Les dijeron que había una falla geológica en el pueblo y que se tenían que mudar. La realidad es que hay una mina en sus pies y Carlos Slim tiene planes de hacer un tajo a cielo abierto para extraer cobre, oro y plata. El 23 de diciembre se hizo su voluntad y la policía llegó con buldozers para destruir todo el pueblo, casas, escuela y derechos humanos. Aquí la historia...
Por Jesús Peña
Ciudad de México, 8 de enero (SinEmbargo/Vanguardia).- Salaverna está ubicado en el municipio de Mazapil, en el estado de Zacatecas. Su extensión territorial es de 4 mil 650 hectáreas y es habitado por 20 familias–antes eran 40–, quienes desde diciembre pasado luchan para evitar la extinción del pueblo, luego de que el Gobierno de Alejandro Tello Cristerna concediera una concesión a la minera Frisco–Tayahua, propiedad de Carlos Slim Helú, uno de los hombres más ricos del
mundo.
Esto que ves aquí era la escuela.
Era.
Aquel era el molino.
Era.
Esto era la agencia municipal, con su juzgadito y todo.
Era.
Aquella la plaza principal y su fuentecita.
Eran.
Esa montaña de piedras era la iglesia.
Era.
Ya estaba agrietada la iglesia, pero no para eso todavía,
“Cuando el hundimiento, la iglesia se agrietó”, dice Roberto.
Aquellas ruinas que ves allá eran casas, las casas de los pobladores.
Eran.
Y ese de ahí era el salón sindical, que después fue sala de cine.
Era.
Mira ahí se ven las rodadas de la máquina.
Llegaron y tumbaron todo, dice Roberto.
Roberto está parado sobre lo que hasta hace algunos días, la víspera de la Navidad, era Salaverna con su escuela, su molino, su agencia municipal, su plaza principal, su iglesia, sus
casas, su salón sindical. Y dice que no, que esta vez no fue la naturaleza.
Fueron la minera Frisco – Tayahua de Carlos Slim Helú, uno de los hombres más ricos del mundo, y el Gobernador de Zacatecas, Alejandro Tello Cristerna.
“Ya es mucho que un Gobernador ordene que se haga esto. Ya no está actuando como administrador del pueblo, sino como administrador del capital. Es lo peor que le puede pasar a un país: tener gobernantes que estén dominados por los capitalistas“, dice Roberto.
Desde entonces Salaverna parece la foto de una zona de guerra, de un pueblo azotado por un terremoto poderoso.
Se me ocurre que Salaverna es como Afganistán, después de un bombardeo.
Salaverna es así:
Cuatro mil 650 hectáreas de barrancas parduzcas y montañas de pinos, con sus casas en ruinas y sus cerca de 20 familias que, a pesar de esta catástrofe provocada, dice Roberto, de estos atentados terroristas, más tarde sabré por qué, se resisten a salir de aquí.
A pesar de que ya, de Salaverna, no queden más que los puros derribos.
Es un mediodía tenue, las nubes cenicientas volando en el índigo, el viento crudo bramando entre las ruinas.
Fúrico.
Mientras camino dando trompicones entre los despojos de Salaverna, pienso que es como si sobre este pueblo, municipio de Mazapil, en el norte zacatecano, se hubiese cumplido aquella profecía dictada por Jesús de Nazaret hace 2017 años:
“De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada”. (Mateo 24:2).
Y Salaverna es eso, un montón de piedras.
De polvo.
Un pueblo enterrado bajo sus propios restos: sus entrañas, sus cartílagos, sus huesos, su piel.
Escombros, sobre los que aún se cierne otra profecía: la profecía mundana lanzada hace unos años por la minera Frisco – Tayahua de abrir, encima del cadáver de Salaverna, un tajo a cielo abierto para la extracción de cobre catódico de alta ley, me contarán sus pobladores.
Entonces sí que de Salaverna no quedará piedra sobre piedra.
Aquí estaba el altar de la iglesia, -dice Roberto -, construida hacia 1940, era de mármol el altar.
Ahora está enterrado. No queda nada.
“Perros desgraciados”, estalla Miguel Sánchez, un lugareño que viene con nosotros.
Allá están, arrumbadas, las cruces de las cúpulas, son dos cruces de fierro que apenas y sobresalen entre la destrucción.
Acá era el cuarto donde se quedaba el sacerdote.
Y este parece un florero, sí mira es un florero, está enterrado.
Estaba bonita la iglesia, dice Roberto.
Aquí mismo fue donde Daniela Monserrat Sánchez Zamarripa, una vecina que se nos ha unido en la caminata, hizo su primera comunión, dice, también aquí la bautizaron.
“Es una profanación fea para nosotros los católicos, aunque el señor obispo de Zacatecas
haya dicho que está bien que la hayan tumbado”.
Y esta era la biblioteca de la escuela, donde Roberto terminó su primaria.
Se llama “Vicente Guerrero”.
Se llamaba.
“¿Crees que no nos va a doler?, Esto es lo que han hecho con nosotros”.
Aquí un Atlas del Mundo, un Enciclopédico Universal y libros, libro, libros de texto, y encima de los libros de texto Salavema.
Roberto está contando que cuando los exterminadores, unos 60 policías estatales y ministeriales, varios funcionarios de Protección Civil y dos bulldozer, tumbaron todo aquí, al amanecer del día 23 de diciembre del año pasado, llevaban arrastrando un busto de Miguel Hidalgo, “El Padre de la Patria”, que había en la escuela, “lo llevaban en rastra por ái, así, con una cadena, por ái lo dejaron”, dice Roberto.
Y pregunta si acaso no es esa una falta de respeto para los símbolos patrios.
Y yo pienso que sí.
Días después le llevaron a Roberto los hilachos de algo que parecía una bandera.
Era la bandera de la escuela que quedó desgarrada cuando la máquina le pasó por arriba, durante la demolición.
Roberto hurga entre los derribos de la biblioteca y encuentra tres como cuadernillos con tapas que dicen “Justicia”, “democracia”, “libertad”, las letras redondas, a colores.
“’Justicia’, ‘democracia’, ’libertad’”, - lee Roberto -, las cosas que a nosotros nos están quitando. No se aplica la justicia, no hay democracia y también nos están robando nuestra libertad de pensamiento y de acción”.
Esta era la iglesia, aquella la escuela, eso el salón sindical y allá la máquina.
“La que hizo el desmadre aquí”.
Dice Roberto y señala un bulldozer parado junto al tiro de la mina subterránea que, desde hace años, opera en Salaverna la compañía Frisco –Tayahua, del millonario Carlos Slim.
Le pregunto a un minero que recién salió del tiro y está a punto de irse en su viejo Nissan, que
qué piensa de lo que pasó aquí.
El minero me responde con otra pregunta: que cómo va darle patadas al pesebre si la empresa le está dando de comer, dice y se va.
Roberto de la Rosa Dávila, sesentaitantos, espigado, moreno, correoso, bigotes nevados, el delegado municipal de Salaverna, está sentado ahora sobre las piedras que, por casi ocho décadas, fueron la iglesia de este pueblo.
La iglesia de piedra que hombres tardaron en levantar y las máquinas de Slim arrasaron en nada.
Roberto sentado sobre los restos de Salaverna y a mí se me ocurre que si estas piedras hablaran tendrían historias para contar.
Todo vino tan rápido, tan de sorpresa, tan de sopetón, que la gente de Salaverna no pudo hacer nada, más que mirar cómo las máquinas tiraban sus casas, el pueblo, todo.
Lo primero que se ve al entrar en Salaverna son los escombros de la casa de Juan Hernández, “El Pequeño”, y a un lado Juan y María, su mujer, sentados en dos sillas a la intemperie, como dos desvalidos.
Ese día, el día de atentado, Juan, estaba en Mazapil, durmiendo, cuando los toquidos del miedo lo sacaron de sus sueños.
Era Leticia Mendoza, su vecina.
Le avisaba que unas máquinas andaban tumbando las casas allá arriba, en Salaverna.
De camino al pueblo Juan se topó con un piquete de unos 100 policías resguardado la carretera, traían escudos, miraban feo, no los dejaban pasar a nadie.
Lo primero que vio Juan cuando llegó a Salaverna fue su vivienda hecha añicos, polvo, piedras, como una tumba, y debajo, sepultados, enterrados, sus muebles.
“Nos dicen tercos, que esto era lo que queríamos que pasara”, dice Juan.
Y yo no creo que lo que Juan quería era vivir en un toldo, Juan vive en un toldo con catre y unos cartones que hacen de cama y dos sillas, esperando, esperando, esperando: no sabe qué, algo, lo que sea.
Ese día, el día del atentado, los policías llegaron golpeando y escupiendo amenazas sobre la gente de Salaverna.
Parecían endemoniados.
Patearon la puerta de la casa de doña Micaela Zamarripa Hernández y sacaron sus muebles a la calle.
Que se saliera, le ordenaron, porque iban a tumbar su casa.
También le pegaron a su hijo.
Y al hijo de doña María de los Ángeles Guevara.
Los agentes habían amagado con derribar su casa, con todo y su esposo de silla de ruedas en la puerta.
Hace cuatro meses que el esposo de María de los Ángeles perdió el brazo derecho y la pierna derecha en un accidente de mina.
Fue en la Frisco-Tayahua de Carlos Slim.
Ese día Ángeles y su marido se preparaban para salir a una cita médica a Saltillo.
“A mi muchacho lo cachetearon, rodearon mi casa los policías, la acordonaron, pusieron la bulldozer en frente, como haciendo señas de que la iban a tumbar, y mi esposo allá afuera en la silla de ruedas, ‘usté cree? Les dije ‘pos metan la máquina conmigo, a ver si me tumban’”.
Aunque Salaverna es un pueblo en ruinas, parece que el silencio no es su virtud.
De día y de noche, de noche y de día, se oye por todas partes el ruido, como de planta industrial, que hacen los pozos robbin.
En los días que estaré aquí no escucharé cantos de gallos, perros ladrando, balidos de cabras, burros rebuznando, sólo el bufido opaco, monótono, terco de los robbin, que, a simple vista parecen cubetas gigantescas de lámina sobre las montañas.
Robbin, así se llaman estos pozos, dice Roberto, porque son construidos con una máquina que se llama así, robbin.
Y los pozos robbin no son otra cosa que respiraderos que sirven para ventilar la mina de los gases tóxicos que expele en el fondo de la tierra.
Cuando se lo pregunto, Roberto, que no es ingeniero en minas, me lo explica así: los respiraderos jalan a la mina el aire límpido que sopla de las montañas, y sacan el aire viciado, contaminado, que exhala la garganta del subsuelo.
La gente de Salaverna no sabía que era un robbin, lo supo hasta hace ocho o nueve años que la minera construyó el primero y después otro y otro y otro y otro…
En total 14.
Entonces empezó para el pueblo de Salaverna la batalla en contra uno de los hombres más poderosos del mundo: Carlos Slim.
“Metimos denuncias, estábamos en contra de los robbin porque generan contaminación y aflojan el terreno. En ese tiempo el kínder estaba en frente de uno de los pozos y nosotros protestamos ante la Secretaría de Salud de Concha, (Concepción del Oro, Zacatecas), pero fue en vano nuestras protesta, nunca las autoridades nos hicieron caso”, dice Roberto.
Un día de 2010, los de la minera de Carlos Slim llegaron al pueblo enseñando un papel que advertía sobre una supuesta falla geológica y el riesgo de que a Salaverna se lo tragara la tierra de una tarascada junto con sus casas y sus más de 80 familias.
La gente de Salaverna tendría que cambiar de pueblo, dijeron los de la minera.
Para eso la minera, - me imagino a una hermanita de la caridad -, había dispuesto ya un terreno con casitas, saliendo de Concha del Oro rumbo a Saltillo, en un lugar llamado “El Arenal”.
Hacía tiempo que en el pueblo había caído la noticia de que la minera Frisco – Tayahua, - quien se ha proclamado dueña y señora de Salaverna, los campesinos dicen que no, que los dueños son ellos -, proyectaba construir aquí un tajo a cielo abierto para la explotación de cobre catódico de alta ley, además de oro, plata, plomo y zinc.
Y no era para menos.
Rosario Antonio Zamarripa Hernández, uno de esos viejos sabios de pueblo, dice que aquí, donde estamos parados, es mineral, “una veta muy rica, eh”, sobre una mancha que se extiende desde Salaverna y hasta Durango.
No por nada la minera se ha empecinado en desterrar con ahínco y decisión a la gente de Salaverna.
“Ellos dicen que tiene las escrituras, nosotros tenemos la posesión, el derecho de ser dueños del lugar donde hemos radicado por muchas generaciones”, dice Roberto.
Por eso cuando los de la minera llegaron queriendo correr a la gente con el cuento del apocalipsis en Salavena, y las casas de “El Arenal”, la tierra prometida, los de Salaverna no se fueron.
Sus sembradíos, sus animales, sus casas con solar, el buen clima de Salaverna, eran más fuertes que su miedo.
No por mucho tiempo.
El 4 de diciembre de 2010 sucedió en el pueblo un trueno tan fuerte, tan fuerte, dice Roberto, que se sintió hasta Melchor Ocampo, Zacatecas, municipio situado a unos 60 kilómetros de Salaverna.
Era mediodía.
El trueno aquel había brotado del inframundo, una explosión de dinamita en los entresijos de la mina, que cimbró todo Salaverna, hundió sus suelos, desgajó sus cerros, cuarteó sus casas.
“Ellos han seguido con eso de ir aflojando tierra, ir aflojando tierra. Empezaron a usar maquinaria muy sofisticada, de barrenación larga. Yo creo que los pozos son de cuatro pulgadas de diámetro y de hasta 15 metros de largo y tienen una capacidad hasta de 200 kilos de dinamita. Entonces con esa dinamita es con lo que están aflojando el terreno.
“Aquí no hay tal falla geológica, no hay fenómenos naturales, todo ha sido provocado y esa forma de dinamitar es lo que ha ocasionado los hundimientos”, dice Roberto.
Sus tierras, sus animales, sus casas, el clima.
La gente de Salaverna se quedó. Beto, no.
“Ninguna puta casa, ningún puto pleito, vale la vida mis hijos”.
Dice Beto una mañana, el sol ardiendo en el corral de la nueva casa que levantó con sus manos para su mujer y sus cuatro hijos, en el ejido Santa Olalla, a uno siete kilómetros de Salaverna.
“Me tuve que traer a mi familia porque mi casa ya se está cayendo. Estamos cansados de que cualquier cabrón venga a quitarnos de nuestras tierras, Carlos Slim puede tener todo el dinero del mundo, pero hay cosas que no se venden y es la dignidad”, dice Beto.
La mayoría la gente de Salaverna había migrado de pueblos del norte de Zacatecas, como Providencia, también arruinados, devastados, por las mineras.
Dos años después, en 2012, a Salaverna llegó la noticia de que la minera de Carlos Slim estaba construyendo unas casitas sobre un yermo despellejado cerca de Mazapil.
La nada.
En abril de ese mismo año la nada se transfiguró en una especie de villaprogreso con casas tipo Infonavit, calles asfaltadas, iglesia, escuelas y clínica del Seguro Social.
Entonces la nada se llamó Nuevo Salaverna.
Esta vez los de la minera no tuvieron que gastar mucha saliva para convencer a los pobladores de Salaverna de que se mudaran al complejo.
40 familias se mudaron.
Don Manuel Montoya Cárdenas está al timón de su pick up pasada de moda, afuera de su casa de interés social con puerta, ventanita y tejado, en Nuevo Salaverna.
“Pos bien fregaos. Nos vinimos pa acá y estamos bien fregaos, Yo enfermo y todo. En Salaverna viejo andaba con mis chivas en el monte, jalaba en la mina. Noooo aquí estamos de la fregada, ora todo chueco, ¿cómo ve? Nomás me vine pacá y a la fregada, ya no caminé”, dice.
Y dice que ya no le queda ni una cabra, porque todas las vendió, las yeguas se las robaron y la minera le echó mentiras.
“Nos prometieron que nos iban a dar sabe cuánto y ¿cuánto cree que nos dieron?, 15 mil pesos. Una baba ¿Qué no habrá gobierno pa castigarlos a ellos?”, pregunta.
Varias casas más allá Matilde Muñoz Tovar me contará que ella y su esposo fueron los primeros en salirse de Salaverna y en llegar a esta colonia con vista al desierto.
Dos años después la minera despidió a su marido y amenazó con echarlos de la vivienda que les había dado en el nuevo fraccionamiento.
“Y siempre vivemos así pues… pensado nos la van a quitar o algo y no tenemos a dónde meternos”, dice Matilde.
Después las cosas con la minera ya fueron por las malas.
Que o se iban al nuevo fraccionamiento o los corría del trabajo, les dijo a los que trabajaban para ella.
Muchos se fueron.
Beto no.
“Cuando nos rehusamos a irnos al Nuevo Salaverna ellos nos liquidaron, nos corrieron del trabajo. Duraron un mes para pagarnos nuestra liquidación, nuestra semana de trabajo”, dice
Beto.
Apenas dejaron el pueblo, la empresa, previendo a los arrepentidos, borró sus casas del mapa de Salaverna, las tiró, para que nadie pudiera regresar ya.
El resto, otras 40 familias, resistió, resisten.
Oscureciendo el 6 de diciembre de 2012, otra vez diciembre, en Salaverna se escuchó un trueno, surgido del averno, que estremeció al pueblo.
Roberto dice que fue un trueno, sus vecinos que tres.
“Yo tuve que salir a Concha del Oro antes de que amaneciera. De rato me hablaron que había habido un hundimiento”.
Unas casas que estaban cerca del derrumbe se partieron.
La gente andaba asustada.
“Nosotros lo tomamos como un atentado terrorista en contra de la comunidad. La misma frustración que sentían porque no queríamos irnos los llevó a cometer esos actos el 4 de diciembre de 2010, el 6 de diciembre de 2012 y ahora en diciembre pasado. Dicen que no, pero sí, eso fue provocado”, dice Roberto.
El terrorismo desplazó a otras 20 familias de Salaverna al Salaverna nuevo.
“Quedamos 20. De esas 20 pos sí han sacado dos, tres y se las han llevado“.
Roberto dice que ya se aburrió de esperar la respuesta a las denuncias hechas ante la PGR y Derechos Humanos en contra de la minera Frisco – Tayahua de Carlos Slim, por la construcción de los pozos robbin y el uso de explosivos.
“No hay respuesta porque todos están comprados”, dice.
En cambio la minera no se aburre de hostigarlos para que se vayan.
Ya les corta el agua.
Ya les corta la luz.
Ya les tumba sus huertas para construir sus robbin.
“Nos ha hecho, señor, tantas cosas y es el coraje que tiene de que nos hemos aguantado y que hemos estado al pie de la lucha. No nos van sacar así nomás como así”, dice Micaela Zamarripa Hernández.
Pero esto no es lo peor, no, dice Roberto y lanza una profecía feroz:
Lo peor vendrá el día en que la minera consiga hacerse con las tierras de Salaverna y las convierta en un tajo a cielo abierto.
Entonces se acabará el agua y desaparecerán pueblos enteros, desde Mazapil hasta Saltillo y Monterrey.
“Aquí es un centro de recarga para los mantos acuíferos que proveen al este de Coahuila, parte de Nuevo León y el norte de Zacatecas. Si devastan aquí van a afectar la recarga”, dice Roberto con la seguridad de un geólogo.
Roberto, sentado sobre las piedras que un día fueron iglesia.
Al fondo Salaverna, como una llaga abierta, punzante, sangrante.