Las buenas ideas suelen tener repercusiones inesperadas. Y es por eso que tienen que replantearse, de tiempo en tiempo, para analizar su impacto en la realidad en vez de mantenerse fijas como dogmas, axiomas o lemas incuestionables. Una de estas ideas o lemas que es necesario reformular hoy día es el famosísimo “El verde es vida”.
La frase, cuyo origen se remontará a la época pre-agrícola de las culturas, se empezó a utilizar como slogan eficaz de los movimientos ambientalistas en los 70s y 80s pues en cuatro palabras se podía resumir todo un cambio de paradigma: de una civilización que adoraba el concreto, el acero y el vidrio y solía concebir a la naturaleza como un enemigo al que había que someter y dominar, a una civilización que buscara estar en armonía con la naturaleza, que volviera a darle un valor a los espacios silvestres, a la vegetación y al resto de las especies con las que convivimos en este planeta.
Para un ambientalista joven es muy probable que este lema le suene chato o falto de profundidad (y ése es precisamente el punto) pero hay que remontarse al contexto histórico para entender la importancia de dicho lema. Basten algunos ejemplos: hace medio siglo todavía eran comunes y sinónimos de progreso civilizatorio las campañas de destrucción de manglares, desecación de pantanos, entubamiento y canalización de ríos, los programas estatales de extinción de alimañas (léase, cualquier especie no-doméstica) y la idea general de empresarios, gobernantes y ciudadanos comunes de Occidente sobre un páramo que no había sido transformado por la ciencia y la tecnología era lo que su apelativo aún significa, un “lote baldío” o, más atrozmente, en inglés “a waste land”.
Así, decir que era “vida” aquello que antes era considerado un “desperdicio” ya significaba un gran avance.
Una de las ideas asociadas al lema “el verde es vida” ha sido la de “desarrollo sostenible”. Y ésta, entre las múltiples críticas que ha recibido desde otros movimientos ambientalistas, se sustenta en la creencia (falaz, como todas) de que la ciencia y la tecnología nos aportarán de las soluciones que necesitemos para cada problema que se presente.
Pues bien, si ya desde hace años tanto el lema “el verde es vida” como la idea del “desarrollo sostenible” anclado en la fe de la tecnociencia salvadora habían sido cuestionados, los últimos sucesos en California nos vuelven imperioso replantearlos. Más aún, tal vez sea tiempo de desecharlos y cambiar por lemas e ideas más adecuados a la problemática ambiental de nuestro presente.
¿Qué ha pasado en California? Algo en apariencia muy simple. Ante la escasez de agua el gobierno impuso multas a los ciudadanos que regaran sus jardines “demasiado” seguido. No obstante, tampoco derogó la multa que ya existía por tener un jardín “descuidado” (una multa creada a partir de la teoría de la “ventana rota” y que parte de la idea de que si una calle o un barrio de una ciudad luce descuidado -por graffiti, ventanas rotas o jardines secos y sin podar- este descuido invita a las personas a ser más descuidadas y, en última instancia, a volverse criminales). Así, ante esta falsa disyuntiva (te multo si riegas el pasto y te multo si no lo riegas), una industria que ya existía desde hace veinte años se ha vuelto boyante: la industria de las pinturas para pasto.
Sí, no es broma. Aquí los enlaces de dos compañías, http://www.greenerfairway.com/store.html y http://lawnlift.com/index.asp?cc, y un “hágalo usted mismo”. Tanto las compañías como la página de la versión casera de pintura de pasto aseguran que es un método “natural” que “no contamina” y que no contiene productos “químicos”. Pero más allá de la estupidez de que no contiene “productos químicos” (¿serán entonces productos metafísicos?), o de la falacia naturalista “lo natural es bueno” (sí, también son naturales el veneno de alacrán y el petróleo), nos encontramos aquí ante la simulación de la armonía con la naturaleza a través del uso de la tecnología en su máximo esplendor. O, mejor dicho, en su máxima expresión del desastre.
La idea de fondo del lema “el verde es vida” era, como dije, que las tierras baldías tenían valor gracias, precisamente, a que no habían sido transformadas por la ciencia y la tecnología y no habían sido convertidas en tierras de labranza, parques industriales, casas o estacionamientos. Sin embargo, al correr de los años, parece quedar claro que el lema perdió hondura y se quedó como una máxima superficial y errada: la naturaleza tiene que estar verde; si no está verde, está muerta o no tiene valor.
Por supuesto, pintar el pasto (aún con colorantes vegetales como los que se utilizan en la comida) no soluciona el problema de nuestra relación poco armoniosa con la naturaleza, esa misma que llevó a los habitantes de California y muchos lugares del mundo a desecar sus ríos y mantos freáticos por sobreexplotación. Es sólo un parche a corto plazo, un engaño.
No obstante, aunque la industria de las pinturas para pasto (como la industria de nieve artificial para los sitios turísticos de ski) ha repuntado, los mismos pobladores han buscado soluciones más inteligentes, es decir, más armónicas con el entorno: modificar sus jardines de plantas exóticas y verdes por jardines de plantas propias de la región como cactáceas, yucas y gobernadoras.
Así, en los países donde más de la mitad del territorio son zonas áridas y semi-áridas, como México o España, tal vez sea el momento de empezar a suplir el lema “el verde es vida” por otro más acorde a nuestra realidad natural desde hace siglos: “el amarillo es hermoso”.