Antonio Calera
16/07/2016 - 12:00 am
Oda a una maravilla: La tortilla
Dizque lo primero fue el verbo comer y en tu nombre, santa, divina, todos los convites, atracones, festines.
“Pero, poeta, deja la historia en su mortaja
y alaba con tu lira al grano en sus graneros;
canta al simple maíz de las cocinas”.
Pablo Neruda
Dizque lo primero fue el verbo comer y en tu nombre, santa, divina, todos los convites, atracones, festines. Ahí desde siempre en tu ser, con su cara caliente y terrosa, desde que tuvimos memoria, el lindero y el marcaje de nuestra cultura maravillosa, el área y el perímetro de nuestro auténtico ser, nuestra gorda historia.
Meta, gol, neta, mero punto donde convergen todos los puntos que conforman el planeta, en donde se concentra nuestro rostro milenario, nuestro pequeño relato en el complejo calendario. Hoyo negro o moteado, disco de Newton hacia el blanco, plataforma plena o ajada, espejo enterrado, joya humilde que conforma, una a una con sus pares, el punto de partida de todos nuestros manjares.
Sábana, techo, mortaja, en rollito o aplanada, se trata de una bondad que apuesta por el otro sin pedirnos nada: de mano en mano, pues, de palma en palma, se reproducen en la mesa como por arte de magia: una tras otra para toda la horda, hasta que el cuerpo aguante o se nos tape la aorta. Así, en serie dispuestas, calientitas en su playera de papel o su abrigo manta, superpuestas, nos abren al salmo mundano, al estar en calma, al sereno del cuerpo y el gozo del alma. Sol de agricultura, cuenco de sudor y sangre, marcaje de identidad profunda para el eclipse de hambre.
Dura como laja o como nube blanda, acaso con sal, casi impoluta, o con su guerra de tintes pintada y húmeda (ya sea al vapor, frita o tatemada), su calidez se añora pero su sabor perdura. Moneda de cambio para la alta y la baja (lo mismo para yupis-fresas que para lacras-majaretas), bien que se da su taco la señora altiva, en cualquier fecha y cualquier comitiva.
Fondo y forma, contendor: cuchara, plato y tenedor. Rotonda para los comedores ilustres de toda la nación, cojín de primera base: pasaje a otra dimensión. Escultura orgánica, arte conceptual, o simplemente una escultura que se pudre tal cual: objeto del deseo, símbolo nacional, punto y seguido, aparte y final: todo y nada o más bien poco en realidad, apenas unos gramos de leve densidad.
En nuestra calli: tlaxcalli, en nuestro suelo: su anzuelo, en nuestra mesa: sorpresa. Y en cantidad: hervidero de manos los tortilleros, naves nodrizas de la risa y el desenfreno. Deidad. Maná, manía: condición de posibilidad para el recogimiento y la devoción, masa que mueve el alma a la virtud y la perfección. Alegría. Asunto para el unto, aterrizaje para el potaje, charola que rola y nos pone a peso el sobrepeso. Y más que eso: platillo volador, oblea, lugar o no lugar, ente que desaparece y aparece en un tris: que así sea. Lunar o solar, como uno quiera, para el hoyo en la panza, aplacar el ansia, omnipresente siempre cuando se junta la gente.
En fin, no hablemos más los unos o los otros, que su majestad marca la equis de todos los tesoros: no de monedas y para unos, sino de historias y para todos. Alcemos pues el corazón por ella y sus blasones, epicentro de los caprichos de millones de tragones. ¡Qué siga nuestro mundo girando sobre su eje, que siga y siga por los siglos su teje y su maneje! ¡Que nadie pierda su silla y se siente a la mesa, que nadie, pues, pierda la pista de su querida tortilla!
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