“¿Quién de ustedes tiene una familia como ésa?” Era mi ejemplo preferido, porque era el mejor para explicar qué diablos es una construcción social. Así que en mis clases de filosofía de la ciencia solía dibujar en el pizarrón la imagen de la “familia” que aparecía en las comunicaciones ochenteras del sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) y hacer esa pregunta.
Al inicio –grupo tras grupo y año con año- todos los estudiantes respondían inmediatamente y la mayoría levantaba la mano, así que acotaba: “tiene que ser exactamente igual a esa imagen y vivir bajo el mismo techo”. Es decir, por si usted no la recuerda pues ha cambiado en los últimos años y ahora incluso varía de una oficina del DIF a otra, la “familia” tenía un papá, una mamá, un hijo y una hija: “la familia pequeña vive mejor”.
“¿Exactamente igual, profe?”
“Sí”, entonces varios bajaban la mano. Pero siempre era menester seguir explicando que “exactamente igual” implicaba que nadie más viviera en la misma casa, que no estuviera la abuelita, la tía, el primo del rancho, que no tuvieran más hermanos, que no fueran hijos únicos, que fueran hermano y hermana (sí, todas las familias con gemelos quedaban descartadas), que no hubiera fallecido el padre o la madre, que no fueran hijos de madres solas o padres solteros, que no vivieran con un tutor o algún otro pariente que no fueran sus padres, que ellos mismos siguieran viviendo en dicha casa (sí, todos los estudiantes foráneos ya tampoco vivían en una familia normal), que su padre –porque así lo especifica la imagen- fuera más alto que su madre y que el primogénito fuera el varón.
A pesar de toda la explicación, unos cuantos insistían en que su familia sí correspondía a la imagen. Entonces venían las preguntas directas:
“¿Cuántos hermanos tienes?”
“Tres, profe”.
“Entonces no corresponde”.
Al final sólo uno o dos, de entre treinta y tantos estudiantes, tenía una “familia normal” según el DIF.
Lo anterior sirve para mostrar dos asuntos. Por un lado, la idea de lo “normal” parte de la estadística y, sin entrar en tecnicismos, se entiende como una distribución donde la mayoría de casos de una muestra “caen” dentro de un rango acotado. Dicho de otra forma, la mayoría serán similares; y es por eso que muchas veces, sobre todo cuando se estudia algo cualitativo y no un continuo numérico, lo “normal” se identifica con la “moda”: el caso que más se repite. Así, según el DIF, la familia más común era precisamente la menos común.
Por otro lado, y más importante, la idea de lo “normal” pronto sale del ámbito estadístico (ya sea que atine o no a lo más común) y se inserta en el ámbito social desde una valoración moral: lo normal está bien, lo anormal está mal; lo normal es natural, lo anormal es contra natura. De ahí la reticencia de mis estudiantes, o de cualquier persona, para afirmar públicamente que su familia no es una familia normal. De hecho, lo que seguía de la clase tenía que pasar justo por este punto: “¡Oiga, profe, pero mi familia no está mal!” Y entonces hablar de cómo eran en realidad nuestras familias, con tías, tíos, primos hermanos, primos segundos, abuelos, tíos abuelos, madres solteras, dos o tres matrimonios bajo el mismo techo, etcétera. Preguntarnos las posibles razones que han llevado a nuestros burócratas y científicos sociales para enarbolar una idea de familia que prácticamente no existe y, por supuesto, para analizar las consecuencias prácticas de esto: el diseño de las casas (en los 80s, la mayoría de tres habitaciones y, ahora que muchas de las imágenes del DIF muestran sólo a un hijo y no a dos, de dos recámaras), el diseño de los automóviles y el transporte colectivo, las políticas de educación y becas, los sistemas de salud, las legislaciones penales, la consecuencia machista de vender una imagen donde el hombre siempre es más grande que la mujer (¿los chaparros estamos impedidos de tener una familia?, ¿no somos hombres?, ¿tenemos que casarnos por fuerza con alguien de menor estatura?), la idea de la progenitura masculina, etcétera.
Por supuesto, a lo anterior se pueden añadir otras formas de organización familiar, tanto desde una perspectiva histórica y cultural como atendiendo a lo que cualquier ciudadano puede ver en su entorno social presente. En cualquier caso queda claro que dicha idea de familia (o la que ahora muestra el Frente Nacional por la Familia: con tres hijos en lugar de dos) es sólo eso: una idea, un constructo social que sólo rara vez tiene correlación con la realidad.
¿Qué es lo que importa de esto?: que las ideas son poderosas, son lo que se usa para “justificar” la discriminación. El Estado Mexicano, como cualquier otro estado, debe atender y velar por los derechos de todos sus ciudadanos, los mismos derechos y las mismas obligaciones, no sólo de aquellos que correspondan a cierta idea obtusa de lo normal o lo natural. Así, la idea de familia que propone el Frente Nacional para la Familia no sólo es reducida, imaginaria y escueta sino que es una afrenta directa, un insulto, un discurso discriminatorio y de odio contra todos los mexicanos, o la inmensa mayoría, que no tenemos ni tendremos esa “familia” nunca.
(De hecho, puedo apostar que ni el 10% de los miembros del Frente tienen una familia “exactamente igual” a la de la imagen de su logo).