En los Juegos de Atenas 2004, la velocista Ana Gabriela Guevara se convirtió en la primera mujer en la historia de México en conquistar una medalla olímpica en los 400 metros lisos, al conquistar el metal plateado con crono de 49.56 segundos, justo un año después de haberse proclamado campeona mundial. El 24 de agosto quedará marcado en la vida de la sonorense que se entregó al máximo, pero que no le alcanzó para derrotar a su acérrima rival del 2004, la bahamesa Tonique Williams, quien demostró llegar en una excelente forma física y mental, a la justa veraniega.
Por Ricardo Benítez Garrido
Ciudad de México, 13 de agosto (SinEmbargo).- Alonso Arreola, músico, escritor y especie de sensei personal, dice que las coincidencias ocurren pero los signos nos ocurren. Los aficionados a los deportes somos expertos en la cuestión, pues tendemos a interpretar la vida cotidiana como si ésta estuviera llena de signos que influyen en los resultados deportivos, así como a atribuir a marcadores y competencias un poder profético sobre los acontecimientos diarios.
El lunes 9 de agosto de 2004 comencé a estudiar el bachillerato. Un arranque de indecisión en las semanas previas me llevó a inscribirme en dos escuelas, el Tec de Monterrey y la Preparatoria 6 de la UNAM. Sin embargo, el primer día de clases tuve que elegir entre una de ellas y escogí el Tec, seguramente debido a la presión de mis padres, quienes aseguraban que mi futuro estaría a salvo en dicha institución. Esa mañana estuve lleno de melancolía pues el último año de secundaria me la pasé embobado con Isabel, una morenita que obtenía puro diez y que acababa de ingresar a la Prepa 6.
Isabel y yo comenzamos a hablarnos justo un año atrás cuando ambos llegamos al salón de clases presumiendo nuestros autógrafos de Ana Gabriela Guevara, entonces recientemente ganadora del oro en el Mundial de atletismo y en los Juegos Panamericanos. Me atrapó inmediatamente, pero mi ya legendaria inseguridad con las mujeres provocó que durante ese año sólo nos hiciéramos muy buenos amigos y que Ana Gabriela Guevara fuera el centro de la relación.
Gradual e inconscientemente nos dimos cuenta de que con la atleta el asunto era bilateral: por un lado, su éxito en los 400 metros planos garantizaba el bienestar de nuestra amistad, por otro, este bienestar aseguraba que el cronómetro se detuviera en un tiempo competitivo con miras a los Juegos Olímpicos de Atenas 2004.
Esto se confirmó en el primer semestre del año, cuando Isabel se fue a terminar la secundaria a Canadá. A pesar de que nos escribíamos correos electrónicos y hablábamos por teléfono frecuentemente, la distancia entre nosotros provocó que Ana Gabriela Guevara padeciera una grave lesión en el tendón de Aquiles que parecía poner en riesgo su rendimiento en los próximos Juegos Olímpicos.
A partir del martes 10 de agosto me invadió la sensación de que algo andaba mal. Durante muchos años, Ana Gabriela Guevara había sido la mejor del mundo en los 400 metros planos, pero necesitaba ganar la medalla de oro en Atenas para entrar literalmente en el Olimpo.
Del mismo modo, Isabel y yo sabíamos que nos faltaba coronar nuestra amistad con un primer beso y el posterior pero inmediato noviazgo. Nada de esto se lograría si yo permanecía en el Tec de Monterrey. No entendía muy bien las relaciones causales que estaban operando en ese momento, pero intuía que si no abandonaba esa escuela la relación con Isabel se volvería lejana y, por lo tanto, el noviazgo y la medalla de oro estarían en riesgo. No era una decisión sencilla, mis padres habían pagado ya la costosa colegiatura, así que esperé el signo que indicara que mis intuiciones eran correctas... y el signo llegó.
El viernes 13 de agosto de 2004 salí de mi clase de matemáticas lo más rápido que pude y llegué a la cafetería del Tec donde sabía que transmitirían la inauguración de los Juegos Olímpicos. Me senté en el único lugar disponible y cuando volteé hacia la televisión no pude creer lo que estaba sucediendo: la delegación de España aparecía en la pista del Estadio Olímpico de Atenas y su abanderada se llamaba Isabel Fernández Gutiérrez, exactamente igual que Isabel, mi Isabel.
En ese instante dejé de dudarlo, solicité mi baja definitiva del Tec y el lunes siguiente comencé a asistir a la Prepa 6, en la que aún estaba inscrito. El fin de semana no me importó devorarme horas de sermones familiares, estaba feliz porque sabía que dentro de pocos días Isabel y yo seríamos novios y la medalla áurea sería para Ana Gabriela Guevara.
Mis primeros días en la Prepa 6 fueron de tensa calma, pero en cuanto las pruebas de 400 metros planos en rama femenina comenzaron, Isabel y yo nos involucramos cada vez más. Ana Gabriela Guevara marcó 50.93 segundos en la primera eliminatoria e Isabel y yo comenzamos a caminar agarrados de la mano. 50.15 en la semifinal y vimos El Rey Arturo, abrazados en Cinemex de Plaza Loreto.
Todo se estaba acomodando para que nuestro primer beso llegara con la medalla de oro el martes 24 de agosto. Así que ese día faltamos a clases y fuimos a mi casa para ver la carrera con intimidad. Al salir a la recta final Ana Gabriela Guevara parecía estar cerrando con fuerza y nosotros nos apretamos contra el pecho del otro. Estábamos seguros de que era cuestión de segundos para que nuestros labios se besaran. Pero el apretón perdió fuerza a medida que la atleta perdía velocidad. Incrédulos vimos cómo la bahamesa Tonique Williams aceleró y ganó la prueba. Isabel y yo separamos nuestros cuerpos con la certeza de que nunca seríamos más que buenos amigos.
En las semanas siguientes ella se hizo novia de un alumno de nuestro salón y yo de una adolescente francesa. Sin embargo, nuestra relación con Ana Gabriela Guevara nunca desapareció, ya que durante los años posteriores, mientras Isabel y yo gradualmente perdíamos todo contacto, la atleta se alejaba de la pista de tartán y se acercaba a la peligrosa y más competitiva pista de la política. Las coincidencias ocurren, los signos nos ocurren.