No estamos locos

26/07/2015 - 12:02 am
Foto: Lorena Amkie
Foto: Lorena Amkie

“Rescatista”. Así se anuncia uno cuando tiene que explicar por qué tiene tantos perros en su casa, por qué se pone a llorar cuando empieza a llover, por qué lleva una correa en la bolsa y por qué tiene en su botiquín una medicina contra la sarna. Aclaro: la medicina es para humanos. La palabra impacta: remite a una película de acción, con persecuciones, un cinturón lleno de aditamentos, damiselas en peligro y hordas de enemigos evitando el rescate. A mí, me remite a Indiana Jones, directamente. La gente (la que decide escucharte, que no es mucha) imagina rescates épicos y, aunque los hay, ser rescatista de perros casi siempre tiene que ver con, simplemente, no voltear la otra mejilla. Perdón, quise decir no voltear a otro lado. Con atreverte a mirar a los ojos a esa criatura desamparada y decidir que, por una vez, sí es tu problema. Algunos se dejan agarrar fácilmente, otros te obligan a desarrollar paciencia, permitiéndote que te acerques milímetro a milímetro, siempre con un hot-dog del OXXO a modo de pipa de la paz. Están los que te siguen, quizá percibiendo que los has notado y pensando “esta es mi única oportunidad; tengo que hacer algo”. Para los animales, que viven en el presente absoluto, no existe más que esa oportunidad para llamar tu atención, para destrozarte el corazón con sus ojos y convencerte de no pensar en todas las explicaciones que tendrás que dar esta vez a tus amigos y familiares.

En efecto: los rescatistas a menudo tienen que justificar lo que hacen, en un mundo en que casi todos nos dedicamos a encontrar razones para justificarnos por todo lo que no hacemos, desde una dieta, leer o aportar algo de tiempo, dinero o esfuerzo por el bien de los demás. Ya decían los diputados, cuando les preguntaban cuál era su libro favorito, que “o haces política o lees, no hay tiempo de hacer las dos cosas”. Para qué dejo de fumar, de algo me tengo que morir. De qué le van a servir a esa señora mis dos pesos. Yo ya tengo suficiente con mis problemas. Cuando a causa de la desesperación te pones a perseguir al perrito rastudo y con la pata rota, aterrorizándolo más, y no logras atraparlo, te pasas horas llorando y lamentándote tu falta de destreza como rescatista. Entonces ahí estará el buen amigo que te dirá que ni modo, que no puedes salvarlos a todos y que, ultimadamente, no es tu problema. Digo “el buen amigo” sin sarcasmo: un paso natural en el proceso de reconfortar a otro ser humano tiene que ver con desculpabilizarlo de lo que le aqueja. Sólo que, en este caso, no funciona. Una vez que has visto esos ojos, se ha vuelto tu problema. Una vez que has imaginado lo que será el resto de la vida de ese que se te fue, no habrá paz.

“Suena horrible. Vives mucho peor que yo. ¿Por qué lo haces?”. Uf… todos los rescatistas ruegan a los dioses, al menos una vez cada par de meses, que no les importe. Poder ver hacia otro lado, olvidar y ya. Rescatar animales es agotador, carísimo y excesivamente desgastante emocionalmente, además de considerado por la mayoría como “una locura”. ¿Por qué lo haces? Porque decidí que sí era mi responsabilidad. Porque me pregunté de quién era y no encontré ninguna respuesta. Porque yo era el que estaba ahí para poder ayudar. Mi hermana bromea, cuando en las reuniones familiares nos pasamos a su bebé de regazo en regazo, diciendo que “el que primero lo huele, tiene la responsabilidad de cambiarlo”. Tú estabas ahí. Esa es la única razón. Tú estabas ahí cuando la viejecita necesitaba cruzar la calle. Tú y nadie más.

En todas las películas de Spiderman nos repiten que “with great power comes great responsibility”. Con grandes poderes, viene una gran responsabilidad. Pero volviendo a Indiana Jones, los poderes que se requieren para ayudar a un perro ni siquiera son grandes. De hecho, vienen de lo más básico, de lo más primitivo del ser humano, de eso que se va perdiendo y haciendo sinónimo de un montón de cosas asquerosas: de nuestra Humanidad. Los “poderes” se resumen en querer hacer algo.

“Si tanto te importa el mundo, ¿por qué no ayudas a la gente, mejor? ¿Por qué no dedicas toda esa energía a ayudar, no sé, a los niños, a los pobres, al Hambre, a La Paz?” Esta es otra que se escucha bastante seguido; incluso he leído comentarios semejantes en artículos con temas de animales en este periódico. Las personas que juzgan y condenan siempre están con el dedo en el renglón, con la punta del tenis en la línea de salida, esperando el disparo. Salvar a un perro no se hace en vez de salvar a un niño, y todavía no se ha comprobado que cada que un rescatista recoge a un perro de la calle, del otro lado del mundo un ser humano cae fulminado. Cada quién hace lo que puede, cada quién ayuda a quién se deja, a quién está a su alcance para ser ayudado. Ahí también hay democracia, también hay libre albedrío. ¿Quién eres tú, que ni me conoces, y qué estás haciendo, para decirme hacia dónde debería dirigir mis esfuerzos, mi Humanidad, mi capacidad de conmoverme y hacer algo al respecto?

“¿Qué diferencia real estás haciendo? Afuera sigue habiendo miles (más cerca de 10 millones, pero en fin) de perros que necesitan ayuda”. Ya lo sé. No pretendo ayudar a todos, no pretendo ser Dios, aunque así me siento cuando logro ponerle la correa a uno y sé que su vida cambiará para siempre. Luego, cuando otro se me escapa o cuando una camada entera se contagia de moquillo, me siento una bacteria y quiero hundirme en un pantano infecto para olvidarme de todo.

“¿Por qué te pones así? Es sólo un perro…”. Sí, es sólo un perro, pero su capacidad de sufrimiento excede sus dimensiones, su especie, sus años. Lo convierte en una herida. El mundo es un lugar lleno de heridas abiertas, y aunque suene idealista o cursi me gusta pensar que el hecho de mitigar un poco el dolor, de la herida que se pueda, alivia un poco al organismo enorme que todos habitamos. No es más que un perro. No es más que un niño. No es más que una mujer. No es más que un Mundo. “No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo” (Saint-Exupéry).

Por cierto: Jax, el perrito de la foto, está en adopción 😀

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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