MORRIÑA

26/12/2015 - 12:00 am
En portugués saudade, en galés hiraeth, yo, en lo personal, bailo con mis fantasmas y él, gallego, tiene morriña. Foto: Internet
En portugués saudade, en galés hiraeth, yo, en lo personal, bailo con mis fantasmas y él, gallego, tiene morriña. Foto: Internet

En portugués saudade, en galés hiraeth, yo, en lo personal, bailo con mis fantasmas y él, gallego, tiene morriña. Y la morriña lo tiene a él. Qué palabra tan linda, tan tiernita y aparentemente inofensiva. Algo que ver con el morro, con algo pachoncito y abrazable. Y diablos. Es una pequeña traicionera, una hadita jodona que llueve sobre todos los desfiles. Para mí “las fiestas” nunca habían significado mucho más que la llegada del invierno, mi gripa anual y la renovación de mi membresía de la Asociación de Odiadores de Cohetes, pero ahora significan esa nostalgia que no me pertenece y que me duele en ese lugar entre la piel y los huesos, en todas partes, y que no puedo curar.

Reconozco la llegada de su M igual que él reconoce la llegada de mi M: se le empieza a ensombrecer la frente y deja de poner atención. La ciudad es un fantasma con el que no se relaciona, que pasa a través de él, y él la atraviesa también, en coche, a pie, empaquetado contra el frío porque la piel se lo pide, no porque se dé cuenta. En vez de una reconfortante bebida caliente al día, necesita tres o cuatro. Sí, hace frío, pero no es el mismo frío de allá, el que conoce y tiene que ver con caminar sobre los adoquines porque los amigos esperan en las esquinas para compartir unas cañas y unos trozos de pan con salchichón.

A juzgar por los artículos que inundan el internet estos días y por los repetitivos leit motifs de las películas gringas que nos llegan, detecto dos temas principales: el conflicto que a las personas les causa reencontrarse con sus familias (“Cómo sobrevivir esta Navidad”), y las ausencias, que se hacen más evidentes cuando una silla en especial queda vacía (“Duelo y melancolía durante las festividades”). Lo suyo, que ahora es lo mío, es distinto. Él no sufre por lo que no está; sufre por lo que sí está, allá, lejos, y lleno de culpas por lo que está aquí, cerca, abrazándolo. Su playa lo saluda desde el otro lado del océano y él se mete bajo las mantas en el suburbio, aquí, donde caminando no se llega a ninguna parte. Esta casa no acaba de ser su casa y la otra casa no deja de ser allá, y es como si un presente alterno lo extrañara a cada momento, y hubiera un hueco en una cama en la que yo no quepo, un permamente olor a su comida favorita llenando una pequeña cocina, esperando que de súbito se abra la puerta principal y la añoranza se acabe porque la pieza que se fue de parranda vuelve al rompecabezas.

A mí el invierno me cuesta pero me guardo mis viejas nostalgias para ser toda compañía, toda “sí te basto”, pero ni expandida soy un continente, ni soy los brazos que faltan ni las rutinas de tres décadas que se reinventan en él conmigo y en así pasó, porque no lo planeábamos y me conoció y hay que avanzar hacia el futuro y desanclarse y anclarse y amar. Los de allá me quieren por quererlo y me envidian por tenerlo y a él se le parte en dos el corazón y los fragmentos, buscándose uno al otro, se quedan flotando en el océano, ni de ellos ni de mí, lejos, tristes, mojados en agua salada a la mitad y en ninguna parte.

Le presto a mis amigos pero no le quedan. Le presto a mi familia y el nuevo espacio que le han tejido hoy no le queda: le recuerda la silla vieja allá, donde sobrarán cangrejos, pedazos de queso y copas, donde los brindis viajarán hasta nuestro huso horario cuando sea, aún, demasiado temprano para nosotros, y dirán: “Se les echa de menos”. Y en la noche, acá, no será brindis sino sed acuciante con resacas dolorosas porque no le falta un alguien en una silla, sino una mesa a la que arrimarse: el solo es él, el equivocado es él, el lejano en adoquines ajenos, extrañador en potencia es él.

Llamemos. Volvamos a llamar. Déjame prepararte el pan aquel, conseguirte ese vino, cantarte alguna canción. Quiero ser tu patria, tu casa, tus amigos. Quiero ser el destino final de cada vuelo, quiero ser el cartel con tu nombre que más te alegre ver. Quiero (¡tanto!) unir tus piezas y olvidarnos del dolor de querer estar aquí y allá, bebernos el océano y que no haya distancia entre tu ser y tu estar, entre el ayer y el hoy que nos construimos sobre estos ladrillos, sobre este suelo, aquí. Quiero tu totalidad y que “volver” signifique volver a mí, siempre, porque soy egoísta en mi recibir y también en mi dar, porque quiero darte todo y ser todo pero no soy continente ni mesa ni pasado.

Te abrazo en silencio y siento tu hueco latiendo en nuestra cama, en nuestra pequeña mesa de comidas extrañas, en la fiesta fuera de horario y en los ojos húmedos y la sonrisa que es “pero te amo”, y contemplamos juntos el hueco. Mañana girará nuestro planeta y te abrazaré hasta que el hueco creciente mengüe, hasta que sea la mitad de un hueco, hasta que un día más cálido vuelva a llenarse de luz, de presente, de nosotros, y eso te recuerde por qué hoy, por qué aquí, por qué yo, y decidas quedarte otra vez, a pesar de todo.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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