Peniley Ramírez Fernández
25/05/2016 - 12:00 am
El caso impune de Paula Sánchez
Paula tenía quince años cuando fue violada por siete hombres en el baño de su casa. Sus padres no estaban allí esa noche, se habían quedado a atender unos pacientes en la clínica de su familia.
Paula tenía quince años cuando fue violada por siete hombres en el baño de su casa. Sus padres no estaban allí esa noche, se habían quedado a atender unos pacientes en la clínica de su familia. Cuando los asaltantes cruzaron la reja trasera que conectaba su casa con un bosque y un pequeño acantilado en la colonia La Calera, en Puebla, la niña dormía en el sueño tranquilo de quien tiene una vida por delante. Esa madrugada de junio de 2011 también fueron amenazadas y encerradas la empleada doméstica de la familia y su hija.
Al amanecer, Paula logró zafarse las ataduras que le habían amarrado en sus pies y sus manos. Estaba desnuda y sangrando. Los asaltantes se marcharon creyéndola muerta. Consiguió cruzar hasta la casa de sus vecinos para pedir auxilio y llamar a sus padres. María Cristina y Francisco la encontraron ensangrentada, golpeada, su ropa deshecha.
Su madre asegura que en el Ministerio Público les dijeron que debían estar agradecidos porque a Paula la habían violado con las manos y no con los genitales de los agresores. Las burócratas que les atendieron preguntaban si la niña era virgen, si tenía novio. Madre e hija fueron maltratadas por la psicóloga y la doctora médico forense, quienes reportaron únicamente que Paula acababa de perder su virginidad pues tenía un desgarro reciente en su himen, pero negaron que hubiera sufrido alguna agresión.
Una semana después, durante una diligencia, la familia reconoció a Roberto González, uno de los agresores, como un paciente de su clínica. Paula fue llevada a una cámara de Gesell para señalarle. Roberto estuvo preso solo 24 horas. A la familia le dijeron que en el expediente se habían perdido los datos de la diligencia de reconocimiento y los retratos hablados. El argumento de las autoridades fue lo liberaban que no coincidía el perfil psicológico del agresor con las acusaciones que formuló la chica.
“Ahí entendimos que eran sujetos protegidos por las mismas autoridades”, escribió la madre de Paula años después en una carta a la presidenta del DIF de Puebla, Martha Alonso de Moreno Valle, de la que no recibió respuesta. Una misiva con el mismo relato en palabras de la propia Paula, que enviaron a la primera dama Angélica Rivera a la residencia oficial de Los Pinos, corrió la misma suerte.
Francisco y María Cristina -una historia que se repite en todo el país- investigaron por su cuenta la agresión en contra de su hija. Descubrieron que los agresores tenían vínculos con un sujeto quien les había prestado dinero prestado un tiempo atrás y que un miembro de la banda que entró a su casa era familiar de una funcionaria del ministerio público que les atendió durante la denuncia.
La familia se amparó en contra de la liberación del agresor y cuando ganaron, años después, la orden de aprehensión estuvo a cargo del jefe de la Policía Ministerial poblana, Juan Luis Galán, quien les anunció que liberarían al agresor cuando la chica lo había reconocido.
La investigación por su cuenta trajo para Paula y su familia consecuencias fatales. Primero los agresores les disparaban y amenazaban desde el bosque ubicado detrás de su casa. Cuando reportaban la agresión, las patrullas que llegaban les decían que no podían hacer nada. Asaltaron dos veces la clínica de sus padres. La última, tres semanas después de que Francisco y María Cristina habían contado su historia en un restaurante de la Ciudad de México para un reporte que publicamos en el programa Primer Impacto, de Univision, terminó con un infarto que acabó con la vida de él.
Durante el velorio y el entierro de su padre Paula, de 19 años, lloraba en silencio, pegada al regazo de su madre. Sus dos hermanos, cosidos los rostros por el dolor, observaban la escena con la sombría resignación de una muerte anunciada.
María Cristina carga ahora con la desgracia de su hija y la muerte de su esposo. Su casa en Puebla luce abandonada, no quiere volver allí. La familia no ha recibido reparación alguna, ni siquiera con las pruebas de que las mismas personas que atacaron a Paula en 2011 robaron el circuito de cámaras de la clínica y el teléfono público instalado allí, donde recibían llamadas amenazantes, el mismo día que Francisco murió. Un día después del ataque, en la clínica aún se veían los cables arrancados de las cámaras y la marca donde estuvo el teléfono.
El caso de Paula continúa en un limbo en el que solo dos de los siete agresores identificados tienen orden de aprehensión, pero nadie ha sido detenido. Cuando acude al Ministerio Público a preguntar cómo van las diligencias, María Cristina suele recibir la misma respuesta: “usted no sabe la cantidad de casos que tenemos, son demasiados, tenemos muy poco personal y no nos damos abasto”.
Para las autoridades, su desdicha parece menos importante que la de un alarmante número de familias de las mujeres que han sido asesinadas brutalmente en Puebla durante el gobierno de Rafael Moreno Valle, a quien le quedan ocho meses en el cargo.
En los escritorios del gobierno poblano, ocupados en los cargos clave por los mismos funcionarios a quienes les ha venido la crisis de los feminicidios como una ola, se amontonan 36 expedientes de mujeres asesinadas brutalmente solo durante 2016.
Las asociaciones civiles que vigilan la violencia contra las mujeres han alertado un crecimiento alarmante de los asesinatos, las violaciones, las agresiones en el gobierno de Moreno Valle. La respuesta oficial es que estos homicidios son solo el 30 por ciento de los casos de asesinato. Mientras tanto, Paula vuelve a la escuela, se convierte en adulta.
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