Antonio María Calera-Grobet
07/02/2016 - 12:00 am
¿Un nuevo comer para qué? Texto libertario
Resulta inquietante que buena parte del colectivo amante de la comida no lo comprenda. Nada debería parecer más necesario que esta lucha.
A todos los que gustan hacer de comer a los suyos.
Resulta inquietante que buena parte del colectivo amante de la comida no lo comprenda. Nada debería parecer más necesario que esta lucha. Sobre todo para artistas, creadores, humanistas de todos los calibres. Hay que reinventar el comer. Un comer absoluto, sin patrañas. Sobre todo sin regulaciones ideológicas generalmente capitalistas. Comer, sí, a nuestras anchas, pero, que no se confunda esta propuesta con glotonería o gula. Nada de eso debe aparecer en estas letras. Nunca. Comer sí como contraindicación a los espíritus nimios, apocados, como antiprograma, como reto de altivez desfachatada frente a los que simbolicen la derecha y su conservadurismo, la mojigatería, la institucionalización del placer. Para ello comer, sí, lo que no se come más, lo que se prohíbe a diestra y siniestra en los medios masivos de comunicación, cuantas veces queramos y como queramos.
Y son muchas las veces que saltan los mediocres diciendo: “¡No hay dinero para ese comer, ese comer es igualmente exquisito y restringido, elitista, para pudientes!” Nada más falso que acusar a esta nueva manera de alegría. Nadie está hablando que haya que comer lo raro, refinado y caro. No. O no sólo eso. No tiene nada que ver este comer con los presupuestos, no depende, pues, de un status. No. Este nuevo comer va menos de la cartera y las estrellas Michelín como con una manera de plantarse en el mundo. Así como hace falta un nuevo ver, un nuevo sentir, un nuevo caminar, un nuevo pensar.
Eso: parte del complejo sueño de pensar de otra manera. Este comer es parte de ese como pensarnos de nuevo, más libres, más salvajes: como una forma de refrendar que venimos a este mundo a algo más que luchar (trabajar, rendir y pagar cuentas, cubrir metas), o esconder el pescuezo si no damos el ancho en esta carrera de la selección natural. Refrendar, pues, que venimos también a proferirnos placer y el de comer y beber es apenas uno entre tantos.
Que no estamos acá sólo para sufrir sino para reír y disfrutar. ¿Por qué los pesos y las medidas, los estándares de toda índole, las tablas rasas que miden el desempeño de los hombres, son impuestos por otros y tienden siempre a hacernos sentir como roedores de experimento? Basta. Comeremos y beberemos así: como quien ejerce su derecho al placer. No porque se pueda sino porque se debe. Es un deber el atendernos como humanos. Darnos mimos y abrazos. Como si en ese ritual se representase nuestro gusto por la vida, nuestra alegría por vivirla a tope y sin cortapisas: como uno quiera, cuando uno quiera, con quienes uno quiera: sin demora, sin merma.
Y me imagino que aquí saltaran otros para denunciar este comer como una puesta en engorda. No, espíritus alaciados. Estas letras ni siquiera han pensado en ello. No es parte de su deseo embarnecer los cuerpos sino los espíritus. Porque en ningún apartado se leerá aquí que se hable de este nuevo comer como un atentado contra la salud, como si el que ejecutara tal proceso de rejuvenecimiento, de belleza interior, fuera una bestia sin inteligencia. Por el contario, éste que hemos llamado el nuevo come es casi como un ritual religioso en que todo se ha dispuesto de manera ordenada para la consumación de una vieja magia: la de la cultura por sobre la barbarie. Y pondré un ejemplo: ¿es justo y necesario, en verdad es cierto que volverás a ingerir esos refrescos del supermercado? Llenos de azúcar y tintes, que saben a porquería apenas se les ha ido el gas añadido o se han enfriado? ¿Te gustan en verdad esos congelados? ¿Los alimentos que te cuestan como otros más altos pero pides a domicilio, una y otra vez, como robotizado, como si fueran un tesoro largamente anhelado peor aún un deseo largamente anhelado? No los necesitas. Nadie los necesita. Nunca más. No son para humanos. Esos alimentos, lo sabemos, no levantan el relato. No.
Y vaya que no se puede hablar de este nuevo ejercicio de reflexión como una mera ingesta insaciable desasida del relato. No habrá, pues, un nuevo comer sin que en su nombre se levante por todo lo alto dicho relato, entendido no como una u otra manera de contarnos cosas superfluas, sino un sustrato que nos constituye medularmente y en donde el cúmulo de palabras, de historias, el artificio profundo de decirnos (y en ello una manera de guardar, proteger y reproducir) las maneras en las que vivimos, sea sinónimo mismo de la palabra cultura, la palabra civilización. El relato como proferirnos humanidad. ¿Cómo te ha ido en el trabajo? ¿Qué piensas ahora, qué quieres que hagamos mañana? ¿Platícame cómo es que va ese proyecto tuyo que tanto has planeado?
Comer entonces como un acto simbólico elevado. No como como insulsa sofisticación, consumismo, apropiación capitalista de los sabores. Porque eso no se busca y debemos de seguir empeñados en ello. Este nuevo comer está fuera del mundo de los restaurantes, la cocina televisiva, los concursos cada vez más salvajes entre cocineros en diferentes latitudes sólo para saber quién puede ser más explotado por el mercado. Aquí eso no sirve. No es lo que buscamos. Y casi siempre en esos espacios se llega a lo mismo pero nunca un nuevo sabor. Y eso es justo lo que necesitamos: darle a nuestra vida un nuevo sabor, nuevos sabores. No nuevas recetas de tal o cual chef que según él ha descubierto el agua tibia, el hilo negro. No se trata este nuevo comer de un compendio de nuevas recetas. Eso sería muy fácil.
Por el contrario, se busca todo un nuevo equilibrio, de un descubrimiento de viejas maneras en que, en los muy remotos tiempos, alejados un tanto un mucho más de la salvaje competencia del dinero, comer significaba el encuentro entre los pares, la felicidad proclamada como bien conjunto, y en donde la cocina llegó a representar la guarida perfecta para la protección de lo que realmente importaba: nada más que el otro, el nosotros, el concepto de lo nuestro. Comer como vivir entre todos, y donde el ejercicio propio de la ingesta no observaba grandes reglas o no exigía de grandes órdenes y adiestramientos salvo comer juntos y al mismo tiempo, dejarse llevar por el ánimo construido por la comitiva. ¿De qué se hablaba en esas comidas? ¿Qué era lo que religaba aquellas pláticas que no proviniera de nosotros mismos? Y en verdad vaya que no existían las reglas. Vamos, ni los invitados súbitos o el televisor encendido hacían las veces de irrupción nefasta del ritual que era comer con los pares. No. E insisto: no importaba si uno estuviera comiendo pizzas y tacos, tortas o hamburguesas, las sobras de la tarde o cualquier cosa sacada recalentada de la nevera.
Esas eran comidas llenas de sangre, de vida. Como si se hubiera tratado de una burbuja refractaria tanto a las grandes catástrofes como a las más pequeñas estupideces, a las nimiedades que en lugar de aterrarnos deberían darnos risa. ¿Eran aquellas viejas comidas, por cierto, más propias de la ingesta de comestibles (la recuperación de la energía por vitaminas proteínas o carbohidratos) que de la nutrición profunda de las fuerzas del espíritu? No lo creo. Ambos nutrimentos se saciaban a la par, estaban imbricados, iban de la mano: en ellas se buscaba y lograba el restauro no sólo del cuerpo sino también del espíritu.
Comer, este comer propuesto entonces visto como un estilo de vida en el que no existe más marcaje de lo conveniente según cánones ajenos, sino el ejercicio de la libertad individual: asumir el cuerpo propio como la casa que uno cuida como quiere, como concibe según su gusto, su personalidad, su estilo propio de cara al estilo de su época, el ejercicio libérrimo del albedrío, la ejecución a mansalva de los derechos y facultades que por humano, uno tiene como inalienables. Ser y hacer, simplemente lo que uno quiere, como lo quiere, y en el momento que uno quiere con la casa de su cuerpo y su adentro, claro, sobra decirlo, sin que esto perjudique o limite los derechos del otro.
Entonces un comer y un beber que, ya lo intuyen algunos, no tienen nada que ver con la comida y la bebida. O mejor dicho: se hallan más cerca del plano de los deseos, los sueños, más en relación con el mundo de las ideas que de otra cosa. ¿Qué ideas? Las ideas de libertad, de arte, de poesía, que son en conjunto ideas sobre un nuevo humanismo y, al mismo tiempo, la ruptura con ideas arcaicas sobre el deber ser. ¿Por qué ceñirnos a patrones de estética, por decir algo, y al querer ser otros volvernos deudores de un mundo salvajemente corporativo que busca sólo el consumo de productos’ Por qué creemos y pagamos por la imposición en nuestras cabezas y corazones de un estilo de vida ajeno que sólo le retribuirá a las empresas con inversiones copiosas con el apoyo de campañas publicitarias vorazmente lucrativas y mentirosas? O en otro orden de ideas: ¿Por qué ceder ante campañas de salud que son meramente formales y que conforman (más que empeños gubernamentales integrales a favor de la salud del pueblo), meros arrebatos de información siempre alarmista y tendenciosa? ¿Por qué creemos de entrada en tantas y tantas campañas hechas con las patas en supuesto apoyo al llamado sector salud?
Nunca más esos miedos se sentarán a nuestra mesa. Esos no son sino remedos de seguridad social, pensamientos de derecha que infunden miedos y culpas que información veraz. La salud privada y la salud pública, van de la mano con que los humanos vivan bien. Y eso de vivir bien es cosa de nosotros. De nadie más. Las respuestas a nuestras carencias y problemas no se hallan entre reportes macroecónómicos o acuerdos de apoyo gubernamental a los más vapuleados agricultores o ganaderos. No en campañas mediocres de gobiernos corruptos. No. Ahí donde haya un pedazo de pan, un pedazo de carne, ahí donde se junten los amigos con una botella de aguardiente a jugar las cartas, ahí donde se pongan a hervir una decena de huevos para desayuno antes de ir al colegio, habrá humanidad desasida de ataduras y negaciones. Sólo los mentirosos dicen: “No”. Los políticos de porquería son los que dicen no, y roban siempre. La vida no dice “No”. La vida dice: “Sí”, todas las veces, y continúa.
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