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Antonio Calera

24/12/2016 - 12:04 am

Tres regalos navideños

I. UNA CENA en memoria de las mujeres asesinadas en México. “La memoria se construye”, nos repiten. Ya lo creo. Repensar lo bueno, decantar lo malo de nuestros días, constituiría en todo caso un derecho fundamental. Algo así como supervisar la edición de nuestras propias vidas, dejarnos bien parados, como pasarnos, cada quien como indudables […]

I. UNA CENA

¿Podría esto comenzar un movimiento masivo, de comelones decembrinos, que cambien la orientación del eje primordial de nuestra forma de comer a fin de año? Foto: EFE
¿Podría esto comenzar un movimiento masivo, de comelones decembrinos, que cambien la orientación del eje primordial de nuestra forma de comer a fin de año? Foto: EFE

en memoria de las mujeres asesinadas en México.

“La memoria se construye”, nos repiten. Ya lo creo. Repensar lo bueno, decantar lo malo de nuestros días, constituiría en todo caso un derecho fundamental. Algo así como supervisar la edición de nuestras propias vidas, dejarnos bien parados, como pasarnos, cada quien como indudables protagonistas, nuestra propia película. Y además, si no lo hacemos nosotros quién lo haría, ¿no es así? Ahora bien, siendo sinceros, en tal recuento que nos contamos de nuestra vida: ¿qué es lo que realmente existe? ¿lo que realmente quedaría?

Pareciera que esta es una pregunta difícil pero en realidad no lo es. Porque nosotros sabemos, perfectamente bien lo que en verdad vivimos, lo que en verdad aquilatamos, lo que guardamos como sentimiento vivo. Nadie por más que nos conozca, sabe con exactitud la veracidad de lo que atesoramos en esa caja honda y oscura que llamamos memoria. Nuestros carbones encendidos pero también nuestras cenizas, por supuesto, las historias que no pintaron, que se quedaron sin tinta. En fin que, apenas en la orilla de la conciencia, a la mano de la nostalgia, es que llevamos nuestros más bellos recuerdos: amores y desamores, aprovechamientos y usuras, alegrías y depresiones, durezas y dulzuras. Y en ello quizá, es que radique nuestra más profunda humanidad.
Pues bien, ese es el espacio del que quiero hablar. El espacio del recuerdo, el que nos hemos ido, más que inventando, creando, construyendo a lo largo del tiempo. Te pido pues que des un rodeo, una vuelta de reconocimiento por tal urdimbre de recuerdos. ¿Ya viste cuáles son sus principales elementos? Claro. Lo que más aparece es la familia, los amigos, los amoríos. Esos son nuestros mejores momentos, los que compartimos con nuestros seres queridos, los que fin de cuentas son sinónimo de nuestra alegría. Ahora bien: te has dado cuenta que mucha de esa alegría la hemos pasado en la cocina o sentados a la mesa. O bien, dicho de otra manera: alrededor de los placeres dela comida y la bebida. Casi todo tiene que ver con ello. Ya lo creo. Porque comer es la gran fiesta de sentirse vivo: comidas con familiares en celebraciones como cumpleaños y otros aniversarios, comidas con amigos en otras conmemoraciones, meros días festivos. O bien comilitonas con quien haya sido, por puro placer, por puro capricho.
La cocina es al parecer el escenario perfecto (o la comida, pues, el inmejorable pretexto), para la felicidad tanto nuestra como la de los nuestros. Y tal vez una signifique lo mismo que la otra, hablemos de una sola: la serenidad de los pares, sean o no de la misma sangre. ¿No es la cocina, por cierto, ese estudio en el que más nos hemos fotografiado para el álbum familiar? ¿Los patios y los asadores? ¿Los grandes restaurantes elegantes, los salones de fiestas, los comedores? Yo digo que sí. Para nosotros, una comida familiar o una borrachera con la pandilla es más que un acontecimiento: es una forma de ritual: un ritual de sanación, para la sanidad mental.

Porque para nosotros comer, lo sabemos, es más que alimentarnos. Es una forma de querernos, de mimarnos y por ello uno de nuestros más queridos patrimonios, una manera de espantar la sensación de muerte, de sentirnos ungidos-elegidos-protegidos, lejos y a salvo de todos los demonios. Por eso mismo es que te escribo ahora, en este diciembre, querido amigo. Porque si es cierto que la comida es tanto como digo y yo no creo que sea menos, no me arrepiento, en pocos días habremos de medirnos contra el tiempo, contra el miedo, contra los poderes del infierno. ¿Tanto así, medirás? Tanto así, yo creo, y déjame que te argumente lo que pienso, lo que siento.

Creo que los fines de año son los tiempos naturales que los humanos nos dado para saber cómo es que vamos, cómo es que la llevamos. Cenas de “Día de Muertos”, que abren paso a las “Cenas de Navidad”, que abren paso a las “Cenas de Fin de Año”. Y tengamos o no los mismos credos, porque entiendo esto como algo distinto a las religiones: si bien en relación con las formas de encarar la vida o la muerte, digamos lo que hay entretelones, más sobre cosas interiores, palabras mayores. Eso: palabras mayores. Pienso en diciembre, si se quiere, más que como el mes en que bebemos ponche, como el mes en que nos damos de piquetes. No como el mes en que se hacemos más pavos sino el mes en que analizamos nuestras pavadas.

Diciembre, pues, como el mes en que debemos cuidarnos de nuestras palabras. ¿De cuáles palabras? Pues de las que nos colgamos sean buenas o malas, a las que les tapamos su cara negra o lustramos su cara blanca, representen el éxito o el fracaso, el amor o el desamor: nos den o nos quiten el aliento, nos den miedo o nos llamen al atrevimiento, nos griten que aún podemos hacer un cambio o nos digan todo lo contrario: que eso es justo lo que no podemos, que ya no hay tiempo, lo hemos perdido, desperdiciado. Y sin importar lleguen a nosotros las palabras que no queremos, o las que no nos esperamos nos sean dadas, cada uno habrá de propinarse, a sí mismo, una palabra: ya sea una palabra dura (que critique un tanto el esfuerzo realizado en el año), o una palabra blanda (que avalando el esfuerzo realizado), brinde un poco de calma. Y que conste que no se trata de un examen, ¿eh? Simplemente de una cosa que hacemos aunque no queramos para no ir por el mundo viéndonos la cara. Y a fin de cuentas en verdad no pasa nada, ¿o sí? Ya vendrá otro año para enderezar la plana, ¿no es así?). Sí que sí.

Pues bien, ahora, luego de esta introducción, pensemos en lo verdaderamente importante. Tú y los tuyos de fiesta, sobre la mesa. No importa ahora si has hecho o no suficientes cosas este año. Nunca nadie hace poco y nunca nadie hace tanto. Date un trato justo y no te hagas tanto daño. Piensa. Estás con los tuyos a la mesa y eso es la perfección. ¿Lo ves? No importa nada más. Importan tu papá, tu mamá, tus tíos, tus primos en la mesa como desde niños. ¿Y tus muertos? ¡Vamos, están a tu lado! ¡Ahora dedícate a los vivos! Mira a tus hijos. Comiendo lo de siempre, hecho por tus manos. A eso se le llama cultura. Eso y no otra cosa nos distingue como humanos. Comer y beber, levantar el relato.
Piensa. Así es nuestra vida sobre la tierra y gran parte de ella la hemos decidido vivir sobre una mesa. Así es que nos haremos historia, pasaremos a la historia, nos convertiremos en historia: seremos, ya muertos, una plática de sobremesa. Nada de pompas y proezas, que si pudimos o no alcanzar nuestras metas: seremos puras palabras de sobremesa.

Ahora bien, estás en medio de lo importante, pon atención. Cuando llegue el momento haz que todos se sientan parte de la fiesta, que todos formen parte de la ecuación. Que unos vayan por el pan recién horneado, otros te ayuden a limpiar o a decorar. Que nadie se quede sentado. Hay en verdad muchas cosas que organizar. Cada uno tiene un papel dentro del ritual y saberse parte de él es algo fundamental. Pregunta cómo se conocieron los abuelos, cómo se portaban tus papás a tu edad. ¿Ya les dijiste por qué guisas lo que guisas? ¿Por qué en estas fiestas, sean de “Día de Muertos”, “Cenas de Navidad” o “Cenas de Fin de Año”, lo que se cena en familia es especial y diferente a lo que pudieran cenar los demás? ¿Quién inventó esa salsa, quién esa ensalada? Por cierto, ¿quién te enseñó a cocinar?

Hay que levantar entre todos el relato general. Y frente a tus ojos lo central, lo vital, lo medular. Esto es lo que realmente existe. Lo que debe quedar para siempre, lo que importa de esos días de guardar. No para trabajar. No para orar y dedicarlos a alguna santidad particular. O no sólo eso. Cada quien estaría en todo caso en su derecho. Pero también habría que pensar estas fechas como días de guardar en la memoria sólo porque se trata de las pocas veces en que tu familia se da cita en el hogar. Para compartir el pan. En salud. ¡Viva! ¡Que viva! ¡Salud!

Y es más: no veas a estas como las últimas cenas del año. Podría ser la primera. Es más: la cena del 31 de diciembre no tiene porqué ser siempre la última cena del año. No debería ser ni la última cena ni la preferida: pudiera ser, acaso, apenas, la primera cena del resto de nuestras vidas. Brindemos: ¡Por nuestra sangre reunida!

II. CUENTO DE UNA CENA DE NAVIDAD

Toribio Comesolo era un viejo tacaño que no festejaba la Navidad con bullería, a causa de su muy amargada existencia y elevada macanería. No le importaba nada ni nadie, ni sus mejores empleados como Memo Sazones, salvo sus negocios turbios y cosechar plata por montones. Es más: cuándo alguien le pedía por algo, lo que fuera, siempre el viejo contestaba: “¡Por supuesto que no y mientras menos burros, más olotes!”, mientras soltaba la carcajada.
Una noche cercana a la Navidad Comesolo se despertó de sobresalto por un retortijón, como si se hubiera empachado con un par de kilos de suadero o de salpicón. Se trataba ni más ni menos que del espíritu “No te pases de lanza”, quien sin comer ansias le notificó: “Por haber sido el más tacaño a lo largo de tu vida, te colgaré una pesada cadena de longanizas que arrastrarás por la eternidad (con los perros falderos que eso conlleva), además de lanzarte a los fantasmas de la navidad para ver si así tu caso se arregla”. Comesolo no se arredró. Por el contrario vació un agua mineral “No te pases de lanza” y, muerto de risa se echó a la cama.

La noche siguiente Comesolo intentó dormir pensando que todo había sido una pesadilla. Pero apenas hubo cerrado los ojos le cayó el fantasma “Kilo de Carnitas con salsa y tortillas del pasado”, que tenía la hermosa pinta de un cerdito cebado por años. Lo obligó a subirse al Metro hasta llegar a un caserío de lo más apartado. Ahí se asomaron por una ventana y él mismo pudo verse como un chiquillo solitario y remamón, atragantándose a hurtadillas de su hermana con su torta de jamón (y unos pingüinos y unas cocas heladas, unos rancheritos y unas mantecadas), sin convidar siquiera a su propia alma, mientras ella soltaba en llanto por el motín robado. El fantasma “Kilo de Carnitas con salsa y tortillas del pasado” le recordó que ella le había dado un sobrino -el Tamal de Elote a quien casi ni conocía-, y a quien no había invitado nunca (y le rechiflaban, bien que lo sabía), a echarse unos tacos de cabeza al famoso puesto de la esquina. Acto seguido le mostró una triste escena de sus años mozos en que su novia lo cepillaba por otro (porque era sobre la tierra el hombre más codo), y ya no le invitaba más los domingos su consomé de barbacoa, una rica pancita, unas tostadas de pata o unas viles palomitas. Comesolo se agüitó. En el taxi de regreso a casa no dijo ni pío, y se quedó con el ojo abierto casi hasta que amaneció. Pero apenas hubo cerrado los ojos se le apareció el fantasma “Tripa delgada y dorada del presente”, quien lo hizo caminar hasta el carrusel de la Alameda Central, donde le hizo ver la terrible situación de Memo Sazones y su desgracia familiar: a pesar de su brujés y la obesidad de su hija tremebunda –Gordita de Chicharrón–, celebraba con los amigos y con todo el corazón, a pesar de la cosa canija y nauseabunda. Comesolo preguntó sí Gordita sobreviviría. “¡En dos o tres años la pequeña reventará –le contestó– pero mientras menos burros más olotes, a ti qué más te da!”. El fantasma “Tripa delgada y dorada del presente” le mostró también cómo celebran todos la Navidad, no como él atiborrándose de flautas y viendo la tele en el sofá, sino cantando rolas de Juanga, echando el pulque o la chela, con arroz blanco y huevito estrellado nada más.

Comesolo decidió esperar despierto al último de los fantasmas, “Tenedor libre en $99 varos del futuro”, sabedor de que no lo iban a dejar en paz. Éste lo llevó a conocer la suerte que sufren los miserables, reflejado en su propia tumba, mientras su epitafio en letras góticas susurraba en la penumbra: “Aquí yace solo y sin nada el maldito Comesolo, un reverendo codo rejijo de la tiznada”. Le había caído el veinte, dijo a “Tenedor libre $99 en varos del futuro”, y estaba dispuesto a cambiar su destino, de una vez por todas, totalmente.

Cuando despertó el mero día de Navidad, Comesolo se talló los ojos, abrió las ventanas y libre de longanizas ya, se enfiló hacia el mercado saludando por todos lados. Ahí regaló sopes, pambazos y quesadillas, pozole calientito y otras tantas maravillas. Pidió luego a uno de sus chalanes llevara cientos de tortas a la casa del tal Sazones, y se iniciara pues el jolgorio a pesar de los gorrones. Cayeron su hermana y Tamal de Elote, Doña Uvas de Sal, Don Caopectate, Imodio, Ricino y Seltzer, el famosísismo Isidoro Itacate, todos bien vestidos, gallardos, con elegancia (también Pepe Ronero y Chela Biónica, Tellón de Tinto y Mega Tónica, su querida y cuatrapeada palomilla de la infancia). ¡Todos a meterle el diente a la comida y sino a sacarle brillo a pista! Nadie recuerda una escena tan a todo mecate en la comarca. Tacos sudados, romeritos, pollos adobados y Barrilitos, ponche obvio para todos los gaznates y, por supuesto, todos los tacos de cabeza que el Tamal de Elote quiso, y seguro le hicieron eructar la tan famosa frase del chiquillo: “¡Y que Dios bendiga a todos los que jamamos de lo lindo! ¡Feliz Navidad!

III. NO AL MENÚ DECEMBRINO

Aclaración. De todos es sabido que tenemos el derecho (¡y más cuando el mundo se va a acabar!), a comer o beber lo que nos venga en gana, en familia, con amigos o en la más triste soledad, y lo que aquí propongo debe considerarse apenas un balconeo de mis preferencias, una opinión acaso, un juego de mesa para cocineros contemporáneos.

0. Iré al grano. Si aceptáramos las cosas tal y como son, perdiendo el miedo a dañar alguna susceptibilidad, atacar las buenas costumbres de las familias, deberíamos aceptar que somos ya muchos los que estamos en contra del menú decembrino. ¿Por qué?

2. Peleo y me sostengo. Porque es una mezcla rarísisma de todo, sin ton ni son, sin pies ni cabeza. Veámoslo tiempo por tiempo. Primero, casi todas las familias empiezan por un caldito, un buen consomé. Reconcentrado y caliente, absolutamente mejor que el de todos los días. Otras familias prefieren comenzar con una pasta blanca, no muy pesada. Bien Hasta ahí. Luego casi siempre sigue el pavo, cocinado dulce o salado —o esa línea intermedia que pudiéramos clasificar como “agridulciencanto”, “prepicantefrutoso”, “lacteoenvinadizo”, cuevas cómodas en donde se esconden los que dicen cocinar bien—, para continuar con alguna de estas opciones, según cualquier tipo de variables (estilos nacionales, tradiciones familiares, edad de la concurrencia y cocinero y demás): pierna o lomo de cerdo, ternera, bacalao a la vizcaína o romeritos, papitas por aquí y por allá, alguna veces champiñones, acompañados de ensalada de manzana, un áspic, una ensalada que pudiéramos llamar siempre así: Navidad.
Y bueno, claro, se termina con un fruit cake, café o té, turrón, frutas secas, peladillas, mazapanes, colación, y un larguísimo et cétera. ¿Todo bien? Y esto sin contar que cada uno pudo haberse precipitado un poco más con algunos entretenimientos paralelos: torta clandestina antes de la cena, bolillo embarrado con mantequilla, cucharazo vil a las ollas sobre la estufa, que cobrará su espacio u con creces unas horas más tarde.

3. Analicemos. Contra el pavo no tengo nada, es adorable y hasta tierno en esa pose ridícula a la que lo sometimos para la foto eterna. Nada salvo que su naturaleza es seca y he ahí un gran inconveniente. Hay que echarle muchas ganas para hidratarlo y recuerde que en México somos salseros. Y la verdad es que no hemos sido capaces de cocinar un pavo contemporáneo que nos vuelva locos. Todos saben a lo mismo porque se rellenan más cuidando que a todos les guste que dejándose llevar por el instinto. ¡Piénselo y verá!

4. Sobre el bacalao vienen a mi memoria algunas frases que escribiera el gran Ramón Gómez de la Serna, ciertamente serias: “Es bastante extraño que se coma esa piel, seca, reseca, como insustancial, como vieja, pasada y repudiada del Bacalao. El Bacalao lo debían vender en el Rastro, en las prenderías, y el mejor en las tiendas de antigüedades.” Duro y a cerebro sin remilgos. El bacalao es una fiambre seco, astillado, parecido a la fibra de vidrio, que hay que traer a la vida de nuevo. ¿Por qué no hacemos un bacalao fresco, un robalo, un huachinango, un esmedregal o un dorado? ¿Si hasta es más rico y barato? Sostengo: por miedo al qué dirán. Imagínese un pescado grande y fresco, que huela casi a nada (si el pescado huele a mar es que está pasadito), y hágalo justo como lo haría en una fin de semana normal. Acaso con un poco de mantequilla o aceite de oliva, ajo, algo de vino blanco, hierbas y listo. ¿Qué tal?

5. Ahora que si a esto le sumamos los romeritos, una hierba sabrosísima como todos los quelites de nuestra comida prehispánica (porque hasta donde sé como quelites se reconoce a las hojas verdes, los tallos, los brotes de plantas verdes como las acelgas, las espinacas, los quintoniles, los huauzontles y tantos otros), la cosa se pone difícil. No por la planta en sí, sino por el mole ya al final, o en medio, lo que la vuelve, en combinación con lo ingerido anteriormente, en una bomba de tiempo. Eso es lo que es. Todo se embute violentamente en el estómago haciendo un paquete somniferante y letal, que solamente aguarda la llegada del mesías para explotar con todo y establo, pesebre, mula, vaca y Reyes Magos que, pobres, vienen todos los años de tan lejos a echarse un taco.

7. Cambio. Deberíamos comenzar sí, con un súper consomé concentrado de varias carnes, ya sean de res, pollo o pescado, según se elija grupalmente. Y seguirse por esa carretera. Por ejemplo: si se empezó con un caldo de pescado, un fumé, un fondito ligero, habría que seguir con un pescado gigante hecho para la ocasión, de la mejor pescadería —porque como dice el refrán: “Para decir mentiras y comer pescado hay que tener cuidado”—, y no bajarse del mar. Si se metió uno un caldo de res, poder seguir con un pecho de ternera, unos cortes al horno, salseados como se quiera. Y terminar muy bien con diferentes postres y licores, que en el país hay para aventar al cielo. Se puede así escoger lo que se quiera y no moverse del camino elegido. Por ejemplo, comenzar por una crema de alguna verdura, seguir por un pato o lechoncillo al horno, acabar con quesos y patés, pies, beber vino. ¿No hay pierde lo ven?

Y es más. ¿Por qué no algo bien mexicano? Por ejemplo la hechura de unos tamales especialmente para la ocasión, rellenos, insisto, de quelites, verdolagas, espinacas, acelgas y tomate verde. Servido con crema y queso fresco, para seguir como segundo tiempo con ese guajolote en mole, o un buen cerdo en mole verde, o el que guste enchilado o adobado con diferentes chiles: pasilla, morita, guajillo. A tacos o en torta, y acompañarnos con unos vasos fríos de aguas frescas (jamaica, horchata, guayaba, melón, sandía), y como postre camotes o plátanos al horno, atole, frutas encurtidas, jamoncillos, palanquetas. Imagínese un buen chilpachole, seguido de unas quesadillas o enchiladas de pescado pero de lujo, con su arroz impoluto.

9. ¿Podría esto comenzar un movimiento masivo, de comelones decembrinos, que cambien la orientación del eje primordial de nuestra forma de comer a fin de año? Ya lo creo. Aunque no es la intención. Sólo hay que trabajar en pos de una mejor cena, para lograr un mejor brindis, un mejor abrazo, y una mejor noche.

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