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Antonio Calera

19/11/2016 - 12:00 am

Juanito en su castillo medieval

Comencemos por definir a La Faena como un poema viejo. Y por aseverar que no queda duda alguna que “La Faena” es uno de los lugares de mayor personalidad que nos quedan en la ciudad. Desvencijada pero personalidad. Se trata de un enorme salón decorado con mampostería antigua, pinturas de gran formato sobre el campo […]

Comencemos por definir a La Faena como un poema viejo. Y por aseverar que no queda duda alguna que “La Faena” es uno de los lugares de mayor personalidad que nos quedan en la ciudad. Desvencijada pero personalidad. Se trata de un enorme salón decorado con mampostería antigua, pinturas de gran formato sobre el campo bravo y toreros en el ruedo, escudos de algunos estados de la república y dioramas en donde maniquíes destartalados y roídos por el polvo visten trajes de luces de Juan Belmonte, Curro Rivera o Luis Castro “El Soldado”, entre variosgrandes.

A nadie importa que el look de este majestuoso bar sea el de la ruina misma o que se encuentre sostenido apenas de una rocola y un menú eterno: quesadillas de papa: el trato de sus meseros, provenientes ellos también del pasado remoto (Juan a la cabeza, quien suele atender casi siempre el lugar) es ideal. Porque aquí el reto es divertirse con lo que cada uno tenga y seguir la borrachera, cosa que logra y contagia rápidamente por la manera que tiene el personal y el asistente de entender el negocio del alcohol: una idea pasada de moda, en que lo que vale es lo que uno traiga consigo en la cabeza y el pecho, que todos queremos pasarla bien frente a tanta porquería en el mundo. Como ya se ha dicho aquí todo pareciera ser muy sucinto, rápido. También su barra de tragos que, recortada como escopeta, es más letal: Absolut o Smirnoff, Apletton o Bacardi y Cerveza. Decídase ya. Y por el lado de la comida justo lo mismo: Quesadillas de Papa, Sopesitos, Mojarras Fritas y Caldo de Camarón.

Dotada de un magnetismo incontrolable, ésta basílica del capote y la decadencia es una señal de que nada es para siempre, y que ser romántico funciona para seguir enamorando a los espíritus cansados, nostálgicos, dúctiles. No intente usted lector, elaborar en su imaginación los buenos tiempos de “La Faena”: dolerá ensoñar ese palacio del placer pomposo, barroco, abierto a los amantes del mundo de la comida española, de la vida taurina, a los amantes del majestuoso Centro Histórico, que en su momento hicieron del lugar su catedral. Pero vaya usted, haga arqueología y pise ahí, antes de que muera y ojalá sea dentro de mucho tiempo. Hace poco un grupo de punks mexicanos, bien valientes y dotados de una inteligencia voraz, pensaron que sería óptimo para su crecimiento como seres humanos dañar los cuadros del lugar arrojándoles cascos de Cerveza. Ahora están rotos. Cualquier cantidad de imbéciles que piden el lugar para rentarlo le han faltado el respeto a este poema traqueteado, cansado, a punto de siempre de fallecer y, a la vez, tan entero.

Pues bien, ahí en ese castillo madrileño y medieval que pudiera ser La Faena, en esa taberna enclavada en nuestra propia castilla ( y donde nos guarecemos de los molinos de viento de la política dura: por ejemplo la de los funcionarios delegacionales que corruptamente cierran establecimientos para el solaz y la reinvención), vive o trabaja Juanito. Ya lo conocerán por este texto. Vivió en la calle de Nezahualcóyotl. Ahora lleva tres años viviendo en Ecatepec. Sus hijos se lo llevaron para estar con él. Tuvo un Fiat 60 cuando vivió en la colonia Obrera. Me habla de su sombrero, me habla del viejo Centro Histórico, y por supuesto de La Faena, su coso personal, su centro de operaciones. Éstas son algunas de las palabras de Juanito, querido por muchos visitantes del Centro Histórico por su servicio excelente cada noche entre la barra y las mesas del salón.

Las cantinas de antes eran mejor porque el vino era más barato. Y eso significaba que no se preocupaban por adulterar nada para dar más barato. No sé cuando todo se acabó. Foto: Antonio Calera-Grobet
Las cantinas de antes eran mejor porque el vino era más barato. Y eso significaba que no se preocupaban por adulterar nada para dar más barato. No sé cuando todo se acabó. Foto: Antonio Calera-Grobet

Me llamo Juan Ponce y soy mesero de La Faena. Tengo 5 hijos vivos y uno que murió: 3 hombres y 3 mujeres. Y como 10 nietos. Tengo 72 años. Toda mi vida he trabajo en el mismo gremio, pero empecé a trabajar en un taller mecánico muy grande, en el que arreglaban las cajas automáticas. Duré poco, No era lo mío.  Me enrolé aquí en esto porque me invitaban a trabajar de vez en cuando. Y, bueno, pues la gente ya me conocía y me tenía confianza.

Trabajé en varias cantinas y hasta en el famoso Danubio. Me ocupaban en los días festivos como mesero emergente. La Faena se abrió en el 61 ó 62, eso es un hecho. Pero desde el 60 se empezó a negociar el traspaso al nuevo dueño. Antes se anunciaba como un restaurante de comida española y duró apenas dos años. La Faena antes estaba pegada al bar Mancera y todo era parte de un gran hotel –el hotel Mancera, tan importante como el Regis en su tiempo. Un lugar de mucho prestigio para los extranjeros.

La entrada principal era un zaguán grande, del lado derecho del hotel había un elevador que ya no existe. Había en la azotea unos prismáticos o telescopios. En esa terraza la gente salía a leer, a tomar café, a ver el cielo. En este entonces el jefe era muy carismático. Se llamaba Lizardo Cuquejo, era español y había sido cabaretero años antes. Era mucho más grande que yo. Cuando empecé con él ya tenía como unos 65 años. Me apreciaba mucho porque yo no era ni encargado, ni bodeguero. Yo era su secretario. No recuerdo cuando murió.

Cuquejo era dueño del Hotel París, a un lado de la XEW, el Bar Kasbah también, muy famoso en aquellas épocas. Cuquejo era mi amigo, mi papá, todo a la vez. Le trabajaba de una de la tarde a una de la mañana. Vivía aquí en el Centro en la calle de Nezahualcóyotl. Yo pasaba por él y nos íbamos por ahí a dar la vuelta. Íbamos mucho al Azteca porque había mucha ficha. Tenía en la entrada a una recepcionista muy elegante, como de hotel. Una vez, recuerdo, llegamos y no nos dejaban entrar. Esa mujer le mandó avisar al dueño que era Lizardo el que quería entrar y le pusieron pista y servicio gratis. El dueño estuvo con nosotros toda la noche. Lizardo le dijo que por qué no me daba servicio a mí. Le dijo algo así como: “¡Coño, él es mi secretario!” Y qué me sirven a mí también todo lo que pedí.

En esos años se tomaba mucho brandy. Sólo por copa. Estamos hablando de los años 60. En ese tiempo venía mucho político a los lugares del Centro. Del que más me cuerdo es del tío de Uruchurtu, que  venía a La Faena dos o tres veces por semana con una caja de manzanas para una chica que trabajaba con nosotros muy bonita. Ella trabajaba todo. Hasta una hilera de 12 mesas y los demás le tenían que ayudar. Ahí de entrada te daban unos percebes, huachinango, robalo, pescado bueno, sardinas portuguesas, jamón serrano, queso holandés, todo de primera. Caldo gallego, fabadas, paellas. Me acuerdo que había hasta 5 cocineros dándole duro para saciar los platos.

Yo quiero a todos los compañeros ahora. Hubo antes quienes no me quieran porque no aceptaban que tú supieras más. Pero eso existe en todas partes, y yo con mis años les doy la vuelta. Por lo menos recibiendo. Ellos no saben recibir a la gente y eso es lo principal. Si uno ve que entra alguien al lugar no hay que quedarse todo paradote. Hay que dar las buenas tardes, las buenas noches. “¿Gusta usted gusta pasar? ¿Cuántas personas vienen?” A mí me enseñaron a recibir porque a mí me daban ganas de aprender. Saber cómo preguntar sin hostigar con el clásico: “¿Están bien? ¿Lo conozco? ¿Qué desea?”. Yo simplemente sé que si te conozco y vas a estar un buen rato en el lugar te debo dejar tranquilo. Y ya si veo que te vas a terminar tu copa te traigo la otra.

Las cantinas de antes eran mejor porque el vino era más barato. Y eso significaba que no se preocupaban por adulterar nada para dar más barato. No sé cuando todo se acabó. Lo que pedías antes era original: cognac, whisky, ron, todo. En todas había cierta cosa señorial. En el Gallo de Oro, el Salón Luz. El Salón Luz fue el primero de esta zona. Ahí íbamos a curárnosla, a echarnos una sopa de pollo. No existía la Dos Naciones. En ese entonces se llamaba Marcelo. Otras que me gustaban y han muerto son Las Américas en Bolívar, La Parroquia, que era muy buena, una de las mejores, el Mesón del Castellano. Y las de antes ya ni qué decir. Muy buenas. El Centro Oaxaqueño. El Esmirna. La Faena también tuvo sus momentos de gloria.

La gente luego me pregunta por qué hay cosas de toros. Lo que no saben es que por ahí por donde estaba el Tupinamba en Bolívar, el Brasil, el Campoamor, estaba La Mutualista. Ahí iban todos los cronistas y narradores de ese tiempo, y se reunían los del sindicato de toreros, banderilleros y todos. Ahí se juntaban también todos los apoderados ¿Por qué? El dueño era un amante del mundo del toro. Eran tres hermanos, ya fallecidos los tres. Todos los lugares que pusieron estaban decorados con motivos taurinos, carteles, fotografías, suertes taurinas. Recuerdo haber recibido al torero Alfredo Leal, por el año del 58. Fue invitado por mi patrón y le trajeron un centollo sólo para él. Alfredo no murió hace mucho tiempo. Yo eso del centollo no lo conocía, ahí en la cocina vi como se hizo. Le gustaba escuchar a un señor bien humildón, que se echaba unas y empezaba a cantar como Pedro Infante. Todos quedaban encantados. Y uno que otro le iba y pedía una o dos horas con el mariachi, para cantar todas las famosas rancheras de Pedro Infante. Se vestía casi igual y toda la gente, ya sabes, sobre de él. Luego el jefe le ponía su botella gratis para que se la pasara bien.

Las cantinas decía yo, eran distintas. La gente que iba a ellas era de otro tipo. Eran cosa familiar, de hecho todavía lo dicen. Antes estaba prohibido que entraran las damas o los niños, obviamente. Por eso por esos años se cambió todo porque era muy discriminativo. Cuando le pusieron familiar ya entraron los niños, las mujeres solas, acompañadas, todo, no había ninguna restricción hacia nadie. De hecho, cuando se dio esta cosa de la liberación de la mujer, que ellas ya entraron a cualquier bar a jugar dominó, lo que fuera, bajó considerablemente la asistencia a los lugares. Los hombres querían lugares exclusivos.

A mí me gusta mucho el Centro Histórico. Vengo a veces a comer, a dar la vuelta por ahí y por allá. Me gusta la Casa del Pavo. Ahorita que ando más o menos malito no he podido comer carne porque estoy a dieta. Hay en Ayuntamiento unas tortas que son como de botanita, La Texcocana. Muy buenas. Tienen mucho tiempo ahí. Pero de regreso al tema, de La Faena hay que recordar que había una peluquería y venía uno de los de las Tortas Locas Hipocampo a cortarse el pelo. Se sentaba en la primera mesa de la entrada al salón, se la pasaba viendo todo, yo no sabía ni quien era, ya después supe que era el dueño de las tortas.

Foto: Antonio Calera-Grobet
Foto: Antonio Calera-Grobet

El Centro Histórico va bien luego del sismo. En el sismo todo se puso desastroso. Había partes donde no había ni luz, las calles estaban muy oscuras. Por ejemplo ésta, Venustiano Carranza. Antes la gente ya tenía miedo en el Centro. Empezaban las cosas a suceder y la policía no te auxiliaba, al contrario, te bolseaba. Ahora se compuso porque todo está iluminado, la gente camina con más seguridad. De hecho a nosotros nos pasó. Nos visitaron dos veces, así sencillo nada más… nos agarraron con una mesa de más de 20 turistas. Todos aguantaron la risa o el miedo por ver. Nos bajaron lo que quisieron y ya. Ahora eso no pasa porque todos los días hay mucha seguridad. Ves que los polis bajan al baño y te platican. Está bien.

En aquellos tiempos había por acá una liga de beisbol. Una copa que se disputaba entre restaurantes. Así se llamaba: Liga de inter-restaurantes. La Faena tenía un equipo, donde jugaban varios compañeros. Mi jefe trajo a unos muy buenos. Los invitaron a jugar porque había un paisano que estaba trabajando aquí, yucateco, muy bueno. Tenía unos dedos muy fuertes. Y le pegaba duro. Trajeron también a uno que había estado en pruebas con el México, otro con los Tigres. Salimos campeones. Y también trabajaron acá. Eran buenos tiempos. Puros chavos. De garroteros, recogiendo platos. Había chamba para todo la gente pues, todos quedaban felices. Todos los lunes o martes jugaban y nos llevábamos tortas y refrescos. Ahora también estamos bien organizados. La señora Gloria, que está en caja, lleva lo administrativo. Yo llevo lo operativo. Obviamente sugiriéndole, porque es joven y no tiene mucha experiencia. Nos llevamos muy bien. Ella se acomete a que le diga más o menos cómo hacer las cosas. Me gusta mucho venir a trabajar acá, conocer a los jóvenes, nuevas formas de pensar. Estaremos por acá un rato más.

 

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