Óscar de la Borbolla
10/10/2016 - 12:00 am
Para recuperar el deseo
No recuerdo quién me lo platicó o si lo leí en alguna parte (la fuente y la veracidad son irrelevantes); pero a principios del siglo XX, cuando corría la noticia de que un pianista europeo vendría a México, la gente -la burguesía, se entiende- conseguía las partituras del concierto prometido y, a fuerza de tocarlas, […]
No recuerdo quién me lo platicó o si lo leí en alguna parte (la fuente y la veracidad son irrelevantes); pero a principios del siglo XX, cuando corría la noticia de que un pianista europeo vendría a México, la gente -la burguesía, se entiende- conseguía las partituras del concierto prometido y, a fuerza de tocarlas, se familiarizaba con ellas; de modo que cuando por fin el músico llegaba, la expectativa era tan alta que no sólo asistían con sus mejores galas, sino que más allá de ir a oírlo, iban literalmente a escucharlo, a apreciar el virtuosismo de la ejecución, a formarse un juicio musical sobre el pianista: iban a divertirse.
Eran tiempos en los que la oferta de diversión resultaba prácticamente nula y, cuando la había, se empotraba a tan largo plazo, que quienes la esperaban tenían el tiempo de ir imaginándola, soñándola, contando los días que faltaban para el gran, el grandioso, acontecimiento. Quizá de grandioso sólo tenía el hecho de ser algo que despuntaba en el desierto. Qué divertidos deben de haber sido, gracias al opaco entorno, esos ocasionales destellos. Tan divertidos como el par de canicas con el que llené durante meses mi entretenida infancia.
Hoy, en cambio, la oferta de diversión es prácticamente infinita y su inmediatez resulta más cercana que lo que abarca el monosílabo "va". Hay esto y hay aquello y basta un "va" para encontrarnos de lleno en el asunto. Todo está a la mano, a la distancia de un teclazo: rapidito y aquí, y, sin embargo, nos aburrimos: nunca hay nada que ver en ninguno de los 800 canales de televisión, ni en las miles de estaciones de radio que saturan con sus ondas cortas y largas el espacio, ni en los cines ni en los teatros ni en los centros comerciales, donde la gente sale a pasear como antes lo hacía en las alamedas o en las plazas públicas. Hay tanto tanto que no hay nada y todo es tan "ya" que no divierte ni entretiene ni distrae.
Existen, para la diversión del paladar, cocinas típicas de todas las regiones del país y para el gusto internacional también. No hay que esperar fechas ni recorrer distancias trasatlánticas para probar la comida navideña o la comida japonesa. No hay que ir hasta el viejo continente para ver una pieza en el desenlace de un pasillo de un museo riquísimo. Todo está en la pantalla: podemos quedarnos contemplando durante horas un cuadro sin que una manada de turistas nos fuerce a seguir avanzando al trote de los guías que conducen a la salida. El repertorio entero de lo sincrónico y lo diacrónico lo tenemos a la mano y, claro, lo divertido no divierte, o dicho de otro modo (para que asome el sentido literal de la frase): lo diverso no diversifica. El que todo esté aquí y ahora hace que todo sea uno y lo mismo.
Qué paradoja, pero la diversidad se ha vuelto monótona, lo múltiple uno, lo muchísimo nada. Y estamos tan llenos que hemos quedado huecos. Habría que ayunar para recuperar el apetito. Habría que encerrarnos para que nos gritaran los caminos. Habría que exiliarnos a la oscuridad para que la luz y los colores volvieran a brillar. El binomio presencia-ausencia (está-no está) alterna tan de prisa ante nosotros que ya sólo captamos una saturada presencia continua. En este derrotero, como en tantos otros, también nos equivocamos: creímos que para conjurar el aburrimiento la solución estaba en proponer entretenimientos, y se han puesto y propuesto tantos que se rompió la estructura dialéctica.
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@oscardelaborbol
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