A menos que algo realmente grave sucediese, todo parece indicar que en la mayoría de las elecciones locales de este año vamos a ver dos grandes bloques compitiendo: el PRI y sus aliados por un lado y el PAN coaligado con el PRD y quienes deseen sumarse. Fuera de ello, Morena seguirá probando su suerte compitiendo solo.
Para algunos las alianzas son tan pragmáticas que van “contra natura”, como si la realpolitik se guiase por principios. Es más: un político demasiado doctrinario terminaría siendo inoperante en este ambiente. Ahora bien, hay una diferencia entre saber que el fin puede justificar los medios y creer que los medios son un fin en sí mismo. Pero el darse cuenta o no de esa sutil diferencia es tarea del ciudadano, no de los políticos.
Más allá de la discusión de su conveniencia, hay algo que suena desfasado en el discurso de las alianzas: forzar la alternancia, como si ésta implicase cambios. De pronto quien cree en ello se ve transportado a los años noventa, en vez de pensar por qué estas alternancias rara vez han llevado a una mejora en la vida de los estados. Incluso los nuevos terminan adoptando los vicios que se atribuían a los tricolores.
Pero lo más grave del debate de las alianzas es darnos cuenta que todas las reformas políticas desde 1963 al día de hoy no han llevado a que los partidos de oposición construyan liderazgos de base fuertes y sólidos que compitan con el PRI. Por ejemplo, ¿cómo es posible que en Veracruz el PAN y el PRD se tengan que alar para vencer a un Gobernador como ha sido Javier Duarte?
Las reformas electorales dieron espacio de representación a las oposiciones y construyeron instituciones que administran las elecciones de manera confiable. Sin embargo se dio demasiada atención a la equidad entendida como “condiciones de competencia igualitarias” en lugar de fomentar la competitividad de los institutos políticos. Tenemos hoy partidos temerosos a la competencia que representan los independientes. También nuestros institutos políticos se orientan más a sobrevivir y mantener prerrogativas que arriesgarse y presentar proyectos de contraste.
Para decirlo de otra forma, nuestro sistema de partidos se encuentra anquilosado y carente de verdaderas propuestas, con reglas que están hechas para que se protejan mutuamente en vez de castigar la corrupción en sus dirigencias o en las campañas. O como dice el refrán, si uno se va ¿quién apaga la luz? Mantener este sistema sólo debilita y desprestigia a la democracia, exponiéndola a los embates de la demagogia y el discurso simplista.
Lo peor es que los propios partidos no hablarán en serio de este problema en tanto represente una pérdida de privilegios. Hablemos de bajar los requisitos para formar partidos o que haya candidatos independientes, a cambio de endurecer las condiciones para conservar el registro o acceder a recursos públicos. Cuestionemos las fórmulas de asignación de recursos públicos, condicionándolo a votos efectivos. Demos validez jurídica al voto nulo como mecanismos de castigo a los partidos. Liberalicemos el modelo de comunicación política, para que se permita mayor contraste y los ciudadanos podamos hablar con libertad en los medios.
Demos marcha atrás a las reformas electorales de 2007 y 2013, que sólo han fortalecido el poder oligopólico de los partidos. Propuestas sobran, faltan agendas claras y estrategias de presión asertivas.
