Hay un grupo de escritores buenísimos que nadie conoce. Ni siquiera, del todo, sus colegas. Supongo que algo así ha de haber existido en cada época y lugar: entre los maestros de la caligrafía Qing, en las órdenes monásticas de los claustros alpinos, en las salas de café de Damasco a Teherán o entre los tlacatecólotl del Valle de Anáhuac.
El México actual no es la excepción. Ejemplos hay bastantes.
Desde los autores ya fallecidos que todos nombran pero rara vez han sido leídos, como Jesús Gardea, Daniel Sada o Agustín Yáñez, quien dejó de ser leído por el terrible pecado, al parecer, de ser priísta (como si Jaime Sabines y muchísimos más no lo hubieran sido).
Hasta los autores vivos que publican en editoriales regionales, como Joaquín Hurtado o, hasta hace poco, Patricia Laurent Kullick (quien ya había publicado antes en una editorial nacional pero fue apenas hace un año y poco que comenzó a ser leída como se merece una de las mejores escritoras mexicanas). Pasando, cosa más rara aún, por autores sí publican más o menos regularmente en editoriales comerciales, que incluso pueden tener una columna semanal pero que ignoran por lo general hasta los estudiantes de literatura, como David Toscana o Pablo Soler Frost.
Cabe aclarar que todos ellos tienen algo en común: no son simples autores desconocidos que se creen genios (esos abundan) sino que son autores que, una vez que uno los descubre, jamás los olvida. Pueden pasar años y uno recuerda perfectamente su cuento o su novela pues se convierten en habitantes de nuestra cabeza y nuestro corazón o, dicho llanamente, uno se vuelve adicto o fanático de su escritura.
Además, son únicos.
Después de leerlos uno puede buscar en la biblioteca o la librería a quién se parece y se encontrará que a nadie. O a casi nadie, si uno hace una investigación exhaustiva.
Tal vez por eso, por su originalidad, es que son relegados de las listas comerciales y de las clasificaciones de reseñistas, críticos y periodistas.
Así, es un gusto que aparezcan editoriales como Taller Ditoria: que se anime a publicar a uno de estos autores, Pablo Soler Frost, y que lo haga en un formato acorde: 500 ejemplares, 100 de estos firmados por el autor, edición de primera. Es decir, un libro de culto para un autor de culto.
A Pablo Soler Frost lo conocí por su libro de cuentos Birmania después de que un vendedor de Océano me insistiera tanto y yo me negara tanto (pues no tenía dinero) que terminó por regalármelo. Quedé asombrado. Cómo podía existir un tipo tan extremadamente culto, tan extremadamente inteligente y que, además, escribiera con una limpieza deslumbrante: tanto un cuento postapocalíptico como otro que sucediera cuando las legiones romanas se enfrentaron a los hechizos de los druidas celtas, pasando por la historia de amor de una mujer que va a Birmania en búsqueda de su marido, un piloto japonés perdido en acción durante la Segunda Guerra Mundial.
Sí, si me pregunta de qué trata cada uno de esos cuentos, con harto gusto se los podría relatar a pesar de que los leí hace casi quince años. Y lo mismo con algunos que leí posteriormente del mismo autor, como los contenidos en “Ajolote” donde, el texto “Primer año de lecciones de palabras” tarda y tarda en caer a la mente, ¿qué diablos quiso hacer el autor?, ¿qué es esto que estoy leyendo?, hasta que cae y, como Arquímedes en el mito, uno tiene ganas de salir a la calle corriendo, en pelotas, y gritar “¡eureka, eureka!”.
Vampiros aztecas, el título recientemente publicado por Taller Ditoria, es un solo texto, un cuento, y desde esas dos palabras uno ya puede entrever que se plantea algo imposible: ¿qué carajos tienen que ver los vampiros, tan europeos ellos, con los aztecas?, ¿hay algún punto en que se puedan cruzar ambas tradiciones, ambas cosmovisiones?
Sí, la sangre, en ambas tradiciones la sangre derramada, la sangre humana, es importante –piensa uno antes de abrir el libro y luego vuelve a preguntarse ¿y entonces?, ¿de verdad es posible un puente entre Transilvania, con sus castillos y vampiros solitarios, y Tenochtitlan, con sus pirámides y sacrificios humanos multitudinarios?, ¿cómo? Aquí las primeras tres líneas del libro:
“La Ciudad de México es un lugar donde pasan cosas a diario. Y antes, pasaban otras. Y más antes, otras, temibles, tremendas. Aquí, entre el musgo acuático, era capital de sangre.”
Con esto uno corrobora que su intuición fue cierta: hablará de la sangre. Pero entonces surge otra duda: dice “la Ciudad de México” y parece que sucederá en la época actual. Y así será.
Vampiros aztecas es un viaje, por el tiempo, por la noche, por la ciudad. Un viaje con ácido lisérgico incluido, con Fray Bartolomé y la Janis, con intertextos, citas tomadas al vuelo y sólo puestas en cursivas (no se espanten los adalides de los derechos de autor: al final vienen las referencias), incluso con una ilustración y menciones de canciones pop como “Dancing with Myself” (oh-oh-uó).
Es literatura caníbal, como dice el párrafo anónimo en la solapa del libro, literatura que apropia y desapropia, que reconfigura y recontextualiza: como una zambullida a ese río hondo de nuestro subconsciente colectivo.
Si usted no ha leído a Pablo Soler Frost, hágalo. Puedo apostarle que no lo olvidará. Y Vampiros aztecas es un gran lugar para comenzar.