Una noche de ópera, Soledad contrata a un gigoló para que la acompañe a la función y así poder dar celos a un examante. Pero un suceso violento e imprevisto lo complica todo y marca el inicio de una relación inquietante, volcánica y tal vez peligrosa. Ella tiene sesenta años; el gigoló, treinta y dos.
Ciudad de México, 24 de diciembre (SinEmbargo).- Hay una sola página que anda mal en la nueva novela de Rosa Montero, La carne. Se trata de la última página donde la autora pide cordura para sus nuevos pasos o alguna simulación que de una apariencia diferente a las acciones de Soledad.
Fuera de eso, la historia de suspense y de honda soledad da un contexto tan personal y tan libre a Rosa, que por momentos pareciera que está contando su propio peregrinar. Claro, Montero tiene a la literatura y eso es mucho más que nada en medio de un devenir del tiempo irremediable, que cuelga las carnes y los sueños a una pre-disolución absoluta.
“Descalza, fue a colocar su dormitorio. Necesitaba una luz tenue e indirecta que favoreciera el aspecto de su carne, de manera que pasó media hora llevando al cuarto todas las lámparas que tenía en la casa y probando diferentes combinaciones: colocadas sobre la mesilla, en el suelo, cubiertas con un pañuelo. Al final decidió devolver todas las lámparas a sus emplazamientos originales, dejar encendida la luz del pasillo e iluminar el cuarto sólo con cuatro velas”.
La Soledad de la historia tiene un cuerpo perfecto, pero ya de sesenta años. Su trabajo y sus relaciones de pareja se ven sometidos a ese colgar de la carne y a ese maquillarse en horas impropias, buscar una luz que dé una apariencia mejor y estar atenta siempre a que una mujer más joven no le cope la parada.
En el medio, su resistencia a tener hijos, sin sobrinos y su tendencia a sentirse atraída por los hombres más pintones, esos que tarde o temprano irán a los brazos de una dama de menor edad.
¿Cuándo las mujeres nos volvimos enemigas de nosotras? ¿En qué momento el cuerpo comenzó a ser un bochorno y a invisibilizarnos para el resto?
“Lo cierto era que, desde hacía unos cuantos meses, la melancolía se acumulaba dentro de ella como una niebla espesa y fría. Tal vez fuera el desconsuelo de haber alcanzado los sesenta años, cuando por dentro seguía teniendo dieciséis”.
El contrato del gigoló se vuelve una aventura existencial. La mujer que enamorada de su ruso de 32, termina funcionando como una mamá, porque después de todo –eso le dice el muchacho- ¿qué esperabas?, va condimentando la historia con romances y des-romances de escritores famosos y la incursión de la propia Rosa Montero al final de la novela.
La carne es una mirada de espejo hacia una misma, aunque no se trata sólo de una historia sobre mujeres. Por el contrario, ellos también se dejan ver en ese deterioro vital que aunque nos lleve a relacionarnos con alguien más joven tarde o temprano se despertará.
Es una historia de amor, por lo que Soledad hace cosas terribles por su Ruso. Pero también es una historia de muerte, implacable y definitiva, terminal.
Por cortesía de Alfaguara, publicamos las primeras páginas:
La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y tan efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor.
Esa madrugada de octubre, sin embargo, Soledad estaba mucho más furiosa que aturdida. Demasiada ira es como demasiado alcohol, produce una intoxicación que te hace perder lucidez y criterio. Las neuronas se funden, la razón se rinde a la obcecación y sólo cabe un pensamiento en la cabeza: venganza, venganza, venganza. Bueno, tal vez quepan un pensamiento y un sentimiento: venganza y dolor, venganza y mucho dolor.
Imposible pensar en acostarse en ese estado, aunque a las nueve de la mañana tenía una cita muy importante en la Biblioteca. Pero en esas condiciones de incendio mental la cama sólo agravaba la situación. La oscuridad de las noches estaba llena de monstruos, en efecto, como Soledad temía y sospechaba en la niñez; y los ogros se llamaban obsesiones. Soltó un suspiro que sonó como un rugido y volvió a pinchar en el enlace. La página se abrió de nuevo, un diseño elegante en gris y malva. Buscó la pestaña que decía «Galería» y entró. Aparecieron los tres primeros chicos en la pantalla; una foto de cada uno y una descripción sucinta, el nombre, la edad, la altura, el peso, el color de cabello y de ojos, la condición física. Atlética. Todos decían atlética, incluso aquellos que se veían un poco pasados de peso. En la primera foto casi todos estaban vestidos; pero si pinchabas en las imágenes salían dos o tres instantáneas más de cada hombre, por lo general alguna con el pecho descubierto y la cintura del pantalón más bien caída, dejando ver un tenso y tentador palmo de piel bajo el ombligo. Un par de ellos, más arriesgados, aparecían desnudos de cuerpo entero, aunque, eso sí, tumbados boca abajo y entre sombras, mostrando tan sólo la cúpula perfecta de las nalgas. En conjunto eran fotos bastante buenas, hechas con cierto gusto. Se notaba que se trataba de una página cara. ParaComplacerALaMujer.com. Eran escorts, gigolós. Prostitutos. El servicio mínimo, dos horas, costaba trescientos euros, hotel incluido. Las mujeres perdiendo, como siempre, rumió Soledad: los putos eran más caros que las putas.
Volvió a repasar la galería con cuidado. Había cuarenta y nueve hombres, la inmensa mayoría en la treintena, unos cuantos en la veintena, dos o tres de más de cuarenta años. Varios negros. No se podía decir que los chicos fueran feos; de hecho, casi todos respondían al patrón convencional de varón joven, fuerte y de facciones regulares. Pero, salvo uno o dos, no le gustaban. Los más guapos le parecían modelos de plástico, retocados y relamidos, sin expresión ni personalidad. Y a los menos agraciados les veía una tremenda cara de brutos. Claro que Soledad siempre había sido difícil de contentar: su deseo era exigente, tiquismiquis y tiránico. En cualquier caso, ahora ni siquiera tenía que desear al gigoló. Sólo estaba buscando a alguien con un aspecto arrebatador. Un acompañante espectacular que le hiciera sentir celos a Mario. O por lo menos, si no celos, que viera que ella se las arreglaba muy bien sin él. Imaginó por un instante la escena en la ópera. Por ejemplo: ella entrando en el Teatro Real acompañada por el bombón y coincidiendo con Mario y su mujer en el vestíbulo; y ella serena, liviana, impertérrita, dejando caer sobre su antiguo amante una ojeada helada y altiva; desde luego le iba a ser difícil mirar desde arriba a alguien que medía diez centímetros más que ella, pero, en su imaginación, Soledad conseguía cuadrar a la perfección esa geometría del desprecio. Y otro ejemplo: ella sentada en el patio de butacas, él incrustado aburridamente con su mujer dos filas más atrás: y Soledad dedicada por entero al chico guapísimo, toda sonrisas y luz en los ojos, la perfecta estampa de la felicidad. Le diría al escort que le pasara de cuando en cuando el brazo por los hombros, que mostrara cariño, todo muy sutil, sin darse ni siquiera un beso, la insinuación elegante de la carne escocía mucho más. ¡O por ejemplo! ¿Y si, al entrar o salir, se topaban de frente y no había más remedio que saludarse? ¿Y si, en su nerviosismo, Mario le presentaba a su esposa? A su esposa embarazada. Con una pequeña cosa en la barriga. Pequeña todavía, inapreciable en el perfil de esa mujer joven y quizá guapa, pero palpitando ahí dentro, esa pequeña cosa llena de vida aferrada con sus uñitas transparentes a la placenta o a las tumefactas paredes del útero o a donde demonios fuera que se agarraran las pequeñas cosas. Bien; si Mario la saludaba y le presentaba a la tal Daniela, Soledad sonreiría en la plenitud de la dicha y le presentaría a... ¿Rubén, Francis, Jorge? No había decidido todavía a qué gigoló contratar.
Repasó una vez más la galería. En realidad no le servía casi ninguno. Todos tenían un aspecto algo inadecuado. La mayoría eran un poco horteras, con pinta de guapos de discoteca o de animales de gimnasio. En fin, nada ajustado a lo que ella quería. Porque Mario era... Era tan atractivo, tan viril, con ese cuerpazo y esos ojos verdes. Informático, cuarenta años. Naturalmente elegante. Naturalmente inteligente. No demasiado culto, pero ansioso por saber. Una esponja. Por ejemplo, se había aficionado a la ópera con ella. Soledad había desarrollado su gusto musical. En el año y pico que estuvieron juntos, le regaló varios cedés, grabaciones memorables y exquisitas. Y ahora la traicionaba así. Con la otra. Con su mujer.