La lucha por el poder es descarnada, y quien se victimiza al buscar o ejercer un cargo público no es apto para gobernar. Por ello en casi todas las democracias las reglas electorales fomentan la mayor competencia posible: debates donde los candidatos se golpean con todo, escándalos desde las políticas impulsadas hasta escándalos personales, propaganda de contraste y otros elementos.
En un entorno competitivo, se entiende que no hay táctica mala en sí misma pues no se mide solamente el escándalo, sino la capacidad de respuesta del atacado. ¿Se imaginan a un político que se tira al suelo al victimizarse enfrentando una crisis de gobierno?
Por otro lado, la libertad en reglas no implica que todos hagan lo que quieran: el ciudadano también premia o castiga un buen o mal mensaje. Es decir, una democracia madura asume que los ciudadanos son mayores de edad, no personas que deban ser protegidos de sí mismos. El paternalismo en este rubro esconde una mentalidad autoritaria debajo de la defensa de la moral.
Lamentablemente tenemos una de las leyes electorales más restrictivas, tanto en financiamiento, como en tiempos para competir y comunicación política. Detrás de esta arquitectura se esconde el interés de los partidos por controlar las carreras de sus miembros, dejando fuera todo elemento que pueda darles una ventaja personal.
Semejante normatividad no sólo ha sido incapaz de evitar problemas como la entrada de dinero de procedencia ilícita, sino que la restricción sólo motiva a encontrar nuevas formas para darle la vuelta a las leyes. Se habló de este tema hace unas semanas en la editorial “En defensa del Partido Verde”.
Lo peor: estas leyes terminan definiendo las condiciones de competencia para élites políticas incompetentes. Ningún político mexicano ganaría una elección bajo las reglas de otras democracias más libres. Para ganar una candidatura no es tan necesario tener bases electorales o tejer una carrera basada en resultados: basta con controlar el partido para definir quién estará o no en las boletas. Por ejemplo, en las elecciones presidenciales de 2012 un candidato venía de una clase política local cerrada, otra era una autora de libros de autoayuda que no había ganado y el tercero había hecho una carrera política medrando de sus derrotas.
En la medida que estas reglas benefician a cúpulas partidistas anquilosadas, la tendencia es a hacerlas más restrictivas. Ejemplo de ello fueron las declaraciones del presidente del PRI, Manlio Fabio Beltrones, que busca limitar los mensajes de quienes son percibidos como precandidatos a 2018, con dedicatoria a Ricardo Anaya y a Andrés Manuel López Obrador.
Dejemos a un lado que ya es tarde para que esta reforma aplique antes de junio de 2016 si acaso se aprueba pronto: quienes se benefician son los liderazgos partidistas a costa de la información que puede tener el ciudadano para juzgar. Y lo principal: sólo le da una nueva oportunidad para que el tabasqueño se tire al suelo a gimotear, lo cual le encanta a su feligresía.
Insistir en este camino sólo expone a nuestra democracia a políticos cada vez más mediocres, lo cual facilita un colapso en momentos de crisis. Es hora de replantear las reglas: liberalicemos para que los candidatos más aptos sobrevivan.