Maite Azuela
26/07/2016 - 12:00 am
El desprecio por la vida
Los minutos son relativos cuando una de las vidas que más te importa está por perderse, cada segundo puede percibirse como un día, o incluso puede quedar encapsulado en una masa amorfa de recuerdos que carece de espacio en el calendario. El día se vive noche. Todos los miedos de la ausencia se desbordan en […]
Los minutos son relativos cuando una de las vidas que más te importa está por perderse, cada segundo puede percibirse como un día, o incluso puede quedar encapsulado en una masa amorfa de recuerdos que carece de espacio en el calendario. El día se vive noche. Todos los miedos de la ausencia se desbordan en una imagen que aglutina infinitas posibilidades: la locura, el sinsentido, la ruptura de la identidad ¿Quién seré yo una vez que me he reconstruido a partir de las experiencias compartidas con quien está por dejar de existir? No querré música, ni libros, ni montañas, no tocaré más el mar, no podré sostenerme de pie. En el quirófano un corazón en paro, en la sala de al lado un paro contra la realidad.
Aterrador es un adjetivo que puede representar la emoción, pero le faltan erres para enfatizar lo implacable que resulta la frase “ya no hay nada que hacer”. Las batas blancas de los médicos se convierten en alas inmensas que aletean dentro de una sala adjunta al quirófano, para ventilar la noticia de muerte que deja a cualquiera sin aire. Sus semblantes no dejan hueco para la esperanza. Sin embargo, atienden las súplicas y después de sugerir que recemos, regresan a quirófano para seguir intentando, para revivir un corazón que ha perdido ritmo y acercar a su oído una bocina con la que le pueda transmitir razones para aferrarse a la existencia humana.
Después de 80 minutos de paro asistido la vida resurge, responde a la insistencia médica que no suelta el corazón o reacciona porque mi voz conecta con su inconsciente, ambas quizá. El seguía ahí, su alma en pleno baile. El corazón se activa y el cuerpo renuncia a ser habitado por la muerte.
A este trauma le siguen días de ir despertando poco a poco, de cobrar consciencia, de mover los dedos, de abrir los ojos, de expresar palabras, de deglutir sólidos. Volver a nacer ya nacido. Decenas de personas sosteniendo la vida que se iba, enfermeras que extraen sangre, médicos que definen tratamientos y cables de tecnología desplegada a su servicio para transportar oxígeno, sueros, antibióticos. Líneas de colores que en la pantalla reflejan signos vitales recuperando el compás de su canción latente. Mi sonrisa también revive.
¿Cuánto conocimiento, esfuerzo y suerte se requiere para evitar una muerte? La pregunta me empuja inevitablemente al abismo de la rabia contra quien decide matar, por cualquier razón. Me agita la obsesión que da ruido a mis insomnios: balas perdidas, soldados que asesinan civiles, policías que disparan contra quien reclama un derecho, mandatarios que instruyen masacres. Su desprecio por el milagro de la vida no tiene justificación. Pero nada los detiene, como autómatas destruyen lo que más vale, lo irreparable, lo que no tiene precio. Debe ser que no tienen una sola vida que alimente el sentido de su existencia.
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