Máscara de pasión

31/05/2015 - 12:02 am

Esta semana leí una novela juvenil, nada especial: una especie mutante emerge en la Tierra, una chica cualquiera se enamora del jefe máximo de esta raza súper poderosa, él, contra toda expectativa (pareciera que la chica no ha leído suficiente) se enamora de ella aunque es la más ordinaria de las chicas. Y ¡oh, sorpresa! Resulta que ella realmente tiene un gen, etcétera, etcétera. No importa. Ya la habría olvidado para este momento si no fuera porque el enamoramiento entre estos dos me hizo enojar: el chico, sobrehumanamente alto, tan bello que la chica se siente inadecuada, tan hermético que no hay modo de conocerlo, tan violento que siempre viene de una pelea o se dirige a ella y tan poderoso y especial que es inasible, se la pasa ignorando a la chica mientras ella aprende a ver más allá y comprender toda la intensidad que yace bajo la superficie imposiblemente hermosa del chico. Él la insulta y la desprecia, ella se enamora. Y cuando decide que ha tenido suficiente y le pone al chico un límite, él la estrella contra la pared y la besa violenta y apasionadamente y entonces ¡ah!, llega la hermosa epifanía: “Todo su maltrato y violencia nacían de sus intentos de no enamorarse de mí… ¡pero ha sido más fuerte que él! ¡Todo ese hermetismo, toda esa tosquedad, todo lo que viene de un lugar tan negro como la noche es pasión pura! ¡Este es un chico lleno de ardor, visceral e intenso, lleno de vida! Y claro, sin duda será bueno en la cama y cuando estemos solos tendrá para mí sólo ternura”.

¿Saben qué digo a eso? Pffff. O bdaj. O puaj. Yo caí en esa trampa. Yo estuve con alguien desbordante de enojo y amargura y me creí el cuento de que aquello era intensidad. Tenía fuertes opiniones acerca de todo, no tenía filtros y se preciaba de ser “directo, pero a la gente no le gusta escuchar la verdad”. Veía a la Humanidad completa para abajo: todos eran idiotas y yo estaba dentro de sus gracias porque él, al elegirme, estaba educándome para que dejara de ser una de esas humanas inferiores y fuera más mutante, más la raza superior que él creía representar. Dejaba de hablar por días, aparentemente afectado por un dolor profundo e incomprensible para los demás. Siempre estaba buscando peleas tanto verbales como físicas y mi mayor miedo era que terminara apuñalado en la calle por alguna estupidez. Las peleas eran explosivas y llenas de dramáticos desplantes, se azotaban puertas y se pateaban sillas y había dentro suyo una cantidad tal de furia que yo me creí que tenía que ser pasión, y que redirigida a una actividad más productiva que el enojo podía resultar en algo mágico. La redirección nunca llegó. El enojo era una especie de enano grotesco y permanentemente sulfurado al que, además, le molestaba que los demás no se enojaran como él. Saltaba de su pequeño anaquel a la menor provocación y no sabía hacer nada más que golpear, gritar, dar pataletas, aventar cosas. No había cómo enseñarle a hacer nada más.

Lo que más me llama la atención es la prevalencia de este prototipo de relación tanto en las novelas y películas como en la vida real: ¿será un tema de inconsciente colectivo? O sea, ¿realmente es eso lo que las chicas buscan y por eso se crean estas historias? ¿O es al revés? Las mujeres de estos hombres cuyos problemas siempre parecen más serios que los del hombre promedio y que parecen estar desbordados de emociones, se justifican cualquier violencia, desde psicológica y verbal hasta física, pues ellos (y ellas mismas, claro) las han convencido de que son tan especiales y superiores que el sacrificio vale la pena. Creo que estos son los “chicos malos”, ya desvestidos de la magia. Chicos que simplemente son discapacitados emocionales. Que en vez de decir “te quiero” gruñen o se van del cuarto sin decir palabra. Que en vez de discutir de modo normal muestran sus colmillos o se convierten en lobos o cualquier otra “mutación” que por alguna razón es atractiva. No, no son complejos: son complicados, que no es lo mismo. Ni ellos se entienden, por eso no pueden transmitir sus ideas y mejor patean algo y ¡ah! las chicas de nuevo suspiran… “¡es que siente tanto las cosas!”. En las segundas o terceras partes de estas historias los chicos duros se derriten y acaban llorando en los regazos de las chicas que tuvieron la sabiduría de quedarse hasta ese hermoso momento de vulnerabilidad. Resulta que ellas son las que pueden salvarlos. Resulta que, por una vez, logran admitir que las necesitan. Bah.

Por supuesto, estas dinámicas profundamente machistas no son responsabilidad absoluta de los hombres que las protagonizan: las que nos quedamos estamos prolongándolas y promoviéndolas. Yo estuve ahí, y me quedé hasta el capítulo en que el chico tiene un quiebre emocional y promete que va a cambiar. Quince veces. O sea, el capítulo se repitió 15 veces. En la vida real así es. Me quedé a ver si llegaba la transformación, la magia que convertiría la amargura y el enojo en otra cosa. Sí, yo me quedé, corro con la responsabilidad de ello y ahora cuando un mutante llega a conferirme el honor de fijarse en mí, salgo corriendo. No me interesa ser la heroína de la historia de nadie, la que le enseña al mudo a hablar, a la roca a ablandarse.

Hoy prefiero las historias de chicos buenos, en que él, si la quiere, se lo dice abiertamente en vez de hacer algún gesto que requiera de gran imaginación y buena voluntad para ser interpretado. En que el chico ya está acabado de hacer y no necesita una década de terapia y paciencia para aprender a guardarse las garras de metal o lo que sea. En que el chico, en vez de meterse en una pelea de espadas “por el honor de su chica”, conoce cuál es este honor y mejor se va a cenar tranquilamente. Prefiero las historias de niños buenos que no ven para abajo a las chicas al punto de que los escritores, para poder consumar sus historias de amor, requieren que las chicas se vuelvan salvadoras de su especie para poder merecerlos. Las hay. Son menos atractivas cinematográficamente, transcurren sin grandes subidas ni bajadas narrativas y su “vivieron felices para siempre” siempre trae docenas de apostillas. Pero las hay.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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