Óscar de la Borbolla
11/07/2016 - 12:00 am
Heridas y cicatrices
Una herida siempre habla del presente y lo hace a gritos y hacia afuera; la cicatriz, en cambio, es la huella callada que apenas si murmura y comunica como un texto que se lee en silencio.
Aunque están en el mismo lugar, hay una clara diferencia entre las cicatrices y las heridas: el tiempo no es el mismo. Una herida siempre habla del presente y lo hace a gritos y hacia afuera; la cicatriz, en cambio, es la huella callada que apenas si murmura y comunica como un texto que se lee en silencio. Un cuerpo ileso es tábula rasa, mientras que el cicatrizado es una biblioteca.
Suele creerse que las heridas físicas son independientes de las morales, pues aunque ambas lastiman al sujeto, éste es un rompecabezas de partes independientes que se ensamblan. Sin embargo, las heridas y las cicatrices no son o del alma o del cuerpo, pues hay un puente entre ellos que hace que una cuchillada también traspase el ánimo y, en el sentido inverso, hay decepciones que pueden combar la espalda para siempre. Las heridas y las cicatrices son la mejor prueba de nuestra unidad porque, en efecto, no somos duales sino sintéticos.
Esto no significa, sin embargo, que no pueda ser el alma o el cuerpo quien sufra primero la herida, ni que pueda haber heridas que cicatrizan más rápido en el alma que en el cuerpo o viceversa.
Hay traiciones que dejan una herida perpetuamente fresca, una herida por donde fluye la desconfianza de modo permanente. Y hay heridas corporales que se ulceran, que se vuelven escaras dolorosas y, no necesariamente, arruinan el ánimo de manera perpetua. Como las tome uno, qué tanto aprenda de ellas, marca la diferencia.
No todas las heridas dejan marca: en el cuerpo algunas algunas se vuelven invisibles y a otras se les forma un cordón queloide. Y lo mismo pasa con las que se infligen en el ánimo: unas, las más, se olvidan fácilmente, no dejan tras de sí ni ese trazo que va consolidando lo que se denomina experiencia; son pocas las que marcan para siempre, las que se vuelven personalidad, carácter, modo de ser. En buena medida somos la suma de nuestras cicatrices, y no es extraño que con la edad uno esté más curtido, pues conforme mayor sea el tiempo que hayamos pasado en este mundo, mayor habrá sido nuestra exposición a las contingencias; aunque, ahora que lo pienso: hay vidas que se curten en la infancia y ya para la pubertad tienen escarmentado el ánimo.
El tiempo, sin embargo, hace en todos los casos un efecto benéfico: es un solvente que va dejando detrás las heridas que en su momento fueron aparatosas y, a las cicatrices, las va hundiendo en la piel o en la desmemoria hasta dejarlas por completo invisibles en el fondo de la perspectiva.
Yo estoy seguro de que si viviera a salvo no cien años, sino siquiera veinte más, terminarían deslavándose todas mis cicatrices.
Twitter @oscardelaborbol
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