Cuentan que, al final de la edad media europea, los ejércitos de los príncipes y reyes de esos ranchos solían estar integrados casi exclusivamente por mercenarios, por soldados a sueldo. Que luego, durante lo que ellos llaman su “renacimiento”, los monarcas utilizaron este tipo de servicios para consolidar sus territorios y gobiernos: lo que ahora llamaríamos “estados”. Y también, claro, antes y después para las guerras a distancia –como Las Cruzadas-, las guerras de conquista y, por supuesto, para contener los impulsos independentistas de sus otrora colonias en América, Asia y África. Así hasta que, por iniciativa de Nigeria, la Organización de las Naciones Unidas redactó un tratado para su prohibición en 1989.
Pero no desaparecieron. Ahora se llaman “contratistas” y, tal vez por el cambio de nombre, por la proliferación de compañías privadas camaleónicas, o por lo que usted guste y mande que haga que la prohibición no se cumpla, ahora nos encontramos ante un nuevo auge cuyo inicio podríamos precisar con la invasión de Iraq y Afganistán, para derrocar dos regímenes autoritarios, a cargo de las fuerzas multinacionales lideradas por los Estados Unidos.
Y parece ser un gran negocio, basta con mirar los sueldos de los reclutas y hacer una pequeña comparación no sólo para tener una idea más clara sino, por aún, para tratar de imaginar la modificación de las estructuras sociales que están produciendo.
Recientemente, Emily B. Hager y Mark Mazzetti publicaron un artículo en The New York Times que menciona cuánto ganan los soldados latinoamericanos reclutados por los Emiratos Árabes Unidos para luchar en Yemen tras esa “Primavera Árabe” que no resultó tan alegre como se quería . Los muchachos, en campo, ganan 5 mil dólares mensuales. Cinco mil dólares que podemos imaginar no sólo libres de polvo y paja, sino completamente ahorrables pues sus gastos de alimentación y hospedaje se suponen cubiertos. Y eso, claro, imaginando que son soldados honorables que nunca incurrirán en la rapiña ni en ninguna de esas acciones horribles que suelen suceder en las guerras. Además de que, por supuesto, podríamos suponer que todos eran soldados regulares de sus respectivos ejércitos legales que, simplemente, decidieron tomar una oportunidad laboral. Es decir, nada de exguerrilleros, ex paramilitares, ex sicarios ni nada por el estilo. ¿Lo que ganan es mucho o poco?
Evitemos esa maravillosa trampa mercantilista que nos llevaría a pensar “cuánto me necesitarían pagar a mí para matar gente” y pensemos en otros empleos. Si tomamos el dólar a 17 pesos, esos muchachos ganan 85 mil pesos mensuales libres. ¿Cuántas personas conoce que ganen una cantidad similar? Muy probablemente ni usted ni ninguno de sus conocidos. Los grandes empresarios sí que los ganan y más, pero ellos no son empleados. No los gana un maestro de primaria ni de universidad, tampoco un médico promedio ni, por supuesto, un obrero. Así que entre los empleados sólo nos quedan los directivos de grandes compañías (menos del 1 por ciento de la población) y los políticos. Veamos los políticos, los burócratas.
La mayoría de estos muchachos, dicen los del Times, son colombianos. Y resulta que ganan más que un consejero o que un directivo grado 9 de Casa Nariño, que es el equivalente de Los Pinos en Colombia. Es decir, si estos muchachos no acuden a la rapiña y los políticos colombianos son honestos, un mercenario colombiano gana más que un consejero del Presidente de la República. Peor aún, estos mercenarios tienen un sueldo mayor al del Presidente de Bolivia y uno equivalente al del Presidente de Perú.
En el caso mexicano, ya sabemos que los sueldos de nuestros políticos son altísimos. Pero, aún así, resulta que un mercenario gana poco menos que el sueldo nominal de un Diputado federal y más que un Regidor o que un Presidente Municipal (hay, claro, presidentes municipales que ganan más).
Lo único bueno de las guerras es que no son eternas. O al menos eso es lo que queremos creer: que se acaban. Entonces imagínese qué va a pasar cuando estos muchachos vuelvan a la felicidad latinoamericana.
Durante la edad media y el renacimiento europeos las clases sociales eran muy claras: los que tenían y los que no tenían. Los que tenían eran una microminoría que también ostentaba el poder y, decían, era eso así porque era un mandato divino. Los que no tenían eran la inmensa mayoría: los siervos. Pero había otra clase social privilegiada, más cercana a la aristocracia que a la gente aunque procediera de la gente: los mercenarios. De hecho, si la habilidad y el físico no te lo impedían, ser mercenario era una de las mejores formas de ascender económicamente.
Hoy día pareciera que estamos repitiendo el esquema: una microminoría que controla la economía y el poder por un mandato divino del mercado, custodiada por una elite de mercenarios que ganan mucho más que el 90 por ciento de la población. ¿Qué podría salir mal?