Jorge Javier Romero Vadillo
22/09/2016 - 12:00 am
El clero, de vuelta a 1925
Hace falta una nueva historia de aquella rebelión, que ponga en su justa dimensión el papel de la jerarquía eclesiástica y del Vaticano, que declaró la invalidez de la Constitución mexicana entonces y que suspendió los cultos religiosos –no fue Calles quien cerró las iglesias, sino el mismo episcopado mexicano por instrucciones del Roma–, sin ocultar los excesos del jacobinismo revolucionario.
Cuando creíamos que las batallas sociales y políticas a librar en el siglo XXI mexicano eran las de la construcción de un Estado democrático y social de derechos, con un fuerte fundamento en una legalidad desarrollada para la equidad en la diversidad, resulta que es necesario volver a pelear por lo que pensábamos resuelto desde el siglo XIX –la existencia de un Estado laico– o desde la consolidación del régimen del PRI antes de la mitad del siglo XX –la capacidad de la organización estatal para reducir eficazmente la violencia autónoma y el bandidaje–.
Respecto a la primera de esas causas, veo con azoro la foto en una serie de las 20 mejores imágenes de la semana publicadas por el diario británico The Guardian. Durante los entrenamientos para el desfile del 16 de septiembre, un grupo de soldados forma con escudos la imagen de la virgen de Guadalupe. Un batallón de soldados que hace ostentación de un símbolo religioso en una ceremonia cívica, lo mismo que sus comandantes que lo dispusieron o permitieron, está violando el principio de laicidad establecido en el artículo 40 de la Constitución de la República y que irradia a todo el ordenamiento jurídico nacional.
La imagen es simbólica: en lugar de emular a los chinacos liberales o a los soldados federales que dieron su vida en defensa del orden constitucional contra la sublevación azuzada por la jerarquía eclesiástica de la década de 1920, los soldados del desfilen imitan gráficamente a los cristeros movidos por el fanatismo que fueron conducidos a la muerte por la irresponsabilidad de la curia, por más que ahora le traten de lavar la cara a su rebelión como una guerra por las libertades religiosas.
La guerra cristera de hace noventa años la impulsó la Iglesia contra la educación laica impulsada en el campo mexicano por la revolución. Si bien los gobiernos revolucionarios cometieron excesos en su celo anticlerical, sobre todo en señalados casos locales, el mito de una revuelta contra la opresión atea oculta el hecho de que en muchos casos los campesinos sublevados fueron incitados por terratenientes con la intención de frenar el reparto de tierras en ciernes y que la causa central del levantamiento fue el despliegue del Estado laico y su sistema educativo en zonas hasta entonces olvidadas en las que la Iglesia católica seguía teniendo
Hace falta una nueva historia de aquella rebelión, que ponga en su justa dimensión el papel de la jerarquía eclesiástica y del Vaticano, que declaró la invalidez de la Constitución mexicana entonces y que suspendió los cultos religiosos –no fue Calles quien cerró las iglesias, sino el mismo episcopado mexicano por instrucciones del Roma–, sin ocultar los excesos del jacobinismo revolucionario. Hasta ahora, la única visión seria de ese conflicto es la elaborada por Jean Meyer hace más de cuatro décadas y que, sin negar su valor historiográfico, tiene un claro sesgo marcado por la religión del autor. En los tiempos de su publicación fue un refresco frente a la versión oficial, también sesgada, pero hoy necesita ser revisada, para poner al día la interpretación de este hecho histórico en el que la jerarquía eclesiástica tuvo una responsabilidad criminal.
Si bien hoy el clero no está convocando a la rebelión armada, siempre con el estilo hipócrita de quien tira la piedra y esconde la mano, sí se le ve envalentonado y dispuesto a retar el avance de la legalidad laica con el pretexto, al igual que en 1925, de que esta atenta contra la libertad religiosa y contra los valores tradicionales de la sociedad mexicana. Usa sus redes organizativas y su influencia para impulsar marchas contra la ampliación de derechos, con el pretexto de la defensa de unos valores tradicionales que en manera alguna están amenazados por otra cosa que no sea la realidad de una sociedad cambiante en su complejidad, en su información y en sus reclamos de mayores libertades.
La Iglesia católica clama hoy por recuperar el brazo del Estado para imponerle a toda la sociedad una moral particular que no puede ya difundir por medio del convencimiento. Ante el avance del secularismo, pretende que se legisle para recuperar su monopolio ideológico. Es la curia la que quiere imponer la restricción de derechos, no quienes buscan que se reconozcan los propios.
Si el tema del matrimonio igualitario es grave, la andanada contra la educación sexual es criminal, pues se vuelve cómplice no solo de la destrucción de la vida de millones de mujeres adolescentes condenadas a una maternidad prematura, al abandono escolar y a la disminución de sus expectativas de mejora económica, sino también de la diseminación de enfermedades de transmisión sexual potencialmente mortales o de graves consecuencias para la salud de sus portadores. Desde luego, según los curas y sus corifeos, lo que se debe promover es la abstinencia sexual, no el conocimiento pleno del propio cuerpo, pues ello puede conducir a la concupiscencia de la carne.
Nadie le impide ni a los curas –ellos que tantas muestras dan de continencia sexual– ni a las pías madres de familia que llaman a la mutilación de los textos, que promuevan la abstinencia entre su grey y entre sus hijos. Sin embargo, la responsabilidad del Estado es con toda la sociedad y el principio de laicidad implica que la educación debe sustentarse en la evidencia, la cual demuestra que el deseo sexual es consubstancial a la adolescencia y que los llamados a la abstinencia tienen menos fuerza que los llamados a misa. Eliminar la educación sexual de los libros de texto sería un retroceso de consecuencias gravísimas, que México ya pagó cuando el gobierno, por temor a las amenazas levantiscas de la Iglesia –con la que había pactado la desobediencia de la ley para acabar con la guerra en 1929– canceló su programa de educación sexual en 1934 y aceptó la renuncia del entonces secretario de Educación Pública, Narciso Bassols.
Hoy, el secretario Aurelio Nuño trata de evitar el conflicto diciendo que nada se va a modificar en cuanto a educación sexual, que todo queda como está desde la década de 1990 y en los textos de 2010. Aturullado, el secretario de Educación no quiere menearle; demasiado tiene ya con el conflicto magisterial. Pero ceder en este terreno es seguir dejando pasar la imposición de una moral particular a una sociedad diversa y plural. La ética del laicismo parte del reconocimiento a la diversidad, pero implica la creación de un marco de convivencia común en la que el Estado no es mero actor pasivo, sino promotor del conocimiento basado en la evidencia y de la tolerancia sin discriminaciones. Habrá que seguir dando la batalla.
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