La corrección política desde el lenguaje, originalmente, tenía la intención de ir transformando nuestra habla cotidiana vía la inclusión; para que ésa fuera más armónica, tolerante y plural. O, dicho de otro modo, había que modificar toda referencia que, dado el estado de las cosas, siguiera ayudando a perpetuar la segregación y el odio entre los diversos grupos humanos que componen a nuestras sociedades: poner el dedo en la llaga de las expresiones sexistas y racistas.
Pero, como suele suceder con este tipo de movimientos, pronto sucedieron tres fenómenos que apunto sin orden temporal. Primero, se trivializó (en el caso mexicano gracias a Vicente Fox, aunque los 35 millones de “libros y libras” de Nicolás Maduro lo superaron con creces). Segundo, esta trivialización también se debió, en parte, a la estrechez de miras de muchos de los académicos y activistas que abanderaban la corrección política en los países periféricos (como México o España) y que se limitaron a “importar” o repetir lo que decían sus pares de los países ricos y anglosajones en lugar de estudiar su propio lenguaje y apuntar, en éste, los aspectos que había de transformar. Por último, la idea pasó rápido de la transformación a la prohibición legal, diaque “por el bien de todos” o “por el bien común”. Y la moda de la prohibición pronto alcanzó otros ámbitos, incluso algunos que se creían intocables: como los comerciales en la televisión.
La idea de tratar a la ciudadanía como si fuera un parvulario, un grupo de menores de edad incapaces de decidir por cuenta propia me parece aberrante. Pero ya entrados en gastos, y si en verdad estamos muy preocupados por lograr una sociedad armónica y, ¡cómo no!, por el cambio climático, también podríamos seguir prohibiendo otros rubros de la televisión por amor al “bien común y lo políticamente correcto”. Por ejemplo, la publicidad.
Ok, no toda. Es cierto que, siguiendo esa lógica chata que se ha utilizado para otros asuntos, pudiéramos argumentar que la publicidad es el primer aliciente del consumismo y que el consumismo es el principal motor de la contaminación, la devastación ambiental y, por ende, del cambio climático. Pero tal vez acabar con la economía del consumo, vía la prohibición de toda publicidad, podría tener consecuencias aún más desastrosas.
Entonces, qué tal si prohibimos nomás toda la publicidad de lujo.
Es decir, prohibir toda esa publicidad que anuncia, por un lado, artículos imposibles de comprar para la mayoría de la población que gana menos de seis mil pesos mensuales, o que sólo se pueden comprar haciendo un gran esfuerzo familiar por meses o años: adiós carros, adiós electrodomésticos que cuestan más de tres meses de salario mínimo, adiós ropa “de marca”, etcétera.
Por supuesto, de la mano iría prohibir todos esos anuncios de productos que no apuntan a las necesidades básicas: adiós perfumes y lociones, adiós smartphones, adiós sodas y refrescos.
Mejor aún: también prohibir todos aquellos anuncios comerciales que, independientemente del producto que quieran vender, muestren imágenes que parezcan retratar a la clase alta e inalcanzable por el 90 por ciento de la población mundial: adiós anuncios tipo James Bond, adiós anuncios con palacios, yates, castillos y mansiones, adiós a todo ese racismo y clasismo implícito y explícito en la publicidad.
Y, claro, habría que prohibir también en la publicidad toda palabra y/o expresión que implique o apunte a una segregación de clase: beneficios exclusivos, distinción, VIP, elegante, único, clase, buen gusto, etcétera.
¿No es políticamente incorrecto que casi toda la publicidad muestre al estrato económicamente más alto de la sociedad? ¿No insulta y segrega mantener este tipo de prácticas? ¿No conllevan de facto ese horrible mensaje que dice “si no perteneces a este grupo social, jamás serás alguien en la vida”? ¿Y acaso no es la clase alta el grupo social que más recursos utiliza y más contaminación causa per cápita? ¿No es este afán de pertenecer a la clase alta, uno de los principales motores del consumismo y el desperdicio? ¿No tendríamos una sociedad más armónica si todo el tiempo la publicidad no estuviera mostrándonos lo pobres que somos?
Repito: prohibir algo por supuestas razones morales, bajo la falacia de “el bien de todos” y el supuesto de que la gente carece de juicio y libre albedrío, me parece aberrante. Pero no deja de ser curioso que, en esta moda de prohibiciones políticamente correctas, parezca importar tan poco el discurso permanente que apunta a esa superioridad de clase económica. Tal vez, parafraseando lo que dijera Slavoj Zizek, esta farsa de la inclusión, esta doble moral, tiene que ver con que solo se busca que seamos iguales como consumidores, no como seres humanos.