Antonio María Calera-Grobet
09/10/2015 - 12:01 am
Te gusta o te chingas: la cocina de mentira
En algún momento un grupo de empresarios, con base en profundísimos estudios de mercado (y peor: en la idea más bien perversa de sabernos leídos por dentro, habernos estudiado meticulosamente en cuanto a nuestro sentido del gusto), decidió, por sus pistolas (las pistolas del capital, el libre mercado, el neoliberalismo y su gran gama […]
En algún momento un grupo de empresarios, con base en profundísimos estudios de mercado (y peor: en la idea más bien perversa de sabernos leídos por dentro, habernos estudiado meticulosamente en cuanto a nuestro sentido del gusto), decidió, por sus pistolas (las pistolas del capital, el libre mercado, el neoliberalismo y su gran gama de oportunidades), decidir en qué tipo de restaurantes querríamos comer.
Nos cayeron entonces los arquitectos de mall, los interioristas, un buen grupo de fancy guys para detallar las atmósferas y, para rematar, un gran cúmulo de lugares comunes en el tema del sabor, camuflado de “cocina de vanguardia”, “nueva cocina”: todo un tinglado (un armatoste a prueba de errores dizque refinado), para garantizar la llegada de los comensales hambrientos, sedientos, con ganas de vivir el mundo contemporáneo a todo dar, a sus anchas, en libertad.
¿El resultado? Un panorama gris de la cocina absolutamente moderna (ciertamente ni tan moderna y mucho menos cocina), que pulula por cualquier entorno metropolitano y que simboliza al principal enemigo a vencer para los paladares apasionados. Los tenemos bien presentes. Me refiero a ese tipo de restaurantes maquilados de la misma manera, sin identidad precisa (de ahí que se parezcan todos entre sí), y que hacen las veces de nómina visual en los corredores gastronómicos de nuestras colonias, nuestros bulevares, centros comerciales. ¿Cómo son? Pues falsos. Desde su marquesina, con nombres que parecen de pompa en italiano, francés y hasta español (nombres propios, rimbombantes, de cierto sonsonete que alude tramposamente a la tradición de la que se abreva). Imaginemos, juguemos: “Gino's Ristorante Italiano”. “Saussice Bistrot”, “Tasca El Mesón de Don Dimitrio”. Incluso más nimios y torpemente pop: “Phoebe Buffete & Central Perk”. Esa es la idea. Voilà. En ese Maremagnum de la percha mentirosa, todos somos otros, casi siempre mediterráneos, neoyorkinos, hípsters cosmopolitas con doctorado en todo lo que se haya pensado, y gustamos de leer poesía en una terraza cool de cara al mar o la montaña.
¿Y en su comida? Pues ni tan buena y casi mala. Se trata de espacios impersonales (parecidos más laboratorios o salas de operaciones que lugares para la charla y el beneplácito), que debajo de lo que pareciera una percha de lugar para la tranquilidad y el solaz, carecen absolutamente de personalidad. Materiales pobres que simulan otros más caros, texturas que dan un look de viejo, avejentan (como si con ello se aprendiera el saber y el sabor de la comida de antaño), o bien materiales pobres que al apropiarse de cierta manera (por ejemplo: vigas lustradas o entintadas, polines, conglomerados, palets,) que al pretender resignificarlos hasta borran sus pesadas señas de identidad. Recordemos: las barras bien plantadas e iluminadas al centro, en el salón iluminación tenue desde abajo (de la manera en que todo puede ocultarse bajo una buena salsa la idea es que de noche todos los gatos sean pardos), cualquier cantidad de sombras, luces indirectas, reflejos en espejos hasta el cansancio, rematando con un mobiliario de madera oscura y manteles blancos. ¿Y el look de los meseros? Por supuesto neutro, lo más sincero: clásico. A lo lejos, como escenografías, carritos de postres, tal vez la cocina un tanto abierta y un par de piernas de jamón serrano.
Sucede que todo es una trampa. Analicemos. Platillos probados y a pesar de ello mediocremente hechos, con los que no se corre ningún riesgo y por lo tanto no hay invención ni regocijo ni sobresalto. ¿Qué es lo que ocurre? Que casi siempre la materia prima es la que sale a flote: no su cocinado. Y esa la hizo Natura no el avaro empresario. Entonces los restaurantes hacen como si cocinaran un pobre filete sin secarlo, los comensales como que comemos en un lugar con encanto. Mentira. Ese quizá el discreto encanto de la burguesía al que se refería una y otra vez el maestro Luis Buñuel: saberse mentido y también saber mentir. Y esto verdaderamente ha llegado al hartazgo. Lugares llenos pero con el sabor vacío, que han creado, a fuerza de reproducirse incesantemente, de realmente buscarlo, un gusto: el malo.
Pareciera que la comida verdad ha quedado sepultada. Que no hay lugar para los paladares exigentes (los que no se conforman con lo que hay, gustan de buscar, encontrar, cocinar y comer lo que quieren), y que los nuevos cocineros se han asumido ya como técnicos y no como creadores, obedecerán a las trampas del mercado y no a su fuego interno. No hay eros. ¿A dónde habremos de llegar? Deberíamos comenzar por preguntarnos: ¿Esto que como es bueno, vale lo que pago? ¿Lo que como me hace feliz, he aprendido, sentido, realmente degustado algo? ¿Esto en mi plato es verdadero o falso, es mejor que lo que yo mismo me hago? Y no hablo de cosas accesorias. Tampoco de costos y tamaños. Hablo de que esos restaurantes no son verdaderos. Timan. Ocultan. Tergiversan. Esconden. Y en eso somos mil veces mejores en los establecimientos de calle, en los mercados, en los restauradores de antaño. Esos que guardamos en la memoria podrían haber sido menos pomposos, menos ambiciosos pero también más humildes. Eran lo que representaban y por lo menos no eran simulacros. ¡Qué viva la comida de verdad, que muera la comida de mentira!
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