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Antonio María Calera-Grobet

25/09/2015 - 12:00 am

La gran oquedad

Hay un estado del alma que pudiera enlutar más a lo humano que la del hombre retorcido por su propia mano: el hombre que agoniza por hambre. Ahí el cuadro más estremecedor, la imagen de la putrefacción más refinada, la que más pone en entredicho el desarrollo de las civilizaciones en su bello concierto de […]

Hay un estado del alma que pudiera enlutar más a lo humano que la del hombre retorcido por su propia mano: el hombre que agoniza por hambre. Ahí el cuadro más estremecedor, la imagen de la putrefacción más refinada, la que más pone en entredicho el desarrollo de las civilizaciones en su bello concierto de la paz mundial, al capitalismo y su rotunda gama de oportunidades para ser feliz. Nunca nadie podrá zafarse de ese juicio: que los desamparados de alimento son símbolo de la vileza humana, de que su ambición galopante pasará por sobre todas las coordenadas haciendo rodar las cabezas que osen levantarse a su paso. Los pobres no han dejado de ser más pobres. Los miserables brotan aún de entre las grietas: millones dejan de comer porque los pocos de siempre se atragantan los millones.

No, querido lector. Clava tu concentración en esas imágenes que guardas en la gaveta de lo  infernal. Conoces bien la otra cara de los acuerdos políticos, los días internacionales de tal o cual materia de suma importancia para la agenda, la cara verdadera de los olvidados por el mundo del dinero, el banco internacional de la porquería. ¿La recuerdas? La has visto desde niño puesta al televisor. De niño le nombrabas: Biafra. Y casi llorabas. Luego le llamamos Kenya, Burundi, Liberia. Somalia,  Sierra Leona, Etiopia. ¿Y en tu país, México? ¿Te acuerdas que cara tiene la hambruna en esta tu tierra? Claro, bien lo recuerdas. Y también que la pobreza crece. Eso es cosa que todos saben: que en México, según cifras oficiales, hay más de 50 millones de pobres y más de 10 millones de personas en pobreza extrema, que quiere decir que no tienen recursos ni para alimentarse. Acá le decimos Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Estado de México. Y apenas escribo el nombre de ese estado y recalo en que es casi una broma de mal gusto: el hambre es el “Estado Actual de México”. Deberíamos aquí de insertar un emoji. Un lindo emoji de la hambruna.

En todos estos casos, en todos los casos del mundo, el mismo rostro de la miseria. La calavera simulada entre el forro estirado de la piel, acaso engominada por la mugre de las moscas igualmente famélicas. Se viene abajo el color de la piel, las cuencas de los ojos se acentúan como si se tratara de dos fosas profundas, ni mierda sueltan ya los cuerpos sin agua que beber.  Ahí es que ha llegado la tía solterona, la tía mal cogida de la muerte, el tío loco de la muerte y sus enajenaciones a vengarse de lo que nunca supimos: ahí pues es que llega la gran oquedad, que la muerte ha puesto sus huevos en la herida (tal y como Lorca lo dijo y tal como lo hoy lo diría), que decimos adiós al estar vivo.

Vayan entonces estas planas con cierta furia contra los que los que no comparten su pan con quien lo necesita, incluyéndose a sí mismos. Contra quienes no brindan de comer al hambriento en situación de calle. Y vayan con fuerza y dedicatoria más para aquellos en quienes recae tal gesto de gracia como una responsabilidad y no han hecho absolutamente nada por ello.  Salvo mentir. Profanar. Robar. Y en este tema robar, desgraciadamente, significa matar. ¿O no? ¿Conoce usted, amigo lector, el caso de “Las Patronas”. ¿Usted cree que ellas hacen esto por el “Premio Princesa de Asturias”, o por el monto con que viene (50 mil euros), o bien por la escultura que lo acompaña de Joan Miró? No. Los políticos sí. He ahí una diferencia. Ellas llevan 20 años. Sí, leyó bien, 20 años haciendo lo que hacen. No es un tema que nació para ser filmado, para ser fotografiado, para ser entrevistado. Mucho menos para ser absorbido por un nefando hipsterisimo (el hipster piensa que las barberías, el peltre, el azúcar mascabado, los pueblos llamados estúpidamente “mágicos” nacieron con él, por él, para él): no. Nació por una empatía profunda, una alta humanidad, a toda prueba, un filantropismo natural, celular, que pocos podrían, biológicamente, soportar. No sin que su cuerpo cayera fulminado. Eso es dar. Montadas sobre “La Bestia” o a sus pies, haciéndose cargo de su vómito rabioso. Eso es dar. ¿Me pregunto: ¿”Las Patronas” no habrán ayudado más que cientos, que miles de políticos por el hambre de nuestra América? Yo digo que sí. 20 años. ¿Les suena algo sencillo? Ni siquiera el crimen organizado se ha metido con “Las Patronas”. Saben del poder de ese ritual, saben del poder simbólico y real de ese dar.  Vaya pues para ellos: los políticos que roban, matan y nunca dan.  20 años sobre la bestia del hambre. Eso y no otra cosa es dar.

Por ello, amigo lector, este texto. Para saber acaso diferenciar: entre el hambre de veras y su pantomima, los que saben darse y los que nunca se darán, viven en la mentira. Seamos de los primeros pues, de los que se saben dar. ¿No es eso en todo caso un acto de clamor entero, querido lector? ¿Antes de proferir al otro la palabra ganapán, mirarnos en el espejo de nuestro pueblo? Mucho menos sorrajar al derrumbado la frase “muerto de hambre”. Eso sí que es de pobres, de gente miserable. No. Y dirían sólo los que todo frivolizan, los que todo lo ven como un juego: “Perseguir la chuleta”. No. El hambre no es ni siquiera “una cosa seria”. Es un límite. Una condición de posibilidad para la vida. No tiene que ver tampoco el dar cuando uno pueda o quiera. Eso no es dar. Sólo en coyunturas de misa, indigentes pedinches de mona en las mesas de bar. No. Eso tiene que ver con la culpa. Con poner palomas en una lista de acciones superficiales. Eso es pura cosa formal. Dar no es hacerlo sólo en maratones de apoyo televisivo, (corporativo, accesorio y demagógico), soltar un billete alto cuando estamos borrachos. Eso es pedir aplausos. No es dar.

Quién profiera palabras pestilentes al indigente, al menesteroso, al pordiosero, al mendigo, al miserable, al infortunado, al mísero, necesitado, quien suelte su excedente sólo al carente, al falto, al escaso, al desgraciado, dirá a cuatro vientos que lo ha carcomido otro vacío, que nidos, urdimbres de lombrices lo han desecado ya, que lo ha drenado ya la gran oquedad, y que no podrá más alimentar no su cuerpo, sino su espíritu. No podrá más amar.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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