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Peniley Ramírez Fernández

15/03/2016 - 12:00 am

A mí sí me gustan los piropos

La “liberación femenina” no era un tema, ni siquiera de conversación, tampoco otras etiquetas derivadas como ser licenciada, madre soltera, vivir en unión libre.

La “liberación femenina” no era un tema, ni siquiera de conversación, tampoco otras etiquetas derivadas como ser licenciada, madre soltera, vivir en unión libre. Foto: Shutterstock
La “liberación femenina” no era un tema, ni siquiera de conversación, tampoco otras etiquetas derivadas como ser licenciada, madre soltera, vivir en unión libre. Foto: Shutterstock

Crecí en una ciudad del Caribe donde la temperatura media anual de 25 grados nos permitía usar pantalón acaso un par de veces al año, en una década cuando la ausencia de transporte obligaba a las mujeres a andar en bicicleta, bajo el regazo de unos padres que se divorciaron cuando aún no me salía mi primer diente, para luego conseguir ambos nuevas parejas en menos de seis meses.

La “liberación femenina” no era un tema, ni siquiera de conversación, tampoco otras etiquetas derivadas como ser licenciada, madre soltera, vivir en unión libre. No recuerdo en la rutina de mi madre alguna preocupación por lidiar con sus tareas como alta ejecutiva de una empresa aeronáutica y nosotros, por un hecho simple: sus ocho horas de jornada laboral coincidían con el horario de clases de sus dos hijos.

En mi álbum de memorias infantiles no figura algún episodio en que la vea agobiada entre montañas de papeles y la preparación de nuestra cena, mientras atiende llamadas telefónicas o coordina los malabares del día siguiente con amigos, nanas, abuelos o vecinos para correr de la escuela a las clases de danza o de baloncesto. Las madres de todas mis amigas siempre trabajaron, así que nuestra formación intelectual nunca incluyó consejos especiales sobre cómo sentirnos empoderadas, cómo defender nuestro lugar ni pedir respeto.

Crecí convencida de que los piropos eran una feliz interacción con el otro. Cuando mi cuerpo menudo mutó hacia los primeros atisbos de juventud y recibí el primero, lo celebré y presumí como un logro personal y un ingreso oficial a la pubertad. La vestimenta corta o las conversaciones informales sobre el aborto o la masturbación, aun a los 14 años, nos alegraban porque, ahora lo sé, nunca nos sentimos en peligro.

Me fui de Cuba y mi cuerpo culminó su transformación como habitante de una ciudad mexicana no menos cálida. Allí supe por qué las mujeres mexicanas con las que me identificaba intelectualmente usaban pantalón a pesar de que el exterior quemara a 35 grados, por qué pugnaban su derecho a no recibir piropos, por qué rechazaban que sus parejas se refirieran a ellas como “mi mujer” o “mi señora”, motes que hoy sigo considerando románticos.

Este fin de semana encontré un cartel en una esquina de la Ciudad de México que rezaba, en letras rojas: no es un piropo, es acoso.

Horas antes había leído “Cinco dudas sobre caso de agresión sexual a periodista en la Condesa”, una hipótesis de mil palabras en forma de pieza periodística, escrita por dos hombres, compuesta de una minuciosa elaboración en viñetas sobre sobre la denuncia que se convirtió en viral de la coladoradora Vice, Andrea Noel, de una agresión en su contra.

El video del ataque consta básicamente de dos escenas, que describo igualmente en viñetas:

1.- Una muchacha vestida con una blusa y una falda camina en plena calle, en pleno día, en la colonia Condesa.

2.- Un hombre a quien ella no conoce y no vio acercarse, pues caminaba detrás de ella, se acerca, introduce sus manos debajo de su vestido y le baja los calzones, para luego seguir su camino.

La demoledora crudeza de la escena explica por qué un piropo en un contexto así se transforma, de la sonrisa feliz con la que crecí en los rostros de mujeres de curvas voluptuosas en La Habana, en un ataque.

En México asesinan cada día a siete mujeres. La mitad de las niñas de 15 años ya han sufrido algún episodio de acoso y 4.5 millones de ellas –la cifra más alta del mundo, según cifras del Inegi y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico- han sido violadas antes de los 14 años, la edad que yo tenía cuando celebré mi primer piropo.

La responsabilidad del Estado en una Nación donde varias generaciones de mujeres están viviendo su feminidad considerando un piropo como una agresión es innegable. El aborto ilegal, la falta de condiciones reales para ejercer una profesión a tiempo completo y ser madre, para vestir de acuerdo al gusto y al clima sin temor, es una tarea que escapa del nicho de las organizaciones sociales o algunos miembros aislados del poder ejecutivo o miembros del Congreso.

Es una responsabilidad estatal, porque lo que un ciudadano pueda hacer con su cuerpo y con su vida, incluido los criterios con los que atienda sus propios cambios físicos y lo que pondere sobre su desarrollo como persona cuando valore si quiere reproducirse, depende de la tutela de quien tiene el dominio de la fuerza pública y es, única y exclusivamente, el Estado.

Quisiera que mis hijos y sus amigos pudieran crecer considerando el piropo como un halago. Aún en este post, como en los tuits ofensivos que recibió Andrea Noel después de haber denunciado la vergonzosa escena de la que fue víctima, en el México de hoy alguien escribirá: “te lo mereces”.

 

Peniley Ramírez Fernández
Peniley Ramírez Fernández es periodista. Trabaja como corresponsal en México de Univisión Investiga.

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