo que me causó desazón y contrariedad, es cierto. Una distracción imperdonable me privaba no sólo del gusto gastronómico sino de la posibilidad de compartirlo, que era lo peor. La insistencia de uno de mis compañeros de viaje para que recuperara mi azucarado suvenir de pasta hojaldrada relleno de jamón y queso amarillo me hizo abrazar esperanzas. Así que como alguien me indicó acudí al mostrador de Aeroméxico en el piso superior. Ahí me informaron que debía más bien ir, en el piso inferior, a la “oficina de cosas olvidadas”, que se ubica al final del pasillo principal de la terminal, a mano derecha. La Oficina de Cosas Olvidadas, repetí para mí entre intrigado y satisfecho.

En efecto, bajé y caminé hasta topar con pared, tal como me lo habían indicado, y ahí encontré el letrero que identificaba la oficina respectiva, cuya existencia por supuesto desconocía. Una empleada, a quien sus compañeros llamaban Chelo, me atendió muy amablemente. Me pidió los datos de mi reclamo, el número de vuelo, la procedencia, el contenido del paquete, mi nombre, todo lo cual notó en un formulario. Me pidió luego mi pase de abordar y mi identificación oficial, mientras se comunicaba por radio para reportar el extravío y solicitar la búsqueda de mi paquete. “Lo van a localizar”, me informó.

Mientras esperaba pude asomarme a una bodega con anaqueles repletos de objetos, bastante ordenada. Había encontrado el lugar de las cosas olvidadas, lo que tenía algo de nostálgico y mucho de romántico. Y hasta mágico. ¿Qué olvidan los pasajeros de todo el mundo en los aviones? Empecé a atisbar, aunque fuera de lejos. Vi muchas bolsas, claro; paraguas, bastones, ropa. Imaginé más.

Chela contestó amablemente mi pregunta. Me platicó que es increíble la cantidad y variedad de objetos olvidados en los aviones, muchos de los cuales, la mayoría, nunca son reclamados por sus dueños. Mencionó desde luego teléfonos celulares, gorras y sombreros, sacos, carteras, anteojos, bastones, chamarras, bufandas, diademas, libros, chales, cinturones, trajes de baño, abanicos, botas, revistas, portafolios, cojines para el cuello, llaveros, medicamentos, tabletas electrónicas, calcetines, impermeables, monederos, zapatos tenis, playeras.

También botellas de licor, guantes, raquetas, cámaras fotográficas y de video, guitarras, cajas de bacalao, mascadas, perfumes, sudaderas, pasaportes y otros documentos; laptops, blusas, paquetes de pañales, jarrones, relojes, credenciales, neceseres, botes de cerveza, plantas, losa, secadoras de pelo, juguetes, chalecos, flores naturales, joyas, paquetes de cigarrillos, abrigos, frutas, corbatas, artesanías de todo tipo. Muchos artículos, como las cremas líquidas, botellas o lociones, están prohibidos a bordo por las normas de seguridad, pero los pasajeros se las ingenian para introducirlos a las aeronaves. Increíble.

En determinados vuelos es común que sean olvidados determinados objetos, me dijo la muchacha. “Eso es típico”, sonrió. Por ejemplo, en los vuelos provenientes de Chihuahua y Hermosillo, “cada rato nos dejan cajas de carne, cortes de primera calidad”. De Tuxtla Gutiérrez los viajeros suelen traer quesos y embutidos, que muchas veces olvidan. De La Habana traen naturalmente botellas de ron y cajas de puros adquiridos en el Duty Free, pero esos rara vez los olvidan. En los provenientes de Mérida, como fue mi caso, casi no hay vuelo en el que no se dejen cajas con hojaldres o bolitas de pan de queso, antojitos, cajitas de diferentes recados y queso holandés de bola.

Hay por supuesto olvidos más insólitos. “Hace poco un pasajero dejó una caja con una tarántula viva”, dijo Chela. También se han encontrado prótesis de piernas o brazos, cuchillos, pistolas, animales como tortugas o ranas, cajas de preservativos, candados, tapetes persas, pesas, aletas de buceo y snorkels, patinetas, chalecos antibalas, tostadores de pan, pantaletas, sacacorchos, alzacuellos de sacerdote, espadas, aparatos para medir presión arterial o nivel de glucosa en sangre, teodolitos, brasieres, arneses, básculas, lámparas, martillos y hasta un cáliz de plata.

Ahora sé que independientemente de las reclamaciones presentadas por pasajeros, la línea aérea recaba todos los objetos olvidados en sus aviones, los que son llevados a la oficina. Hay un estricto protocolo, conforme al cual todos esos objetos, incluidos papeles que parezcan importantes o útiles, son meticulosamente registrados antes de su almacenamiento en las gavetas. Hay diferentes plazos para que los propietarios los reclamen, en tratándose de artículos perecederos o no. El máximo almacenaje tiene un límite de dos años a partir de su hallazgo. Y hay que aclarar que caso de objetos con valor superior a 500 pesos, deberá presentarse también la factura o el ticket de compra correspondiente.

Transcurridos unos 15 o 20 minutos Chela me avisó que mi paquete había sido localizado y era ya trasladado hacia la oficina. Efectivamente un joven empleado llegó con él unos minutos después. No me puedo quejar: además de recuperar mi antojo, me entretuve un rato y aprendí algo nuevo. Mientras firmaba el recibo correspondiente pensé sin remedio en tantas y tantas cosas olvidadas. Y aunque estábamos ya en las vísperas electorales, debo aclarar que entre esas cosas no pensé en las promesas de campaña. Válgame.

Twitter: @fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).

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