“Transformar sin destruir”. Es la frase del Presidente Peña Nieto que no puedo quitarme de la cabeza desde el mensaje del tercer Informe.
Es una pena porque lo retrata y, al mismo tiempo, lo desnuda. Porque sin duda eso dos verbos no son compatibles cuando se pretende (o al menos eso es lo que se dice) cambiar un país de fondo.
Vuelvo al eslogan de este gobierno: “Mover a México”. Así de ambiguo, así de abstracto. Pero también así de honesto: lo que importaba para el Presidente era sacarnos de la parálisis, no fijar un rumbo. Sacudirnos para conseguir portadas internacionales pero sin propósito ulterior alguno.
Transformar sin destruir. Justo lo que el Presidente nos ha demostrado en tres años: que quiere nuevas dependencias, nuevos programas, grandes reformas. Todo eso para nada. Porque en el fondo hay que mantener el statu quo. Conservar los intereses. Dejar intactos los privilegios. Seguir siendo el país de unos cuantos.
Schumpeter, el gran teórico de la “destrucción creadora” lo dijo muy bien: en este mundo capitalista, no se puede innovar sin destruir. Sin entrar en matices teóricos, algo similar aplica para el sistema político mexicano. No se pueden generar nuevas estructuras, mejores instituciones e incentivos sin destruir los anteriores.
Por eso el cambio profundo que nos intenta vender el Presidente y su equipo, este nuevo Gabinete con su flamante nuevo decálogo, es imposible. Para transformar de verdad hay que destruir. Destruir lo viejo, lo obsoleto, lo que sobra y, sobre todo, lo que estorba.
En México estorban muchas cosas. Muchos qué’s y muchos quiene’s.
Estorban, por ejemplo, los poderosos líderes sindicales que quieren conservar sus privilegios y los de su clase a costa de la sobrevivencia y la viabilidad de las instituciones que dicen cuidar ¿Llevar a la quiebra el IMSS o el ISSSTE, volver ineficaz la SEP, desaparecer Luz y Fuerza? Qué importa si se puede ser millonario con salario de obrero y la protección del fuero y el partido.
Estorba también la clase política que se considera a sí misma de otro planeta. Una “nueva realeza”. Esos que presumen camionetas último modelo, decenas de escoltas y relojes de medio millón de pesos, mientras nos venden reducciones “dramáticas” a los presupuestos de sus dependencias. Estorba su corrupción y su cinismo. Su cara dura.
Estorba, y duele, el crimen organizado. La narcopolítica que amenaza al servicio público, el virus que lo consume y lo corrompe. Tanto que en muchos estados de este país y en los tres niveles de gobierno, ya es imposible distinguir entre poíticos y criminales. Como bien señaló el diputado independiente Manuel Clouthier esta semana en la tribuna del Congreso de la Unión.
Estorba la incongruencia de nuestro Presidente al incluir en el último punto del nuevo decálogo un plan de austeridad gubernamental, después del dispendio que significan el nuevo avión, los viajes a Francia e Inglaterra, los caros gustos de la familia. La incongruencia de crear el Sistema Nacional Anticorrupción, revivir la Secretaría de la Función Pública y, simultáneamente, exonerarse a sí mismo del conflicto de interés por la casa blanca. Estorba el vergonzoso papel de Virgilio Andrade.
Estorba la complicidad, el silencio y la cobardía de la oposición política. ¿Dónde quedó la voz crítica del PAN y del PRD, porque de las franquicias mejor ni hablamos? Dónde la ideología, los valores, los principios partidistas. Al diablo, mejor un Pacto de Impunidad.
Estorban los empresarios que declaran contra la corrupción en público, pero que la alimentan en privado para conseguir contratos millonarios y ganar licitaciones multianuales. Dice el dicho: “Para muestra, una grabación”.
Estorban los medios de comunicación alineados y los periodistas acríticos. Aquellos muy contentitos por los millones de publicidad oficial. Esos henchidos de soberbia (¡y de dinero!) que extorsionan y amedrentan sentados en el poder que les confieren sus espacios.
Estorban los intelectuales orgánicos y las prebendas que los mantienen. Igual que estorbará la nueva Secretaría de Cultura y las becas que empezará a distribuir para generar una nueva “inteligencia” oficial.
Y por último, estorban los ciudadanos cómodos, callados y cobardes que se dejan pasar por encima. Los que se dejan atropellar por todos esos actores que se saben intocables. Estorban los que no denuncian, los que no exigen, los que no demandan.
Es verdad, nuestras instituciones son incipientes. En muchos casos claramente insuficientes, pero hay allí nuevos espacios, nuevas leyes, ciertas jurisprudencias. Algunas personas admirables.
Todos valiosos precedentes para apoyarse. Asideros jurídicos y públicos de los cuales vale sujetarse para interponer denuncias, amparos, recolecciones de firmas, investigaciones periodísticas. Todo el arsenal ciudadano que se puede utilizar para cambiar este país más rápido. Para quitar lo que estorba, porque nunca se quitará voluntariamente de su sitio de privilegio.
Es hora de destruir este país en el mejor de lo sentidos. Es tiempo para limpiar los escombros y levantar un nuevo edificio. Uno más compartido, más habitable, más justo.
Si de verdad queremos cambiar este país: instituciones, empresarios, medios y sociedad civil tendrán que ser distintos. Radicalmente distintos y necesariamente mejores. No se puede con lo que tenemos, no alcanza.
Es hora de destruir para transformar, aunque no le guste al señor Presidente.