Subrayar en público

01/03/2017 - 12:00 am
La comunicación por medio de una cosa, un objeto tecnológico, un libro. Foto: Shutterstock

Lo que más me gusta de leer libros de una biblioteca es poder participar de conversaciones ajenas, anónimas. Públicas. Conversaciones que están ahí, en los subrayados, en las notas al margen con pluma o con lápiz, para que el siguiente lector las retome y, si gusta, aporte lo suyo.

El pretexto es el mejor: una conversación que ya ha iniciado otro. Un otro que posiblemente ya esté muerto: el autor del libro. Aunque tampoco podemos estar seguros de que estén vivos el resto de los interlocutores (los que usaron la pluma o el lápiz, incluso la uña para marcar una parte del texto), nada más no tenemos la certeza (en esa pequeña nota biográfica de la solapa o de la introducción) de lo contrario. Cuanto el autor ya ha fallecido, podemos estar seguros de algo: atendemos a un evento trascendental. Literalmente: 1. adj. Que va más allá de los límites de cualquier conocimiento posible, 2. adj. Que se comunica o extiende a otras cosas, 3. adj. Que se deriva del ser y aplica a todos los entes. O, por lo menos, a los que participan. El autor ya no está y su charla continúa.

(Y continuará. No sabemos. Es imposible saberlo.)

Si el autor está vivo, él no está presente: su comunicación se ha extendido. La comunicación por medio de una cosa, un objeto tecnológico, un libro; continuada gracias a otras cosas, otros objetos tecnológicos, la pluma o el lápiz; o biológicos: la uña. También el ojo, el cerebro, el flujo sanguíneo. Culturales: el lenguaje. Objetos todos (disculpe usted el salto lógico, la licencia poética) que derivaron del ser.

El mensaje, la botella al mar de náufragos, se responde con otras botellas en otras islas. En la isla del día de ayer y del mañana.

Pero en este diálogo todos -salvo el autor, a veces- somos anónimos.

(Otros diálogos: el grafiti. El trazo –habríamos dicho marca antes de las marcas comerciales- sobre la barda de una ciudad, sobre la puerta de un baño público, sobre el respaldo del asiento de un autobús urbano, sobre los postes, sobre los árboles, sobre la penca de un maguey para que replique tu nombre y tu promesa, que indica que ahí hay un ser humano que busca ser escuchado).

Scripta manent.

O lo contrario: verba volant. Porque esa inscripción no se queda fija, inmóvil, petrificada en el tiempo. Esa palabra vuela: del ojo de un lector a otro, del ojo de un conductor a otro, del corazón que busca un punto en común, una fuga –ese lugar común que son los baños, públicos, común(ales)- con otra mano anónima que grita, o reza, o subraya: yo también estoy vivo.

Cada lectura desde el presente reconstruye el pasado.

Lo revive.

La tecnología amplía la experiencia. Kindle nos dice cuántos más han subrayado la misma frase que nosotros subrayamos. Indica también, por default, los pasajes más destacados por la comunidad lectora. Leemos en público, en medio de una muchedumbre desconocida. Es el terror para quien quiere hacerlo enteramente a solas, sin otras voces. También para los que dudan de sí (“¿por qué he leído tres veces la misma oración que subrayaron mil quinientas setenta y tres personas y me sigue pareciendo insulsa?”); los que afirman que el ser es uno, único, independiente, el náufrago solo en su isla; sin Viernes ni capitán Nemo: el ser en sí. La delicia para quien se encuentra en los otros, aunque disienta.

La tecnología: los blogs, las redes sociales. Subrayar en público, con o sin anonimato. Ir leyendo y transcribiendo y publicando (precisamente) aquello que nos perturba y trasciende. Copiar. Re-escribir. Apropiar. Des-apropiar: porque se abre la jaula (scripta manent) para que vuele (verba volant). Y entonces deja de ser nuestro para que sea de más. Y cada quien haga lo que guste: ignorar, re-escribir, laiquear, apropiar, retuitear, repostear agregando una nota, robar el tuit, suprimir a todos los interlocutores y arrojarlo como propio (ilusionado). La red también se ha vuelto esta colección de notas al margen, de usuarios que transcriben/transcribimos conversaciones.

Cristina Rivera Garza había publicado en un blog su lectura (ésa lectura: la que extrae palabras, la que copia, la que suprime, la que transforma) de Pedro Páramo. Aquí lo hizo, hace seis años: https://mirulfomiodemi.wordpress.com/ Ahora publica otra lectura que es ésa y no es la misma ni lo será nunca. Cada lectura desde el presente reconstruye el pasado, ya lo habíamos dicho (así, en plural, porque también lo dijo Benjamin y Meyer y la propia Rivera Garza y muchas).

Publica: Había mucha nebina o humo o no sé qué.

Suma: la lectura que se hizo a pie, después de leer el texto pero mientras se sigue leyendo, imaginando, al caminar por los lugares a donde nos llevó el texto, llámense la sierra de Oaxaca o Ciudad Juárez. A los archivos, a los muertos, a las carreteras, a fijar la vista en la marca (ésta sí, la comercial) de los neumáticos Goodrich-Euskadi, a mirar las fotografías con ojos de préstamo, camaleones o salamandras: ésta es la fotografía de un artista/ésta es la fotografía que tomó un escritor/ésta es la fotografía que tomó un burócrata para justificar un despojo/ ésta. ¿Por qué pienso en Sontag si no se nombra? ¿Por qué sigo pensando en Rulfo?

Invita: a que cada quién haga lo que se le dé la gana con sus lecturas, a que juegue, publique o no; a recordar que en cada lectura, ese conjunto extraño que llamamos “realidad”, se extiende.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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