Los brasileños otorgaron a Luiz Inácio Lula da Silva una estrecha victoria en unas elecciones presidenciales sumamente reñidas, dándole al expresidente izquierdista otra oportunidad para gobernar y rechazando las políticas ultraderechistas del mandatario Jair Bolsonaro.
Por Mauricio Savarese
SAO PAULO (AP).— Hace cuatro años, la reputación y el futuro político de Luiz Inácio Lula da Silva estaban en ruinas. Tras un improbable ascenso desde la pobreza para llegar a líder sindical y Presidente de Brasil, el hombre conocido de forma universal como Lula acabó en prisión.
El domingo, en un nuevo giro, los votantes brasileños le eligieron por el margen más estrecho para liderar de nuevo la cuarta democracia más grande del mundo. Su legado también estará en juego.
“Me considero un ciudadano que ha tenido un proceso de resurrección en la política brasileña, pues intentaron enterrarme vivo”, dijo Lula en un discurso el domingo por la noche después de que los resultados confirmaran su tercera victoria electoral. “Estoy aquí para gobernar en una situación muy difícil. Pero tengo fe en Dios de que, con ayuda de nuestro pueblo, encontraremos una salida para este país”.
La vida de Lula se ha desarrollado de una forma tan extraordinaria que cuesta creerla.
Su familia se mudó desde la pobre región nororiental de Brasil al estado de Sao Paulo en busca de una vida mejor, siguiendo a su padre, que había viajado al sur unos años antes. Pero al llegar descubrieron que se había asentado con otra mujer. La madre de Lula se quedó sola para criar ocho hijos, de los que Lula era el menor.
Como necesitaba dinero, se convirtió en obrero metalúrgico a los 14 años en las afueras industriales de la metrópolis. Era un trabajo físico que le costó el meñique izquierdo. Se convirtió en líder sindical en una era en la que la fuerza de trabajo manufacturera aún era enorme en Brasil, lo que suponía influencia política. Se presentó a la Presidencia por primera vez en 1989, pero perdió, al igual que en sus dos siguientes intentos.
Por fin, en 2002, ganó y se convirtió en el primer obrero en asumir el Gobierno del país. Fue reelegido cuatro años más tarde ante su rival Geraldo Alckmin, que este año se convirtió en su compañero de fórmula.
Las exportaciones de materias primas a China crecían, lo que llenaba las arcas del Gobierno, y un enorme programa de prestaciones sociales sacó a decenas de millones de brasileños de la pobreza. Lula dejó el cargo con una tasa de aprobación superior al 80 por ciento, y el entonces Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, le describió como “el político más popular sobre la Tierra”. La sucesora que había elegido, Dilma Rousseff, fue elegida en 2014.
Pero en el segundo mandato de Rousseff, una enorme investigación de corrupción se extendió para llevar las sospechas sobre políticos y empresarios por igual. Su Gobierno, al igual que Lula y el resto del Partido de los Trabajadores que él fundó, cayeron en desgracia.
Las revelaciones de sobornos sistemáticos a cambio de contratos gubernamentales se vieron seguidas por una profunda recesión de dos años que muchos atribuyeron a la política económica de Rousseff, y que disparó el resentimiento hacia el Partido de los Trabajadores. La mandataria fue destituida en 2016 por incumplir las normas de responsabilidad fiscal en su gestión del presupuesto federal.
Entonces, el expresidente fue condenado por corrupción y lavado de dinero y confinado a una celda de 15 metros cuadrados (160 pies cuadrados) en el cuarto piso de un edificio de la Policía Federal en la ciudad sureña de Curitiba. Eso le apartó de la campaña presidencial de 2018 y despejó el camino para Jair Bolsonaro, entonces un legislador en el extremo del espectro político, pero que ganó con facilidad. El legado político de Lula estaba hecho pedazos.
Su vida personal también se desmoronó. Su esposa murió, algo que él atribuyó en su momento a la presión causada por la investigación.
Poco a poco, llegó la esperanza. Empezó a intercambiar cartas de amor con una mujer llamada Rosângela da Silva, apodada Janja. Su relación floreció gracias al entonces abogado de Lula, Luis Carlos Rocha, que le visitaba todos los días laborables.
Rocha hizo de mensajero fiel y ocultaba las misivas de Janja en el bolsillo de la chaqueta, donde los guardias no miraban. Dijo a The Associated Press que con cada sobre de colores que entregaba, veía iluminarse el rostro de Lula.
“Dios mediante, un día publicaremos (las cartas)”, dijo Lula en un mitin en septiembre. “Pero sólo para mayores de 18 años”.
El Supremo Tribunal Federal también empezó a revisar la legalidad de sus condenas, que finalmente fueron anuladas con el argumento de que el Juez federal que presidió el caso no había sido imparcial y conspiró con la Fiscalía.
Después de 580 días encarcelado, Lula era un hombre libre. Libre para casarse con su novia y libre para presentarse a las elecciones. Eso no impidió al actual mandatario, Bolsonaro, que buscaba un segundo mandato, recordar a los votantes las condenas de Lula a cualquier oportunidad, y advertir que elegirle sería como permitir que un ladrón regresara a la escena del crimen.
Eso reavivó el sentimiento latente contra el Partido de los Trabajadores, y el hecho de que muchos brasileños aún ven con desprecio a Lula es un motivo crucial por el que el duelo entre los dos titanes políticos se hizo aún más reñido.
Al final, la diferencia fue mínima. Lula ganó sus terceras elecciones con el 50.9 por ciento de los votos. Fueron los comicios más ajustados desde que Brasil reinstauró la democracia hace más de tres décadas.
Durante su discurso de victoria, Janja estaba a su lado, como estuvo durante su campaña. Ella lloraba sobrepasada por la emoción. Y no era la única.
“Lloré cuando le encarcelaron. Ahora lloro porque devolverá a Brasil a la normalidad. Él puede hacerlo, tiene el carisma para hacerlo”, dijo Claudia Marcos, historiadora de 56 años que se sumó a las miles de personas que celebraban la victoria del izquierdista en el principal bulevar de Sao Paulo. “Es nuestro fénix. El presidente más importante en la historia de Brasil”.
En la sede de su partido, Lula leyó el domingo un largo discurso escrito con cuidado y que prometía unir a Brasil. En busca de la redención, enfrentará un entorno mucho más desafiante —económica y políticamente— que el que vivió durante su más reciente periodo en la presidencia. Asumirá el cargo el 1 de enero y ha dicho que no buscará la reelección. Eso implica que este mandato presidencial podría ser su acto final.
“Lo que hace a alguien viejo no es el número de años. Lo que te hace viejo es la falta de una causa”, dijo Lula, que cumplió 77 años tres días antes de la votación. “Brasil es mi causa. El pueblo brasileño es mi causa”.