“Es que no cabe en el carro”, la primera vez que escuché ese pretexto para no darle un aventón a alguien fue en EE.UU. A lo cual, por supuesto, contraargumenté que sí cabíamos, que nos apretujábamos en el asiento de atrás y listo –sí, no sé cómo traduje “apretujábamos”, pero supongo que use algo de lenguaje corporal. Rigo, un compa de Mazatlán que también andaba por allá, apoyó la moción. Pero nuestros anfitriones primero se rieron condescendientemente.
Luego nos explicaron que eso era “ilegal”, que tendríamos muchos problemas si nos veía la policía. Ante nuestra cara de asombro, agregaron que el problema era que el carro era para cuatro personas, que sólo había cuatro cinturones de seguridad –Do you understand? Pero no, no entendíamos. Así que remataron con un “en México las cosas serán de otra forma, son un país tercermundista”.
Años después escuché el mismo tipo de explicación en Ciudad de México y me asombró igual o más pues mis amigos capitalinos cambiaron la frase final por “allá en provincia…” Luego la escuché en otras ciudades (Monterrey, Guadalajara, Puebla…) cada vez más chicas.
En cualquiera de los casos y desde de mi moral de rancho yo no podía ni puedo siquiera concebir que eso pueda ser una razón para dejar a alguien a pie; mejor dicho, para hacerle pasar la complicación de caminar dos o cinco kilómetros de un trayecto que se puede hacer en quince minutos en carro. Ya sé, seguro dirán que es por nuestro propio bien, por nuestra seguridad, que por eso son también las sillitas para niños, que por eso está prohibido llevar pasajeros en la caja de redilas de una camioneta, etcétera, etcétera. Pero pongamos un poco de perspectiva.
En su novela Las uvas de la ira, John Steinbeck retrata la migración de una familia –una de miles que tiene que dejar su rancho a causa de la tragedia ambiental y económica del llamado Dust Bowl—desde Oklahoma hasta California. Se van en una vagoneta Hudson Super Six. Ahí se apretujan todos, más de diez con todos sus cachivaches, y se lanzan a andar dos mil kilómetros de ese país primermundista que tenía a decenas de miles de personas, literalmente, muriéndose de hambre. Para que tenga una idea más clara del vehículo y cómo se arrepecharon, acá una liga a la imagen: http://www.hudson-amc.org.au/gallery/members-cars/pat&johns-1928/pat&jo1.jpg
Pero tal vez mencionar la peor tragedia humanitaria de América en tiempos de paz no sea necesario. Tal vez baste con que usted recuerde las idas al rancho del primo para una boda, la ida a una feria cercana (si es capitalino, recordará las ofertas por automóvil de Reino Aventura) o ese momento mágico del siglo XX donde su familia por fin pudo experimentar algo inédito siglos atrás: el viaje de vacaciones. ¿Cómo viajaban?
Viajábamos todos los que cabíamos, viajábamos todos. Nadie le iba a decir a su primo o a su vecino “usté no cabe” sino “ándele, súbase que ya nos vamos”.
Eso en lo que respecta a los viajes de recreo pero también en las mudanzas, ya fuera en el mismo pueblo o, como en Las uvas de la ira, de un pueblo a otro, del rancho a la ciudad. Y cuando tocaba un jale, una talacha como ir a ayudarle a un amigo a reparar el techo de su casa o a construir el cuartito extra allá donde su tío, pues también. Más aún si usted laboró de jornalero, yesero, electricista, albañil, pizcador y un largo etcétera, así le habrá tocado desplazarse: todos enchamarrados en la caja de la troca porque hay que salir temprano y hace fresco.
También, y de forma más regular, si usted iba a vender producto en tianguis, mercados o ferias: los niños dormidos sobre los costales de ropa (era una delicia, a mí me gustaba harto) o entre los huacales de frutas.
Todo eso sigue sucediendo. Pero cada vez se siente uno más como terrorista cuando lo hace. Sobre todo en las ciudades grandes donde, a la entrada de la carretera a la urbe, ya están prontos los oficiales de tránsito para expedirnos las multas y hasta prohibirnos el paso por nuestra propia seguridad. No, no es que estemos repitiendo con otras palabras esas hermosísimas leyes donde se prohibía la entrada de carretas, caballos y burros a las ciudades; o más antes, cuando por ley estaba prohibido entrar a las metrópolis “vestido de campesino” o, peor, “vestido de indio”. Tampoco porque se quiera privilegiar a los intermediarios en lugar de promover la interacción directa entre el productor y el consumidor.
Nada de eso, no sea usted malpensado, esto es porque es muy arriesgado viajar así y los oficiales y la ley están aquí para protegernos. ¡Claro!, porque si uno no viaja apretujado en la caja de una troca sino que lo hace en alguno de nuestros maravillosos sistemas de transporte colectivo, ahí sí que vamos todos muy seguros, todos con nuestro cinturón de seguridad bien abrochado, confiadísimos en el profesionalismo y capacitación de los choferes; si viajamos con nuestro chamaco menor de tres años, abundan las sillitas para infantes en cada camión, combi, pesero y vagón del metro de toda gran urbe, además de que tienen la mejor tecnología de punta; el espacio para colocar nuestros tiliches –eso que vamos a ir a vender, nuestras herramientas para el trabajo o las maletas del viaje- es amplio y seguro, nunca se sobrepasa el número de pasajeros máximo especificado y, es más, nunca nadie va de pie porque es peligrosísimo viajar sin el cinturón de seguridad puesto, ni mucho menos se ven ya esas terroríficas imágenes donde hay gente que va colgando de las puertas.
Entonces ya no le buiga, todas estas leyes son por nuestra seguridad, por temor a la igualdad social, porque ya casi casi somos un país primermundista, ¿por qué otra razón podrían ser?