Jesús Robles Maloof
08/09/2016 - 12:00 am
Sonora migrante
El martes al atardecer reunidos en la punta del cerro de La Pila observábamos como el cielo enrojecía como incendiándose sobre la ciudad de Caborca, Sonora. Lo espectacular del momento hacía olvidar el esfuerzo invertido para llegar ahí, no tanto por la distancia como por el dolor que las púas y espinas de los cactus […]
El martes al atardecer reunidos en la punta del cerro de La Pila observábamos como el cielo enrojecía como incendiándose sobre la ciudad de Caborca, Sonora. Lo espectacular del momento hacía olvidar el esfuerzo invertido para llegar ahí, no tanto por la distancia como por el dolor que las púas y espinas de los cactus provocan cuando se anidan en los tobillos y que rasgan los pantalones, cortando incluso la piel como en el caso de mi compañero, el fotógrafo Iván Castaneira.
Era el tercer día de un recorrido al que habíamos sido convocados por los centros humanitarios que forman la Red Sonora Migrante y que nos llevó a través del desierto sonorense a las comunidades de Benjamin Hill, Agua Prieta, Nogales, Caborca y Altar. Sobre un peñón del mencionado cerro, nos congregábamos defensores de derechos humanos y decenas de jóvenes migrantes con la idea de conocer y documentar el remoto y agreste lugar que sin otra opción usan como dormitorio en las afueras de la ciudad.
A ellos no les preocupan las espinas o los insectos sino la policía que en recurrentes operativos les reprime quemando sus exiguas pertenencias, como si la brutalidad inhumana pudiera resolver un fenómeno de dimensiones globales en dónde las opciones para miles de personas se reducen a la decisión de migar o morir. En Caborca como ejemplo, la brutalidad y la corrupción es alentada por autoridades que consideran que “los migrantes afean la ciudad” y que estúpidamente concluyen que hay migrantes en sus calles porque los defensores de derechos humanos y personas voluntarias “les dan de comer” en una correlación solo digna de su incapacidad política.
Aquí no se puede dormir”, les dije. Pensaba en las condiciones del desierto de Sonora que en lugares como ese, te puede deshidratar en minutos o llevarte al punto de la hipotermia por las noches.
¿Cómo le hacen? “El frío no es problema”, respondió Ramón Figueroa un adolescente garífuna. Mostrando una contagiosa sonrisa confesó. “La verdad es tanto el frío que por las noches sube por esta loma, que sin pensarlo mucho buscamos a un compañero para abrazarnos”. Mientras todos reíamos recordó algo que lo puso triste. “Lo difícil no es aguantar el frío, sino hacerlo con el estómago vacío. Hoy toca hambrear”.
Quizá al ver el silencio que se formó y aprovechando el espectáculo del atardecer en el desierto, tomó la iniciativa de animarnos con unos versos de rap que de forma alucinante entretejía juntando a las costas del caribe hondureño con el desierto sonorense. A lo lejos y como beat de fondo, la música de banda. Como colofón a nuestro encuentro y con el sol ocultándose, un arcoiris se dibujo en un extremo de la bóveda celeste anunciando las lluvias del Huracán que ese día entraba por el Mar de Cortés. Vaya momento que nos regaló el martes por la tarde. Al bajar nos enteramos que un aburrido partido entre nuestras naciones se desarrollaba.
Toda despedida de una persona que está sufriendo es muy dura así sea fruto de un encuentro fugaz como el narrado. No tanto por esos jóvenes que parecieran formados de acero, más porque te cuestionan de inmediato los privilegios con que cuentas y que pensabas eran derechos de toda persona. Es como si me enfrentara al dilema de pensar que, o ellos no son personas o los derechos no existen.
Encuentros así siempre sacuden mis entrañas porque con mis colegas de la Red Sonora Migrante veo personas cuando la mayoría de los mexicanos ven espectros o sombras y no reaccionan ante el dolor humano. De la misma manera que no hemos sido capaces de frenar el fascismo de los gobiernos de la región que como máquinas de sufrimiento, por ejemplo, deportan de Estados Unidos a una madre mexicana, separándole de sus cinco hijos, sin considerar la amenaza de muerte que en su natal Chiapas. pende sobre su vida. Estancada en Nogales, a tan solo unos metros del muro donde le conocí, infructuosamente espera que una puerta se abra para reunirse con su familia.
El panorama sería desolador sino existiera un puñado de personas que han decido tomar acción. Formado por ciudadanos de Estados Unidos y México, han emprendido la titánica tarea de registrar no solo el nombre de las personas migrantes que atienden, sino sus historias a detalle, incluyendo los abusos de las autoridades y del crimen. En humildes espacios brindan alimento, servicios de salud, compañía y emprenden la defensa de los derechos humanos de los migrantes, no solo mediante la puntual denuncia de los casos, sino de forma innovadora, mediante el registro, documentación y el análisis de los datos que las historias de vida arrojan.
A ello le imprimen las posibilidades amplificadores que el intercambio de protocolos, de bases de datos, de capacidades y servicios permiten. Al hacerlo son vanguardia en conectar esfuerzos sociales incluso entre países. Saben bien que el aislamiento y la división, que como estrategia es promovida desde el Estado, frustra la iniciativa cívica.
Termino estas líneas al momento que aterriza el avión que me trae de vuelta a mi ciudad. Tan solo levanto mi rostro y veo privilegios amontonados. Sigo creyendo en los derechos humanos como parámetros de toda convivencia humana, pero la realidad de estos días me muestra una contradicción fundamental.
Mientras no vea los derechos humanos materializados en ese cerro de Caborca, no conciliaré lo que pienso con lo que veo. Así si las contradicciones no fueran estrictamente temporales, entonces alguien nos engañó y estaríamos en realidad ante las verdaderas reglas.
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