El pasado lunes hubo dos noticias que confirmaron una vez más el adagio de que en política no hay sorpresas, sino sorprendidos. Por una parte la encuestadora Buendía Laredo publicó en El Universal su encuesta nacional donde según la cual Margarita Zavala obtiene el 24 por ciento de preferencias, seguida por Miguel Ángel Osorio Chong con 23 por ciento y López Obrador 20 por ciento, aunque alcanzaría 28 por ciento en alianza con el PRD. Esta es una encuesta más que muestra al tabasqueño como puntero.
Por otra parte el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación ordenó retirar los spot de López Obrador donde habla del avión presidencial, por considerarlos actos anticipados de campaña. Raudo y veloz como se esperaría de él, el tabasqueño inventó una historia de complot y conspiración donde quien había presentado una queja al respecto tenía una relación sentimental con una funcionaria de la autoridad electoral. Poco importa que la Constitución contemple absurdos como prohibir la autopromoción con fines electorales.
Inmediatamente hubo notas donde se mostraba sorpresa de por qué el precandidato más atacado y criticado se encontraba tan bien posicionado. Más allá de cualquier especulación, la respuesta es obvia: desde 2006 las reglas electorales se redactaron en los mejores intereses de López Obrador, quien se aprovecha de políticos poco competitivos para posicionar una imagen y discurso que le han funcionado desde hace casi treinta años. Vayamos por partes.
López Obrador es el comunicador político más apto en México. Para una población que fue adoctrinada en los principios del nacionalismo revolucionario y la esperanza de que algún día llegará un líder desinteresado que nos salvaría y concretaría la justicia social, el tabasqueño encarna esa esperanza. Si lo decimos en otras palabras, es el hombre de la profecía de la Revolución.
Agreguemos a esta fórmula la forma en que se nos ha enseñado a aceptar creencias, como la predestinación vía el discurso de la mexicanidad, la creencia a venerar al “campeón sin corona” o el culto a la pobreza. Para quienes le siguen, López Obrador es “Pepe el Toro” resucitado y convertido en político. Ese grupo de personas se encuentran tan convencidas que cualquier escándalo contra del tabasqueño va a ser rechazado. En breve, la victimización sólo le hace fuerte para un sector no despreciable de la opinión pública.
Por otra parte tenemos partidos y políticos que han diseñado leyes electorales tan restrictivas y sobrerreguladas que han privilegiado lo que ellos entienden por “equidad” en la contienda, en detrimento de la competitividad. Ningún candidato mexicano ganaría una elección en las condiciones de competencia de otras democracias.
López Obrador ha sido responsable de buena parte de este despropósito legal. Por ejemplo, su victimización frente a una exitosa campaña negativa en 2006 llevó a que se prohíban a nivel constitucional el contraste. Esto, acompañado de un modelo de comunicación política que favorece a los candidatos en lugar del libre flujo de información para que el ciudadano pueda realmente juzgar, ha llevado a campañas aburridas y autocomplacientes.
La prohibición a los servidores públicos para autopromoverse divide de manera artificial los momentos de campaña por otros donde se supone que deberían “trabajar”. ¿Es lógico? Claro que no: todo mundo compite por permanecer en sus cargos, desde un político hasta un empleado del sector privado. No hay momentos de evaluación separados del trabajo cotidiano. Esta norma le da control a los partidos sobre los procesos de nominación, pero también privilegia a quienes han sabido darle la vuelta a este absurdo legal para promoverse.
En breve, tenemos leyes electorales a modo de un candidato que se ha valido de la victimización para mantenerse vigente. Dejemos de escandalizarnos por lo que diga o haga López Obrador: cuestionamos al resto de los partidos en su incapacidad por presentar discursos que sepan seducir al electorado, además de presentar liderazgos competitivos. Abramos el debate por liberalizar la normatividad electoral.
El tabasqueño no tiene la culpa de medrar de un sistema a modo, sino el resto de los partidos que, al favorecer un sistema que les resulta cómodo, están sucumbiendo en su zona de confort.