Darío Ramírez
19/01/2017 - 12:00 am
El irreverente
Donald Trump y Enrique Peña Nieto tienen un elemento en común: ambos sufren una crisis de popularidad importante. Trump sin asumir la presidencia su nivel de aprobación (40 por ciento) como Presidente entrante es el más bajo en la historia moderna de los Estados Unidos. Por el otro lado, según la última encuesta de Reforma, […]
Donald Trump y Enrique Peña Nieto tienen un elemento en común: ambos sufren una crisis de popularidad importante. Trump sin asumir la presidencia su nivel de aprobación (40 por ciento) como Presidente entrante es el más bajo en la historia moderna de los Estados Unidos. Por el otro lado, según la última encuesta de Reforma, el 86 por ciento desaprueba la gestión de Enrique Peña Nieto. También, uno de los máximos históricos de desaprobación. Por lo tanto, partamos que son dos figuras presidenciales con poca aprobación dentro de sus fronteras. Un dato no menor.
La zozobra social sobre la toma de protesta de Donald Trump no es menor. Si algo ha cultivado el presidente electo es la sorpresa en el público. Hace y dice lo que pocos se atreverían. Irrumpe intempestivamente en la narrativa de la vida política y mediática. Por lo tanto, estar a la expectativa de cuáles serán sus primeras acciones como el Presidente número 45 de los Estados Unidos está justificado.
Aún recuerdo con nitidez cuando Trump se inscribió en las primarias del Partido Republicano. Se tomaba a broma su participación. Su actuar alimentaba las risas en los pasillos. No identifico a alguien, todavía, que le vio posibilidades serias de llegar a donde llegará el 20 de enero. A pesar de números, encuestas y el famoso establishment.
Es difícil pensar que el ascenso y triunfo de Trump es producto del libre mercado electoral y la voluntad del voto. En otras palabras, soy escéptico a pensar que la fortuna del principiante fue lo que permitió el triunfo en noviembre. ¿Quién está detrás del que será el Presidente de Estados Unidos? ¿Quién tiene el control del fenómeno Trump? Repito, cuesta pensar que en el país del control, de la política de detrás de bastidores, donde se crean héroes y villanos diariamente, Trump llegó sin la venía de los que detentan el verdadero poder en Estados Unidos.
Después de la elección de Obama, Donald Trump, sentado en su oficina en el centro de Manhattan, ideó lo que sería su lema de mercadeo para su campaña presidencial. Mandó a patentar, por 325 dólares, “Make America Great Again”. Lema que ya había sido usado por Regan y Bush en los ochenta (Let´s Make America Great Again). Lo primero que ideó el precandidato, como buen mercadólogo y vendedor, fue su slogan. Según analistas, el gran acierto de Trump durante su campaña fue el saber a quién quería llegarle con sus simple y llano mensaje. Inclusive, hace unos días, en entrevista con el Washington Post, lanzó que su slogan para la reelección sería “Keep America Great” (su abogado procedió a patentar este nuevo producto creativo de Trump).
Lo cierto es que hay un grupo (hasta ahora poco identificado) que no ve con malos ojos la irreverencia del magnate-presidente. Que mira con beneplácito sus ideas proteccionistas, o bien, ve conveniente y necesario la estridencia política. Romper el lenguaje político cortesano para sacudir las añejas instituciones nacionales e internacionales. Porque lo que sí se ha asegurado es que el bocón que ocupará la Casa Blanca tiene otra forma de hacer política. Si es lo que necesita Estados Unidos en estos momentos será algo que podremos corroborar en algunos años. A pesar del escepticismo que pulula en la gran parte de la opinión nacional e internacional.
Lo cierto es que Trump llega en perfecta sincronía con el derrumbe de la Unión Europea con sus ideales de integración y democracia. Al mismo tiempo, la sacudida no sólo es a instituciones nacionales y personajes públicos. El Presidente electo ha sido claro con sus intenciones respecto a la efectividad y eficacia de las Naciones Unidas, la OTAN y la misma Unión Europea. Sin duda alguna los fuertes cuestionamientos a –por ejemplo Naciones Unidas– son válidos. El problema es si el cuestionamiento es para debilitar o fortalecer. Todo indica que el espíritu de Trump ronda más en la destrucción que en la construcción de mejores instituciones.
Los ataques constantes de Trump contra defensores de derechos civiles, actrices de Hollywood, agencias de inteligencia, líderes europeos, Obama y México dan la idea que Trump se enfrenta contra cada molino de viento que ve pasar en su andar.
Ausente de toda lógica y razón evidente, Peña Nieto nombró como interlocutor de Estados Unidos y el mundo a su gran confidente y amigo Luis Videgaray. Ante los embates trumpianos el gobierno de la República ha preferido tibieza. Ante un personaje que vive de los sound bites mediáticos, tal vez la cautela en días previos a la coronación sea un camino acertado. Sin embargo, el gobierno no da señales de una estrategia clara para hacerle frente a los vaivenes del presidente Trump. Estos sin duda llegarán y se puede vislumbrar por dónde irán. Por lo menos en términos de narrativa, Trump ha hecho pedazos a Peña.
Al mismo tiempo, puede ser que Trump acabe siendo una tabla de flotación para Peña, que si lo hace bien, podrá generar un consenso nacionalista de defensa contra Trump. En otras palabras, podría recuperar algo del apoyo popular si –por lo menos en el discurso- se erige como un defensor del interés nacional. Pero la ausencia de un mensaje claro atiza la incertidumbre de la nación.
Entender el nuevo lenguaje del vecino del norte es fundamental para prever y adoptar medidas que afectarán aspectos de nuestra vida nacional. Puede ser que el aprendiz de canciller esté evaluando escenarios. Pero el 20 de enero el mundo cambia –qué tanto no sé sabe- y México no tiene un plan que aporte certidumbre a la población.
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