Independientemente de cuál sea nuestra preferencia política, nivel de ingresos, grado de educación o qué tan demócrata y tolerante se llegue uno a percibir, el paternalismo autoritario permea nuestra forma de ver las cosas. Basta con hacer un breve repaso de creencias y actitudes para comprobarlo.
Se encuentra en nuestras leyes cuando, en vez de dejar que la información fluya libremente en las campañas, se prohíbe el contraste por llevar a calumnias y denigraciones, protegiéndonos así la autoridad de nosotros mismos. Está en las actitudes por acabar con una televisora por presentar programación basura, en vez de pedir más opciones que compitan por contenidos y hacer más atractiva el arte y la cultura con nuevos formatos e ideas.
Uno puede revisar todas nuestras creencias y encontrará nociones de que algo debería prohibirse por considerarlo “malo” y creer que así protegemos a los demás de sí mismos, en vez de apostar por un individuo que pueda discernir y juzgar. Hay pocas ideas más paternalistas y autoritarias que ésta.
Otra vertiente de este pensamiento es prohibirnos algo porque “no estamos listos” para ello. Así se nos mantuvo por décadas en el autoritarismo pensando que “no era hora” para apostar por la democracia, por ejemplo. O dicho de otras palabras, esto se resumía en el proverbial “sí, pero no” del priísmo tradicional. Detrás de esa abnegación y paciencia siempre se ha escondido una persona o grupo que se beneficia de la ignorancia ajena.
El más reciente encuentro con este atavismo se dio hace unos días, en el marco del festival de cine Distrital. A unos días de presentarse la película Lucifer de Gust Van der Berghe el director de la Cineteca Nacional, Alejandro Pelayo, canceló el evento. De confirmarse, la explicación que dio al cineasta debería grabarse en letras de bronce a la entrada del recinto:
“Sí, a ustedes les parece muy buena porque ustedes son educados y porque ustedes se dedican al cine, por eso a ustedes les gusta, pero al resto de la gente no. Se necesita mucho contexto para entender una película como esta, y la gente en México no la tiene”.
Cuando era estudiante universitario mis grandes refugios eran la Cineteca Nacional y los cines del Centro Cultural Universitario. Eran días en que La Última Tentación de Scorsese generaba polémica, y también de apuestas por eliminar la censura a películas como Rojo Amanecer o La Sombra del Caudillo. También en esos lugares conocí a Kurosawa, Greenaway, Terry Gilliam y muchos otros.
¿Estaba el público general “preparado” para eso? No soy quién para decirlo, pero gracias a lugares como estos pude conocer y formar un criterio. Nadie me “educó” a apreciar el cine. Tampoco me dedico a esa actividad. Y no creo que haya necesitado mucho “contexto” para entender ese cine, simplemente una mente abierta. Eso es lo que nos niega el nuevo paternalismo que muestra Pelayo. Es función del gobierno preservar el patrimonio cinematográfico y proveer espacios al margen del cine comercial.
El reto es cómo hacer atractivo un cine para el que, a juicio de Pelayo, se necesita “educación”. Se trata de abrir al individuo posibilidades que no necesariamente todos aprovecharán. Un paso más implicaría adoctrinar con contenidos, como quizás algunos les gustaría ver en los medios en lugar de las odiadas televisoras, por ejemplo.
Esperemos que esta visión no la compartan en toda la Secretaría de Cultura.