Cuando tenía 15 años, mi hermano estaba de vago por el Viejo Mundo. No había internet, no había celulares: había una llamada semanal de tres minutos para dejar tranquila a toda la familia. El que contestaba era el único en enterarse de alguna anécdota divertida y vivir vicariamente a través del viajero por un ratito. Mi madre siempre corría al teléfono y los demás nos quedábamos con ganas. Pero un día él pidió específicamente por mí, lo cual me llenó de emoción. “Ayer me asaltaron y tuve miedo. Si me pasa algo, todos mis diarios y poemarios te los dejo a ti”. Los ojos se me llenaron de lágrimas y no pude decir nada. Los demás me miraban, expectantes y preocupados. “Algo de nosotros”, dije. Algo mío, un legado que habían declarado mío, por primera vez. Un “tú eres la persona a la que confío lo que fui, a la que permitiré conocer lo más profundo, a la que obligaré a recordarme”.
Estoy leyendo una novela en que la protagonista, una adolescente bastante dañada emocionalmente y con un talento extraordinario para la escritura, ha dejado de crear porque no quiere que, al morir, algo la conecte a este mundo. La muerte, dice, es la única redención real. El desvanecernos es la única manera de empezar desde cero o acabar en cero. De que todos nuestros pecados se desvanezcan. Ni hijos ni textos ni nada que obligue a alguien a recordarla o atarla, si es que existe el alma. Adiós y hasta nunca.
La chica es exageradamente dramática y grandilocuente, pero su cosmovisión está tan alejada de la mía que he seguido leyendo, seguramente con la esperanza de que algo o alguien la lleve a la epifanía de que algo suyo vale la pena ser conservado y se ponga a escribir. Porque claro, yo quiero que todos escriban, quiero que todos lean, quiero que todos me lean, me recuerden, me preserven. El abismo negro me aterra y el legado me obsesiona: tengo mi colección de 8 mil fotos en “la nube” pero, siendo de la vieja guardia, sigo imprimiendo lo importante y conservándolo en álbumes. Tengo esta columna semanal, reflejo de mis tribulaciones del momento, más de 20 diarios (el primero se inaugura en mi cumpleaños número nueve), agendas llenas de notas e ideas sueltas, el cuaderno de los talleres, el cuaderno de los libros que he leído y sus citas importantes, las listas de objetivos de año nuevo y de logros de año viejo y, claro, mis novelas, que aunque son “ficción”, analizadas por un par de buenos psicoanalistas con una exposición breve de mis antecedentes, son retratos en vivo y a todo color de todas mis obsesiones, sueños, pasiones y rencores. Estoy aquí, estuve aquí, no me olviden, por favor.
Creo, y lo he comprobado en mi trabajo, que cada escritor tiene un par de temas y puede pasar la vida entera revisitándolos de distintas maneras, desde distintos ángulos. Nuestra vida tiene un número determinado de piezas y aprendemos a moverlas de un lado al otro y, como en los caleidoscopios, el movimiento cuenta nuevas versiones cada vez. En ocasiones las piezas son fantasmas que habría que liberar para poder seguir adelante, nudos en el estambre enredado que somos y que impide que nos deshilvanemos en paz y nos entretejamos nuevos proyectos, nuevos amores, nuevas historias. Pero otras veces las piezas son fantasmas que queremos entretejernos con nuestras propias almas para que la manta sea más compleja, caliente mejor, dure más. En definitiva: a veces se escribe para soltar, otras para mantener cerca. Pero los fantasmas merecen ser soltados, ¿no? Merecen descansar.
He estado debatiéndome con este concepto desde que me enteré de que mi abuela materna, a la cual casi no conocí y cuyo hueco me ha llenado a su vez de huecos, dejó un legado de cartas y diarios y que antes de morir le pidió a mi madre que quemara todo. Hasta ahora, esta última voluntad sigue esperando su momento y me aterra que mi madre, que escribe un diario desde los 12 años de edad, llegado el día, me herede las dos generaciones completas de historia y con ellas, irónicamente, me legue también la misión de quemarlas.
La ausencia en mi vida de una generación anterior a la de mis padres ha sido tan tangible que es casi presencia, y me pregunto si existen estos fantasmas después de la desaparición de sus cuerpos o si los existimos nosotros, a ellos y a sus deseos. ¿Es más valioso su derecho a desvanecerse que mi necesidad de conectar con ese pasado que corre por mis venas y habita en mis genes, quién sabe de cuántas ancestrales e inconscientes maneras? ¿Tendría que leer para entender o es igual de subjetiva la historia que decida yo contarme de estos personajes, sobre todo de mi abuela, cofre cerrado de secretos, pérdidas y dolor? ¿Es real la petición de quemar? ¿Quieren de verdad los fantasmas ser olvidados? A veces se me ocurre que ésta se sustenta más en la liberación del vivo que del muerto: no quiero que tengas que cargar con mis historias. Pero, ¿es esa tu elección? ¿Y si las necesito para tejer mi manta?
Pienso en esto hoy, que escribo en mi diario número 26 sin tener a la vista a la persona que, teniendo mi sangre y mis ojos, debería heredar las tres cajas de libros (muchas más, en realidad) y decidir, en su vida adulta, si los muertos tienen derecho a sus viejos secretos, si vale la pena conservar un montón de libros cuya lectura sería una traición o si la más grande traición sería, finalmente, dejar ir, soltar, olvidar. Quemarlo todo, viajar ligero. Adiós y hasta nunca.