LECTURAS | Una historia de codicia, terror y heroísmo: “El fantasma del rey Leopoldo”

31/03/2018 - 12:03 am

El fantasma del rey Leopoldo es un relato rico y perturbador sobre una de las mayores barbaries jamás cometidas.

Ciudad de México, 31 de marzo (SinEmbargo).- El fantasma del rey Leopoldo relata como a finales del siglo XIX, cuando las potencias europeas se repartían África a golpe de escuadra, el rey  Lepoldo de Bélgica llevó a cabo un brutal saqueo del territorio que rodeaba el río Congo. Provocó la muerte de diez millones de personas mientras cultivaba, irónicamente, su fama de monarca humanitario.

El fantasma del rey Leopoldo es un relato rico y perturbador: es la descripción de un megalómano de proporciones monstruosas; y es también el retrato conmovedor de quienes desafiaron a Leopoldo, los dirigentes rebeldes africanos que lucharon a la desesperada y un puñado de valientes misioneros, viajeros y jóvenes idealistas que fueron a África en busca de trabajo o aventura y que acabaron siendo testigos de un genocidio.

Un libro sobre la tragedia del Congo. Foto: Especial

Fragmento del libro El fantasma del rey Leopoldo, de Adam Hochschild, por cortesía de MalPaso

Es una gran injusticia histórica que Leopoldo II, el rey de los belgas que murió en 1909, no figure, con Hitler y Stalin, como uno de los criminales políticos más sanguinarios del siglo XX. Porque lo que hizo en África, durante los veintiún años que duró el llamado Estado Independiente del Congo (1885 a 1906) fraguado por él, equivale, en salvajismo genocida e inhumanidad, a los horrores del Holocausto y del Gulag. A quienes creen que exagero, y al resto del mundo, ruego que lean a Nearl Ascherson (The King Incorporated: Leopold the Second in the Age of Trusts) o un libro más reciente, publicado en Estados Unidos el año pasado y que un feliz azar puso en mis manos, El fantasma del rey Leopoldo, de Adam Hochschild. Así tendrán una noción muy concreta y gráfica de los estragos del colonialismo y serán más comprensivos cuando se escandalicen con la anarquía crónica y los galimatías políticos en que se debaten buen número de repúblicas africanas.

En el curso de un viaje en avión, el historiador Adam Hochschild se encontró con una cita de Mark Twain en la que el autor de Las aventuras de Huckleberry Finn aseguraba que el régimen impuesto por Leopoldo II al Estado Independiente del Congo había exterminado entre cinco y ocho millones de nativos. Picado de curiosidad y cierto espanto, inició una investigación que, muchos años después, ha culminado en este notable documento sobre la crueldad y la codicia que impulsaron la aventura colonial europea en África, y cuyos datos y comprobaciones enriquecen extraordinariamente la lectura de la obra maestra de Conrad, El corazón de las tinieblas, que ocurre en aquellos parajes y, justamente, en la época en que la Compañía belga de Leopoldo perpetraba sus peores vesanias. La clásica interpretación de Kurtz era la del hombre de la civilización al que un entorno bárbaro barbariza; en verdad, Kurtz encarna al civilizado que, por espíritu de lucro, abjura de los valores que dice profesar y, amparado en sus mejores conocimientos y técnicas guerreras, explota, subyuga, esclaviza y animaliza a quienes no pueden defenderse. Según Adam Hochschild, el modelo que tuvo en mente Conrad para el enloquecido Mr. Kurtz fue uno de los peores agentes coloniales de la Compañía del rey belga, un tal capitán Rom, que, como el héroe de la novela, tenía su cabaña congolesa cercada por calaveras de nativos clavadas en estacas.

Leopoldo fue una inmundicia humana; pero una inmundicia culta, inteligente y, desde luego, creativa. Planeó su operación congolesa como una gran empresa económica-política, destinada a hacer de él un monarca que, al mismo tiempo, sería un poderosísimo hombre de negocios internacional, dotado de una fortuna y una estructura industrial y comercial tan vasta que le permitiría influir en la vida política y en el desarrollo del resto del mundo. Su colonia centroafricana, el Congo, una extensión de tierra tan grande como media Europa occidental, fue su propiedad particular hasta 1906, en que la presión combinada de varios gobiernos y de una opinión pública alertada sobre sus monstruosos crímenes lo obligó a cederla al Estado belga.

Fue, también, un astuto estratega de las relaciones públicas, que invirtió importantes sumas comprando periodistas, políticos, funcionarios, militares, cabilderos, religiosos de tres continentes, para edificar una gigantesca cortina de humo encaminada a hacer creer al mundo entero que su aventura congolesa tenía una finalidad humanitaria y cristiana: salvar a los congoleses de los traficantes árabes de esclavos que invadían y saqueaban sus aldeas. Bajo su patrocinio, se organizaron conferencias y congresos, a los que acudían intelectuales —algunos mercenarios sin escrúpulos y otros ingenuos o tontos— y muchos curas, para discutir sobre los métodos más funcionales de llevar la civilización y el Evangelio a los caníbales de África. Durante buen número de años, esta propaganda goebbelsiana tuvo efecto. Leopoldo II fue condecorado, bañado en incienso religioso y periodístico, y considerado un redentor de los negros.

Detrás de esa formidable impostura, la realidad era esta. Millones de congoleses eran sometidos a una explotación inicua a fin de que cumplieran con las cuotas que la Compañía fijaba a las aldeas, las familias y los individuos en la extracción del caucho y las entregas del marfil y la resina de copal. La Compañía tenía una organización militar y carecía de miramientos con sus trabajadores, es decir, todos los hombres, mujeres y niños afincados en su territorio, a quienes, en comparación con el régimen al que estaban sometidos ahora, los antiguos “negreros” árabes debieron de parecerles angelicales. Aquí se trabajaba sin horarios ni compensaciones, en razón del puro terror a la mutilación y el asesinato, que eran moneda corriente. Los castigos, psicológicos y físicos, alcanzaron un refinamiento medieval; a quien no cumplía con las cuotas se le cortaba la mano o el pie. Las aldeas morosas eran exterminadas y quemadas en expediciones punitivas que mantenían sobrecogidas a las poblaciones, con lo cual se frenaban las fugas y los intentos de insumisión. Para que el sometimiento de las familias fuera completo, la Compañía (en verdad era una sola, aunque simulaba ser una maraña de empresas independientes) mantenía secuestrada a la madre o a alguno de los niños. Como esta empresa apenas tenía gastos de mantenimiento —no pagaba salarios, su único desembolso consistía en armar a los bandidos uniformados que mantenían el orden—, sus ganancias fueron fabulosas. Leopoldo llegó, como se proponía, a ser uno de los hombres más ricos del mundo. Adam Hochschild calcula, de una manera absolutamente persuasiva, que la población congolesa fue reducida a la mitad en los veintiún años que duraron los desafueros de Leopoldo II. Cuando la colonia pasó al Estado belga, en 1906, aunque siguieron perpetrándose muchos crímenes y continuó la explotación sin misericordia de los nativos, la situación de estos se alivió de manera considerable. No es imposible que, de continuar aquel sistema, hubieran llegado a extinguirse.

El estudio de Hochschild muestra que con ser tan vertiginosamente horrendos los crímenes y torturas infligidos a los nativos, acaso el daño más profundo y durable que se les hizo consistió en la destrucción de sus instituciones, de sus sistemas de relación, de sus usos y tradiciones, de su dignidad más elemental. No es de extrañar que, cuando sesenta años más tarde Bélgica concediera la independencia al Congo, en 1960, aquella excolonia, en la que la potencia colonizadora no había sido capaz de producir en casi un siglo de pillaje y saqueo ni siquiera un puñado de profesionales entre la población nativa, cayera en la behetría y la Guerra Civil. Y, al final, se apoderara de ella el general Mobutu, un sátrapa vesánico, digno heredero de Leopoldo II por lo menos en la voracidad codiciosa.

Pero no solo hay criminales y víctimas en El fantasma del rey Leopoldo. Hay, también, por fortuna para la especie humana, seres que la redimen, como los pastores negros norteamericanos George Washington Williams y William Sheppard, que, al descubrir la descomunal impostura, fueron de los primeros en denunciar al mundo la terrible realidad en África Central. Pero quienes, a base de una audacia y perseverancia formidables, consiguieron movilizar a la opinión pública internacional en contra de las carnicerías congolesas de Leopoldo II, fueron un irlandés, Roger Casament, y el belga Morel. Ambos merecerían los honores de una gran novela. El primero fue, durante un tiempo, vicecónsul británico del Congo, y desde allí inundó el Foreign Office con informes lapidarios sobre lo que ocurría. Al mismo tiempo, en la aduana de Amberes, Morel, espíritu inquieto y justiciero, se ponía a estudiar, con creciente recelo, las cargas que partían hacia el Congo y las que procedían de allí. ¿Qué extraño comercio era este? Hacia el Congo partían sobre todo rifles, municiones, látigos, machetes y baratijas sin valor mercantil. De allá, en cambio, desembarcaban valiosos cargamentos de goma, marfil y resina de copal. ¿Se podía tomar en serio aquella propaganda frenética según la cual gracias a Leopoldo II se había creado una zona de libre comercio en el corazón del África que traería el progreso y la libertad a todos los africanos?

Morel no solo era un hombre justo y perspicaz. Era, también, un comunicador fuera de serie. Enterado de la siniestra verdad, se las arregló para hacerla conocer a sus contemporáneos, burlando con ingenio ilimitado las barreras que la intimidación, los sobornos y la censura mantenían en torno a los asuntos del Congo. Sus análisis y artículos sobre la indescriptible explotación a que eran sometidos los congoleses y la depredación social y económica que de ello resultaba fue poco a poco imponiéndose hasta generar una movilización que Hochschild considera el primer gran movimiento a favor de los derechos humanos en el siglo XX. Gracias a la Asociación para la Reforma del Congo que Morel y Casament fundaron, la aureola mítica fraguada en torno a Leopoldo II como el civilizador fue desapareciendo hasta ser reemplazada por la más justa de un despreciable genocida. Sin embargo, por uno de esos misterios que convendría esclarecer, lo que todo ser humano medianamente informado sabía sobre él y su negra aventura congolesa en 1909, cuando Leopoldo II murió, hoy en día se ha eclipsado de la memoria pública. Y ya nadie se acuerda de él como lo que en verdad fue. En su país, ha pasado a la anodina condición de momia inofensiva, que figura en los libros de historia, tiene buen número de estatuas, un museo propio, pero nada que recuerde que él solo derramó más sangre y causó más destrozos y sufrimiento en África que todos los cataclismos naturales, dictaduras y guerras civiles que desde entonces ha padecido ese infeliz continente. ¿Cómo explicarlo? Tal vez no solo la pintura, sino también la historia tenga un irresistible sesgo surrealista en el país de Ensor, Magritte y Delvaux.

MARIO VARGAS LLOSA

INTRODUCCIÓN

Los comienzos de esta historia se sitúan en un pasado lejano y sus ecos resuenan aún hoy. Pero, para mí, uno de sus momentos centrales y fulgurantes, un momento que arroja su luz sobre muchas décadas antes y después, es el destello de reconocimiento moral experimentado por un joven.

Corría el año 1897 o 1898. Intentemos imaginarnos a aquel hombre vigoroso y fornido, en mitad de la veintena, con un bigote de guías levantadas, bajando ligero de un barco de vapor. Es una persona segura y bien hablada, pero su acento británico no posee el lustre de Eton o de Oxford. Va bien vestido, pero no ha comprado sus ropas en Bond Street. Con una madre enferma, una mujer y una familia cada vez más numerosa a la que sostener, no es el tipo de persona proclive a dejarse atrapar por una causa idealista. Sus ideas son perfectamente convencionales. Parece —y lo es— un hombre de negocios sensato y respetable de la cabeza a los pies.

Edmund Dene Morel trabaja como empleado de confianza en una compañía naviera de Liverpool. Una filial de la empresa tiene el monopolio del transporte de carga procedente y destinado al Estado Independiente del Congo, según el nombre con que se conocía entonces el inmenso territorio del África Central, que era la única colonia del mundo reivindicada por un solo hombre. Ese hombre es el rey Leopoldo II de Bélgica, un soberano muy admirado en toda Europa como monarca «filántropo». Leopoldo ha acogido gustoso la llegada de misioneros cristianos a su nueva colonia; se dice que sus tropas han combatido y derrotado a traficantes de esclavos que explotaban a la población; y, durante más de una década, los periódicos europeos le han elogiado por invertir su fortuna personal en obras públicas en beneficio de los africanos. Como Morel habla un francés fluido, su empresa lo manda a Bélgica cada pocas semanas para supervisar la carga y descarga de los buques de la línea del Congo. Aunque los empleados con quienes trabaja se han ocupado de ese tráfico marítimo durante años sin pensar en nada más, Morel comienza a darse cuenta de algunas cosas que le desconciertan. En los muelles del gran puerto de Amberes ve cómo los barcos de su compañía llegan repletos de valiosos cargamentos de caucho y marfil hasta los cuarteles de las escotillas. Pero cuando sueltan amarras para poner rumbo al Congo, mientras las bandas militares tocan sobre el muelle y unos jóvenes impacientes uniformados se alinean a lo largo de la regala, lo que transportan es, sobre todo, oficiales del ejército, armas de fuego y munición. No hay allí tráfico de mercancías. Lo que se manda a cambio del caucho y el marfil es poco o nada. Al observar cómo fluyen esas riquezas a Europa sin que en compensación se envíe a África casi ningún bien, Morel constata que la única explicación posible de su origen es el trabajo esclavo.

Al enfrentarse con el mal cara a cara, Morel no le dará la espalda desentendiéndose; al contrario, las cosas que ha visto determinarán el curso de su vida y el de un extraordinario movimiento, el primer gran movimiento internacional del siglo XX en defensa de los derechos humanos. Raras veces ha conseguido una persona —apasionada, elocuente, favorecida como él, con excelentes dotes organizativas y una energía casi sobrehumana— colocar casi a solas un asunto en las primeras páginas de la prensa mundial durante más de una década. Tan solo unos pocos años después de haber estado en los muelles de Amberes, Edmund Morel visitaría la Casa Blanca e insistiría al presidente Theodore Roosevelt sobre la especial responsabilidad de Estados Unidos para hacer algo en relación con el Congo. Organizaría delegaciones al Ministerio de Asuntos Exteriores británico. Movilizaría a todo el mundo, desde Broker E. Washington a Anatole France y el arzobispo de Canterbury para que se uniesen a su causa. En Estados Unidos se llegarían a celebrar más de doscientos mítines masivos para protestar contra el trabajo esclavo en el Congo. En Inglaterra, un número de concentraciones aún mayor —casi trescientas al año en el momento culminante de la cruzada— reuniría hasta cinco mil personas a la vez. En Londres, once lores, diecinueve obispos, setenta y seis miembros del Parlamento, los presidentes de siete cámaras de comercio, trece directores de periódicos importantes y todos los alcaldes de las principales ciudades del país firmarían una carta de protesta sobre el Congo enviada al Times.  En países tan lejanos como Australia se pronunciarían discursos sobre los horrores del Congo del rey Leopoldo. En Italia, dos hombres se batirían en duelo por esta cuestión. El ministro de Asuntos Exteriores británico, Sir Edward Grey, persona nada dispuesta a la exageración, declararía: “Ningún asunto externo ha conmovido con tanta fuerza y vehemencia al país en los últimos treinta años, por lo menos”.

La historia aquí narrada es la de aquel movimiento, la del salvaje crimen objeto de su crítica, el largo periodo de exploración y conquista que lo precedió, y cómo ha olvidado el mundo una de las grandes matanzas masivas de la historia reciente.

Hace unos pocos años me fijé en una nota a pie de página de un libro que casualmente estaba leyendo; hasta entonces no sabía casi nada acerca de la historia del Congo. Suele ocurrir que cuando nos topamos con algo especialmente llamativo, recordamos con precisión dónde nos encontrábamos al leerlo. En aquel caso ocupaba a altas horas de la noche, rígido y cansado, uno de los asientos traseros de un avión de pasajeros que cruzaba Estados Unidos de este a oeste.

La nota aludía a una cita de Mark Twain escrita, según se decía allí, cuando formaba parte del movimiento internacional contra el trabajo esclavo en el Congo, práctica que había costado de cinco a ocho millones de vidas. ¿Un movimiento internacional? ¿De cinco a ocho millones de vidas?

Las estadísticas sobre asesinatos masivos suelen ser difíciles de probar. Pero si aquella cifra se elevaba incluso a la mitad, pensé, el Congo debía de haber sido uno de los mayores campos de muerte de la Edad Contemporánea. ¿Por qué no se mencionaban esas muertes en la letanía normal de los horrores de nuestro siglo? ¿Y por qué no había oído hablar nunca de ellas? Llevaba años escribiendo sobre derechos humanos, y en mi media docena de viajes a África había estado en el Congo en una ocasión.

Había realizado aquella visita en 1961. En un piso de Leopoldville oí a un hombre de la CIA, que había bebido demasiado, describir satisfecho el lugar y el momento exactos en que había sido asesinado unos pocos meses antes el primer ministro Patricio Lumumba, la primera persona del país que ocupó ese cargo. El miembro de la CIA daba por supuesto que todo norteamericano, incluso un estudiante de visita como yo, compartiría su alivio por el asesinato de un hombre considerado por el gobierno de Estados Unidos un peligroso agitador izquierdista. Uno o dos días después salí del país por la mañana temprano cruzando el río Congo en un transbordador; en mi cabeza resonaba todavía aquella conversación mientras el Sol se alzaba sobre las olas y el agua oscura y tersa batía el casco del barco.

Mi hallazgo de la nota al pie de página se produjo décadas más tarde, y con ella descubrí mi ignorancia sobre la temprana historia del Congo. Luego, me vino a la memoria que, no obstante, al igual que millones de otras personas, había leído algo sobre aquel tiempo y aquel lugar: El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Pero los apuntes de clase tomados en la universidad acerca de la novela, con los comentarios sobre connotaciones freudianas, ecos míticos y mirada interior garabateados en ellos, me habían llevado a catalogar mentalmente el libro como ficción y no como realidad.

Comencé a ampliar mis lecturas. Cuanto más investigaba, más claro me resultaba que el Congo de hacía un siglo había conocido, de hecho, una mortandad de las dimensiones del Holocausto nazi. Al mismo tiempo, me sentí inesperadamente absorbido por los extraordinarios personajes que habían poblado esta parcela de la historia. Aunque fuera el iniciador del movimiento, Edmund Dene Morel no fue la primera persona ajena al país que vio en su verdadera realidad el Congo del rey Leopoldo y se esforzó por atraer la atención del mundo hacia aquel territorio. El papel de pionero había sido interpretado por George Washington Williams, un norteamericano negro, periodista e historiador, que a diferencia de cualquier otro antes de él, entrevistó a gente africana sobre su experiencia con sus conquistadores blancos. Otro negro norteamericano, William Sheppard, describió una escena presenciada por él en la selva que se grabaría en la conciencia del mundo como símbolo de la brutalidad colonial. Hubo así mismo otros héroes; uno de los más valerosos acabó su vida en Londres colgado de la horca. Luego, por supuesto, un joven capitán de barco, Joseph Conrad, navegó hasta el centro de la historia esperando encontrar el África exótica de su niñez y hallando, en cambio, lo que denominaría “la porfía más vil y atropellada por un botín que habría de deformar la historia de la conciencia humana”.Y difusa y amenazadora, por encima de todos, aparece la figura del rey Leopoldo II, un hombre tan lleno de codicia y astucia, doblez y encantos, como cualquiera de los villanos más complejos de Shakespeare.

Mientras seguía las vidas cruzadas de esos hombres, constaté algo más sobre el terror en el Congo y la controversia de que acabó siendo objeto. Fue el primer gran escándalo internacional por una atrocidad en la era del telégrafo y la cámara fotográfica. Con su mezcla de derramamiento de sangre a escala industrial, realeza y sexo, el poder de la fama y las campañas rivales emprendidas por grupos de presión y medios de comunicación que sacudieron con violencia a media docena de países a ambas orillas del Atlántico tuvo un aire sorprendentemente próximo a nuestros tiempos. Además, a diferencia de otros grandes depredadores de la historia, de Gengis Kan a los conquistadores españoles, el rey Leopoldo II no vio nunca una gota de sangre derramada en un arrebato de furia. Nunca puso un pie en el Congo. En ello hay, igualmente, algo muy moderno, como en el caso del piloto de un bombardero que vuela en la estratosfera, por encima de las nubes, y jamás oye gritos ni ve hogares destrozados o carne desgarrada.

Aunque Europa ha olvidado hace tiempo a las víctimas del Congo del rey Leopoldo, pude hallar un amplio repertorio de material bruto para trabajar en la reconstrucción de su destino: memorias del Congo escritas por exploradores, capitanes de barcos y militares; registros de las misiones; informes de investigaciones del gobierno; y aquellos fenómenos peculiarmente victorianos que son los relatos de caballeros (y, a veces, damas) “viajeros”. La época victoriana fue una edad de oro de las cartas y los diarios; a menudo parece como si todos los visitantes o funcionarios destinados al Congo llevaran un voluminoso diario y dedicaran sus noches a escribir cartas a casa desde la orilla del río.

Uno de los problemas es, por supuesto, que casi todo este anchuroso río de palabras se debe a europeos o norteamericanos. Cuando los europeos llegaron por primera vez al Congo, no había en el país una lengua escrita, lo cual dio un sesgo inevitable al modo en que se registró la historia. Disponemos de docenas de memorias escritas por los funcionarios blancos del territorio; conocemos, a veces con una frecuencia diaria, las opiniones cambiantes de personas clave del Ministerio de Asuntos Exteriores británico. Pero no tenemos un recuerdo a largo plazo ni una historia oral completa de un solo congoleño durante el periodo de máximo terror. El silencio ocupa en gran parte el lugar de las voces africanas de aquel tiempo. Y, sin embargo, mientras me engolfaba en ese material, vi hasta qué punto era revelador. Los hombres que se adueñaron del Congo pregonaron a menudo sus matanzas, alardeando de ellas en libros y artículos de prensa. Algunos llevaron diarios sorprendentemente francos que mostraban mucho más de lo pretendido por sus autores, como ocurrió también con un voluminoso y explícito libro de instrucciones para funcionarios coloniales. Por otra parte, algunos oficiales del ejército privado que ocupó el Congo llegaron a sentirse culpables de la sangre que manchaba sus manos. Su testimonio y los documentos que sacaron de forma clandestina contribuyeron a avivar el movimiento de protesta. El silencio no es total ni siquiera entre los africanos brutalmente eliminados. Aún podemos ver y oír algunos de sus actos y sus voces, a pesar de llegarnos filtrados a través de los relatos de los conquistadores.

Lo peor del derramamiento de sangre en el Congo ocurrió entre 1890 y 1910, pero sus orígenes se sitúan mucho antes, cuando europeos y africanos se encontraron por vez primera. Así pues, para llegar a las fuentes de nuestra historia, debemos retroceder más de quinientos años, hasta el momento en que un capitán de barco vio cómo el océano cambiaba de color y un rey tuvo noticias de una extraña aparición surgida de las entrañas de la tierra.

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