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Jorge Javier Romero Vadillo

22/12/2016 - 12:00 am

La regulación de la excepción

El Estado mexicano está metido en un brete, provocado por la irrupción de la violencia criminal durante la última década. La manera de salirle al paso a esa crisis de seguridad ha sido echando mano de las fuerzas armadas para hacer las tareas que el poder civil ha sido incapaz de realizar. Con ello se […]

Regularización de la actuación de la milicia no debe consistir en legalizar la arbitrariedad y la actuación discrecional, ni debe suplantar al ministerio público o a la judicatura; tampoco debe ser la renovación del fuero militar para garantizar impunidad en la violación de los derechos humanos y las garantías procesales. Foto: Cuartoscuro
Regularización de la actuación de la milicia no debe consistir en legalizar la arbitrariedad y la actuación discrecional, ni debe suplantar al ministerio público o a la judicatura; tampoco debe ser la renovación del fuero militar para garantizar impunidad en la violación de los derechos humanos y las garantías procesales. Foto: Cuartoscuro

El Estado mexicano está metido en un brete, provocado por la irrupción de la violencia criminal durante la última década. La manera de salirle al paso a esa crisis de seguridad ha sido echando mano de las fuerzas armadas para hacer las tareas que el poder civil ha sido incapaz de realizar. Con ello se ha dado paso a una militarización que resulta un retroceso en la construcción de una democracia constitucional.

México nunca fue un país especialmente pacífico. El siglo XIX estuvo marcado por décadas de constantes enfrentamientos civiles y enconados conflictos locales, a los que se sumaba la existencia endémica de bandas de bandidos errantes que merodeaban por los precarios caminos de un país fragmentado por su difícil geografía y sin vías de comunicación eficientes. Los señores de la guerra locales controlaban territorios y cobraban por sus servicios de protección, no siempre eficaces. Incluso cuando finalmente una coalición de caudillos logró controlar todo el territorio nacional e institucionalizó su dominio con base en el arbitraje centralizado de un hombre necesario –Porfirio Díaz–, los antiguos señores de la guerra se pacificaron gracias a que se pusieron reglas para respetar su expoliación en sus respectivos territorios. Como bien decía Gabriel Zaid en un artículo reciente, la corrupción institucionalizada fue el precio a pagar para poner fin a la guerra civil.

La pax porfiriana terminó en un nuevo estallido de guerra civil, cuyas secuelas duraron toda la década de 1920, hasta que un nuevo pacto de reparto de parcelas de rentas se estableció en 1929 con la creación del PNR. A partir de entonces, de nuevo la reducción de la violencia se basó en el respeto a la depredación de los grupos de poder local, aunque con reglas claras de limitación temporal y circulación que resultaron bastante eficaces para mantener la paz, aunque siempre con altos índices de asesinatos y resolución violenta de controversias. El mecanismo privilegiado de administración del delito fue la negociación particular de la desobediencia de la ley a cambio del pago correspondiente a las autoridades, ya fueran locales o federales, de acuerdo con el ámbito de competencia.

Las fuerzas armadas fueron parte del acuerdo de reparto de parcelas de rentas de la época clásica del régimen del PRI. Desde el pacto de 1946, que acotó su participación directa en la política, la actuación de las fuerzas armadas estuvo regida principalmente por mecanismos informales que permitían su uso discrecional por parte del presidente de la república para actuar en tareas que no eran de su competencia. El despliegue militar durante el conflicto ferrocarrilero de 1960 o durante el movimiento estudiantil de 1968, lo mismo que otras intervenciones para reprimir protestas sociales se hizo sin respetar el ámbito restringido por la constitución a las fuerzas armadas. Durante décadas fue innecesaria una ley reglamentaria del artículo 29 constitucional, porque estaba perfectamente claro que el poder de excepción estaba en manos del Presidente de la República, quien lo podía usar discrecionalmente, como el resto de sus atributos metaconstitucionales.

La ruptura de los equilibrios tradicionales de gestión del conflicto y el crimen, basados en la negociación de la desobediencia y la venta de protecciones particulares, junto con la presión de los Estados Unidos en el tema del tráfico de drogas, llevó a un incremento exponencial de la violencia relacionada al crimen organizado, que medró gracias a las ingentes ganancias obtenidas como resultado de la fallida prohibición de las drogas. Es indispensable subrayar que el origen del poder de las bandas criminales que hoy se dedican a un espectro amplio de labores delictivas está en los recursos ingentes obtenidos del mercado clandestino de drogas, que les han permitido una acumulación originaria para armarse y reclutar ejércitos con los cuales pudieron fagocitar a unas autoridades civiles locales tradicionalmente corruptas y que, una vez desaparecido el arbitraje centralizado del Presidente de la República como resultado del avance de la democratización, se volvieron fácilmente controlables por las organizaciones especializadas en el bandidaje.

La respuesta del gobierno de Felipe Calderón a la colonización del poder local por el crimen organizado fue declararle la guerra y lanzar a las fuerzas armadas en su contra. Lo hizo de la misma manera en la que los gobiernos del régimen autoritario habían echado mano del ejército para reprimir a las guerrillas o a los movimientos sociales en otros tiempos. Sin demasiados remilgos legalistas, Calderón impuso estados de excepción en diferentes regiones del país sin controles de ningún tipo. Esa excepción sin reglas claras se ha prolongado durante el actual gobierno y ha generado innumerables denuncias por violaciones de derechos humanos y abusos de poder, entre las que no han sido pocas las relativas a ejecuciones sumarias.

En esas circunstancias es indispensable que, ante el fracaso en la reconstrucción democrática del Estado en el ámbito local, se regule con precisión las condiciones en las que se seguirán utilizando las fuerzas armadas en tareas de control territorial y seguridad. La tarea central, que parece se ha dejado de lado, debería ser el fortalecimiento del poder civil en los gobiernos municipales y estatales, con policías bien capacitadas y estrictamente sometidas a la ley en el ejercicio de sus funciones, pero es un hecho que eso no se dará en el corto plazo. Mientras tanto, es ineludible dotar de un marco legal que genere certidumbre a la actuación de las fuerzas armadas. Pero esa regularización de la actuación de la milicia no debe consistir en legalizar la arbitrariedad y la actuación discrecional, ni debe suplantar al ministerio público o a la judicatura; tampoco debe ser la renovación del fuero militar para garantizar impunidad en la violación de los derechos humanos y las garantías procesales.

Tanto el jefe del ejército como el de la marina han reclamado en repetidas ocasiones que se legisle para darle certidumbres a su actuación, aunque en un tono que parece reclamar la legalización de las actuaciones arbitrarias. En respuesta al clamor militar, tanto el Senador del PAN Roberto Gil, como el Diputado del PRI César Camacho han presentado iniciativas para regular el difuso término de seguridad interior que parecen orientadas a ese propósito; la del primero, incluso propone la utilización de las fuerzas armadas para enfrentar las afectaciones no agresivas de la seguridad, como pueden ser las provocadas por la protesta social. Aprobar algo de ese tipo sería legalizar la arbitrariedad y el autoritarismo y legalizar lo que en otros tiempos se hacía por voluntad presidencial.

Otra cosa diferente es la necesaria reglamentación de la suspensión de garantías en los términos del artículo 29 de la Constitución, que implicaría acotar claramente los términos de la intervención militar en los casos de perturbación grave de la paz pública. El llamado de la sociedad civil organizada que la semana pasada firmó una declaración pública pidiendo que no se aprobara la iniciativa que se encuentra en trámite no era, más allá del hiperbólico hashtag contra una pretendida #Leygolpista, para oponerse a que se legislara sino para que la reglamentación evitara excesos de arbitrariedad, como que durante los decretos de excepción y por lo que hace a los derechos involucrados, no fuere posible obtener suspensiones ni reparaciones judiciales o que algunas decisiones relevantes durante el periodo de vigencia de los decretos de excepción pudieren ser adoptadas por la Comisión Permanente y no por el Congreso de la Unión, como ha señalado Pedro Salazar. Se requiere una ley que acote la arbitrariedad, no que la normalice.

 

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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