Karl Harde se dedicó a matar pajaritos para medir sus niveles de radioactividad, a finales de los 40 en las inmediaciones de la fábrica de plutonio de Hanford, EU. Del primer al segundo estudio, antes y después de que se establecieran nuevas “medidas de seguridad” en la planta, hubo una caída maravillosa en los niveles de radiación. Los dirigentes de la Agencia de Energía estuvieron muy contentos y su estudio sirvió de base para muchos otros. El problema, según muestra Kate Brown, fue que Harde sólo mató diez pajaritos machos.
En 1991 Martha Rocha publicó sus resultados sobre la disparidad de género entre el profesorado mexicano durante el Porfiriato: “[1888] al inicio del régimen 58.33 por ciento... eran hombres y 41.67 por ciento mujeres, para 1900 la proporción se había invertido en 32.5 por ciento hombres y 67.5 por ciento mujeres, y en 1907 las estadísticas registran 21.71 por ciento hombres y 78.29 por ciento mujeres”. Dicho de otro modo, consultados los datos del Inegi por Ariadna Tenorio, en 1888 había 7 maestros y 5 maestras y, en 1907, había 6 maestros y 20 maestras. No obstante, su trabajo ha sido citado como muestra del “avance de las mujeres en el campo laboral”.
En 2015 dos notas se volvieron populares: una afirmaba que habían arrestado en España a una persona por usar celdas solares para producir energía eléctrica para autoconsumo y, la otra, que habían encarcelado a un viejito en Óregon por “almacenar agua de lluvia”. El primero no fue encarcelado, como bien apuntó el crítico literario Eduardo Huchín en una plática; el segundo sí pero, al parecer, fue por hacer represas.
En 2016, el 5 de enero, Óscar Garduño publicó en su columna de La Jornada Zacatecas que “cuando nuestros (y son ‘nuestros’ porque muchos de ellos viven de nuestros impuestos) jóvenes autores se empeñan en, por ejemplo, no escribir acerca de la violencia en el país terminan por hacerlo, saben que el morbo vende más que una buena historia. Sobran ejemplos de tantos libros sobre casos como los de Ayotzinapa, Tlatelolco, Aguas Blancas, Acteal, etc…” Pero cuando le pregunté al autor por los títulos de estos jóvenes escritores -títulos de novela, cuento, poesía y drama sobre Aguas Blancas, Acteal y Ayotzinapa-, evadió la respuesta. Le volví a preguntar el 31 de enero y, como usted, sigo sin saber esos títulos de esos “tantos libros” que yo no he visto.
Los cuatro casos, al parecer divergentes (seguridad atómica, género, propiedad y utilidad a partir del sol y la lluvia, crítica literaria), comparten características comunes. Todos presentan asuntos que son, sino del todo falsos, “medianamente” falsos o, como se dice en la jerga académica, muestran “cuchareados” los datos. Además, todos son o pretenden ser mediáticos o, como se dice ahora, virales. ¿Por qué?
Entender, o imaginar, las razones que llevaron a Harde a publicar tan pomposos resultados con una muestra estadística inaceptable es simple: era empleado de la planta de plutonio y se buscaban, precisamente, esos resultados para aplacar a la opinión pública.
Cuesta un poco más tratar de entender por qué la opinión pública creyó esos resultados. Por un lado, hubo un bombardeo mediático al respecto (pero esta característica, aunque importante, no está presente en todos los otros casos). Así, podríamos imaginar razones sicológicas. En aquellos años de la Guerra Fría la sociedad estadounidense tenía que vivir con una dicotomía: la necesidad de tener bombas atómicas para “defenderse al enemigo” versus el riesgo que presentaba producirlas. Es decir, tenía que ponderar y elegir entre uno y otro riesgo y el primero era considerado como irrevocable. De modo que cualquier noticia “científica” que tendiera a minimizar el segundo sería considerada deseable y habría una predisposición del público para aceptarla como un hecho.
Algo similar podemos intuir que ha sucedido con el estudio de Rocha. Por un lado, una predisposición, por lo menos de un grupo académico, para aceptar su conclusión: que las mujeres habían ido ocupando desde inicios del s. XX nichos laborales que antes eran exclusivos de los hombres. Y por otro, de parte de la autora, una intención de mostrar, como Harde y sus empleadores, precisamente esos resultados de esa manera.
Las motivaciones de los activistas ambientales y de su público son, también, similares. Aunque hay cuatro diferencias. Primera, hay una suerte de conciencia explícita: dentro de estos grupos, autoconsiderados revolucionarios, se sabe que el escándalo vende y hay que presentar las notas de la forma más escandalosa posible para atraer lectores; de ahí que la exageración o inclusión de falsedades sea intencional. Segunda, una vez atraído al lector, las notas suelen presentar datos reales que, desde su activismo, sí son harto preocupantes (en el primer caso, la ley que sí establece impuestos y sanciones mercantiles y/o civiles a quienes generen electricidad a partir del sol para autoconsumo en España y, en el segundo, las leyes que “regulan”, incentivando o tasando, la captación de agua de lluvia en EE.UU.) Y, tercera, estos datos son considerados por parte de los activistas como un antecedente del escenario falso que se muestra, es decir, el escenario falso se considera una posibilidad real en un futuro cercano. Así, mezclando la jerga académica con la activista, el “cuchareo” obedece a los fines de una “guerrilla mediática”. Por lo tanto, la cuarta diferencia: estos cuchareos no están hechos para chiquear a la opinión pública, como el de Harde, sino para alterarla. A lo más, como con el artículo de Rocha, son autocomplacientes con el mismo gremio.
Lo que me parece más interesante de todos estos casos es que, a diferencia de lo que la lógica pareciera indicarnos, entre más falsedades, cuchareos, peticiones de principio y saltos lógicos muestren, suelen ser más convincentes mediáticamente. Es decir, una mentira rodeada de más mentiras es más verosímil que una mentira aislada: el de Harde se sumaba a otros estudios con resultados similares, igual el de Rocha; las notas de los activistas a otras notas igual de escalofriantes, generando, en conjunto, una sensación de realidad. Y, por supuesto, para que esta sensación de realidad sea más “sólida” o “consistente” ha de echar mano, como se dijo, de la predisposición del lector, de sus prejuicios y/o anhelos: hay que defendernos de los comunistas, vamos ganando la lucha de género, el gobierno está en contra del ciudadano común (¡como tú!) y quiere destruir la naturaleza.
Lo anterior es aún más claro en la columna de Garduño. Hay un descontento general en el país con el gobierno y el autor lo explota: ¡los escritores son unos mantenidos y, por ende, comparsas! Hay un descontento de clase y lo mismo: ¡lo hacen para vender! Hay una moda desacralizante y va: ¡los autores se las dan de respetables e íntegros pero son una bola de avaros morbosos! Y listo: no hay necesidad de aportar pruebas para un lector que esté predispuesto a creer en estas sentencias.
Los políticos, desde hace mucho, han sabido capitalizar los prejuicios y el odio. Y tristemente estas prácticas se han extendido por áreas insospechadas donde, como con los discursos los políticos, parece importar menos qué se dice que por qué se dice.