Maite Azuela
13/12/2016 - 12:03 am
¿Militares recluidos en cuarteles o interviniendo las calles sin restricciones?
La polarización de dos posturas suele ser un truco para ridiculizar una de ellas. Los diez años de la guerra contra el narco han arrojado resultados tan cuestionables que el replanteamiento de la estrategia de seguridad (interna o pública, como gusten llamarle) no puede reducirse a un debate en el que se coloque la defensa […]
La polarización de dos posturas suele ser un truco para ridiculizar una de ellas. Los diez años de la guerra contra el narco han arrojado resultados tan cuestionables que el replanteamiento de la estrategia de seguridad (interna o pública, como gusten llamarle) no puede reducirse a un debate en el que se coloque la defensa de derechos humanos como la causal del fracaso.
Las declaraciones del General Cienfuegos cuando asume que el Ejército debe regresar a los cuarteles, pueden polarizar las posibilidades si lo que busca es blindar las actuaciones de las fuerzas armadas de manera que, en caso de incurrir en violaciones de derechos humanos, cuenten con garantías que no les representen ninguna acción coercitiva.
Pedir que “todos” nuestros soldados vuelvan a los cuarteles es peligroso. También pedir que sólo en condiciones de blindaje absoluto se mantengan. Definitivamente en algunas regiones la colaboración del ejército en el combate contra el crimen organizado ha devuelto la calma las comunidades e inhibido la violencia del narcotráfico.
Sin embargo, normalizar las medidas de intervención militar y argumentar la falta de facultades legales para ampliar las garantías castrenses a expensas de las garantías individuales, no responde a una reflexión de fondo que contextualice las diferencias regionales y que reconozca los límites de actuación que requieren protocolos diversificados sin obviar las sanciones cuando se trasgrede lo establecido.
La prisa por entregarles un marco jurídico a las fuerzas armadas no es un asunto menor. A la víspera de la construcción de una Fiscalía General de la República en puerta, la presión para la aprobación de la propuesta del Diputado César Camacho del PRI para la Ley Reglamentaria del artículo 29 de la Constitución, no es casualidad. Sobra decir que sus contenidos ensanchan aún más la estrategia de seguridad que ha demostrado ser fallida. Si los estados de emergencia normalmente vulneran los derechos fundamentales y debilitan la división de poderes, este proyecto de Ley no contempla contrapesos serios ni tiempos máximos para la suspensión de garantías. La iniciativa además incluye definiciones laxas para justificar la declaratoria de estado de excepción.
Por su parte, la propuesta del Senador Roberto Gil Zuarth del PAN, recurre a conceptos difusos y discrecionales como “resistencia” con los que pretende facultar al ejército para que haga “uso legítimo de la fuerza; la utilización de técnicas, prácticas y métodos, por parte de la Fuerza Armada Permanente o de la Fuerza Especial de Apoyo Federal (de las que el cuerpo castrense sería integrante) para controlar, repeler o neutralizar actos de resistencia no agresiva, agresiva, o agresiva grave bajo la vigencia de una declaratoria de afectación a la seguridad interior”. Después en su propuesta el Senador Gil hace una vaga acotación: “Conforme a los principios de legalidad, racionalidad, proporcionalidad, oportunidad y respeto a los derechos humanos”.
El Senador Gil no se rompió la cabeza con su propuesta, sino que copió casi literalmente la que había entregado en su momento Felipe Calderón. Así que no sólo reivindican los errores que de facto se han cometido, sino que pretenden materializar aquellos que en su momento fueron detenidos en el poder legislativo para que no sucedieran.
Pretender que una solución excluye a la otra acelera la necesidad de quienes se han comprometido con las fuerzas armadas para dotarlos de facultades meta constitucionales y dejar en sus manos funciones que por su naturaleza no deben corresponderles. Con esa prisa van presionando para que se apruebe de bote pronto un marco legal cuyas implicaciones pueden ser catastróficas.
Para no sellar con una caricatura bicolor la complejidad de un debate que merece todo el cuidado y la responsabilidad, se requiere tiempo, deliberación profunda y equilibrio.
Promover un marco normativo para la intervención de las fuerzas armadas es justo y necesario, pero la incomodidad que para algunos de ellos generan las restricciones a la violación de derechos humanos, no debe conducir a una normatividad represiva, omnipresente, invasiva de la procuración de justicia, ni mucho menos promotora de suspensión de garantías individuales a capricho.
Ni todos a los cuarteles, ni todos a las calles sin restricciones. Fortalecer la legitimidad del Ejército implica respetar su rango de protector de la seguridad nacional y mantenerlo progresivamente al margen de los conflictos internos que ponen en entredicho sus acciones y vulneran su imagen pública. Los legisladores tienen en sus manos la posibilidad de diluir el falso dilema.
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