¿Cómo hacer para que los mexicanos lean?, ésa parece ser la pregunta de miles de promotores culturales, escritores y académicos del país. Cada que aparecen las estadísticas de índices de lectura (siempre bajos) vienen los lamentos y, también, las propuestas. Algunas han funcionado muy bien (Salas de Lectura), otras no tanto (la de los 15 minutos) y otras más se han encontrado con una fuerte oposición no tanto por parte de los lectores sino de los mencionados promotores, escritores y académicos (Perrea un libro).
Peor aún, las estadísticas suelen tener un rango de error grande (por ejemplo, cuando resulta que la mayoría de los mexicanos dicen que el único libro que han leído es El Quijote), tampoco parece no haber una correlación entre el número de libros publicados (muchos) y el número de libros leídos al año y, para más inri, los estudios acerca de las motivaciones de la lectura son más bien parcos. Unos de estos, elaborados en la última década por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe dan algunas razones de por qué no leemos y por qué sí leemos los mexicanos.
Según estos estudios, la mayoría de los mexicanos simplemente no lee (más del 70 por ciento). Pero la motivación principal para leer es buscar “conocimientos generales”. Sin embargo, ¿qué tanto hay de esos “conocimientos generales” (historia, ciencias, antropología, artes, etc…) en las librerías y bibliotecas?
Los productores del conocimiento (o algunos de ellos)
Los académicos son personas maravillosas (y mayormente felices) que se dedican a investigar (por lo general) lo que les da la gana, a dar clases y a perder el tiempo en engorrosos trámites administrativos (esto último, por supuesto, no es culpa de ellos).
Hablar con un académico y preguntarle por su área de especialización suele ser una delicia: conforme avanza la plática uno puede ver cómo se emocionan y casi casi se “transportan” a un lugar fantástico lleno de anécdotas y datos curiosos.
Ellos, claro, no son los únicos productores de conocimiento: todos producimos conocimiento. Pero sí son quienes tienen la ventaja de poderse dedicar más a ello. Y, además, son a quienes les paga la sociedad, vía CONACYT e instituciones de enseñanza, para hacerlo.
¿No sería deseable que esas charlas, donde el académico cuenta alegremente lo que ha estudiado, estuvieran por escrito? ¿No formarían parte de eso llamado “conocimiento general”?
Las librerías mexicanas y las librerías estadounidenses
Las librerías en EU (y sus bibliotecas más aún) me parecen fascinantes porque uno encuentra libros de cualquier cantidad de asuntos: desde las costumbres sexuales de Gengis Khan y (su vínculo con) la creación de la civilización occidental hasta química celeste, pasando por la historia natural de los árboles de la comarca, los ritos en Sumatra y las biografías de matemáticos y pintores.
En cambio, la diversidad en las librerías y bibliotecas mexicanas es sumamente más baja. Incluso hay temas y áreas de investigación completas que sólo se pueden conseguir en las ferias, en las universidades que los publicaron o, si ya se dieron cuenta de que estamos en el S. XXI, en línea. ¿Por qué casi no hay libros académicos, es decir, de “conocimiento general”, en las librerías mexicanas?
Contrataciones e incentivos a los académicos
En EU los académicos recién contratados por una universidad están, digamos, a prueba. Y gozan de un lapso para transformar su tesis doctoral en un libro (además de publicar artículos indexados). Un libro que puede ser lo que se conoce como “de divulgación”, es decir, un libro que pueda leer cualquiera que no sea experto en la materia. En cambio, en México, publicar un libro de este tipo suele no estar vinculado a más que el capricho del autor: ni es una obligación por parte de las universidades ni tampoco hay muchos estímulos (CONACYT, premios) que lo promuevan.
Muchos de estos libros en EU, por supuesto, son ilegibles (como la mayoría de los libros que publican las universidades en México). Pero hay otros excelentes, donde no sólo es interesantísimo lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Autores que hacen gala de técnicas de tensión dramática para desvelarlo a uno leyendo sobre biogeografía, teoría del caos o historia jurídica del Caribe. No es broma. Los dos primeros (de Jared Diamond y de James Gleick, respectivamente) fueron bestsellers y el tercero, de Rebecca Scott ha ganado tres premios.
Aprender a narrar
Así, si bien modificar los incentivos y estatutos de contratación para los académicos mexicanos podría proveer de más libros de “conocimientos generales” en los que estuvieran interesados más lectores, también haría falta algo más: enseñarles a los académicos a narrar.
Ciertamente saben escribir, pero pocos saben convertir su narración en una que sea tan emocionante como su charla. Peor aún, buena parte de los estudiantes de posgrado (en cualquier área) ni siquiera dominan la escritura académica y tardan semanas o meses en redactar un artículo (tampoco es broma), lo que vuelve imperante volver a las bases: a la educación básica donde, al parecer, ya hay un acuerdo implícito de que está muy bien que un estudiante de secundaria se gradúe sin saber escribir un ensayo… o un cuento.
No sé a usted, pero a mí me gustaría que hubiera más libros de este tipo, de “conocimiento general”, bien escritos, apasionantes, en las librerías. Creo que esto mejoraría los índices de lectura en nuestro país. Sin embargo, para que existan, deben de aprender a escribirlos quienes pueden escribirlos.