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Antonio María Calera-Grobet

21/05/2015 - 12:00 am

AJO

AJO para Martha Flores Cocinero milenario, cocinero cansado, cancerbero de todos los fuegos, del fuego que todos jugamos: si sientes curiosidad por lo que viene, vierte aceite en una olla y ponla sobre el caldero. Cuando te des la vuelta y la halles hirviendo, sonriente, deja caer sobre ella la verdad de tus gajos: de […]

AJO

para Martha Flores

Cocinero milenario, cocinero cansado, cancerbero de todos los fuegos, del fuego que todos jugamos: si sientes curiosidad por lo que viene, vierte aceite en una olla y ponla sobre el caldero. Cuando te des la vuelta y la halles hirviendo, sonriente, deja caer sobre ella la verdad de tus gajos: de la mano de Eros, entrarán por cientos, hechizados por el vapor de tus ajos.

Verás levantarse el geiser de la hiel, deshielarse en un cauce sus aguas, hacer de sus bocas dulces lagos, entre quijadas electrocutadas por el alto nervio de un ajo. En su ajo los veras babear, ahogarse, mareados por ese mar que anuncia, en sus calambres, el ansia tan sentida del morirse de hambre. No importa qué es lo que haya de comer, si cerdo, vaca o pescado, incluso si son vegetales recién cortados: ahí está él, elegante, omnipresente, dejándose sentir por todos lados. Primero, apenas como fantasma. No se ve, se huele. Huele, aspira profundo, jala hondo un jalón de ese ajo. ¡Ah! Siente la presencia de su fama. Como se cuela hasta el alma. Podríamos hasta hacerle una canción, un sonsonete sólo para jugar, seguirnos deleitando: “Gozoso va, el ajo jovial, que se prende al olfato cual flor en el ojal”.  Esa es la magia del manjar blanco. Que adquiere todas las formas y en todas hace su mejor trabajo. Y míralo, ahí,  en su estado sólido, cuan distinto es en todo caso: crudo, cocido, curado, ajo molido, ajo picado, ajo en polvo ahí echado. ¡Qué perfección la del pelado! ¡Cómo te amamos, querido ajo!

En cabezas que son pelotas, que son madejas de ajos amalgamados, o bien como vatos sueltos, cortados en pequeños tajos, aplastados, masacrados por cuchillos a destajo. Ajos maravillosamente asesinados. ¡Y vaya que se mueve en sus sabores el hermano! Ajo tierno y dulce, ajo sancochado en mojo salado, o bien de trago amargo si se nos quema de largo. Y es que para todo existe un ajo. Ajo incluso para lo bueno y para lo bueno y para lo malo. Y para todo hay que usarlo. Para alejarnos de todos los males: ajos en collares. Para las cocinas insípidas e inodoras: ajos con cebollas. Para los cuerpos que son espíritus, jipiosos, franciscanos: ajos en pan embarrados. Para quitarnos las corbatas y abrir apetito: nada mejor que ajos sofritos, levantando su atmósfera de maravilla, en el cielo raso de la cocina.

Y para muestra basta el botón de un ajo, sabernos ungidos, iluminados por su belleza, destinados a su mundo mágico. Porque desde aquel potaje cósmico de la era del caldo, el inicio de la cultura y por ello del mundo según lo veamos, bastó uno de ellos para maravillarnos. Adictos, perdimos, pedimos más hasta caer rendidos, miles hasta que alucinamos: entonces se asomó ante nosotros tal bestia de la sazón a pelarnos los dientes, y nosotros, ya ajados, la dejamos hundir en nuestra carne sus bellos colmillos, locos, dementes, caninos clavos del maldito placer que son sus fauces de ajo. ¿Qué no los planetas acaso, son la matatena de ajos con que juegan los dioses a hacer algo? ¿Son ellos, incluido nuestro planeta, un cubilete de ajos para sobrellevar su fiesta? Puede ser. Creámoslo.

Ajo. Escuchemos como suena: ajo. Ajo como caldo albo, ajo milagro. El primer soma o pericarion. Pezón de nubes, diente de tiburón, pedazo de cuerno de alce blanco. El ajo en todo: ajo en desparpajo mítico, lo mismo cómico que trágico. Ajo: piedra preciosa, amatista no purpúrea sino áurea. Geoda divina, prístina, guijarro blanco para llevar bajo la lengua en los días aciagos, los más macabros. Cuenta, pepita, presea. Colguijo de ajo para magos blancos. ¡Carajo! ¡Deberíamos valer nuestro peso no en oro sino en ajo!

Por cierto que un ajo será majo pero varios, es decir, un manojo de majos, resulta algo absolutamente descabellado. Claraboya de joyas, piedras de calcio. Muelas del juicio de guerrero exhumado. Cráneos de niño topo, malvaviscos de huerto encantado, ojos de Pegaso recién destazado. Torundas de nosocomio, chocolate blanco, algodón rancio. Pedacitos de mármol, cisco de calcio divino. Deberíamos construir no platillos sino castillos de ajo. Esqueletos, trajes, ejes, constructos, andamiajes, enjambres de ajos. Todo tendrá sus semillas de ajo. Ajos: huevos y ovarios. Imagen de familia, unión grupal, cofradía. Pico último de cualquier catedral, piedra filosofal. Abadía. Orad al señor ajo. Don ajo. Ajote. Ojote de venado, pezuña de novillo blanco. Badajo de cazo, boya flotante en el unto graso. Isla, sueño, barquito para charcos.

Por esto y más, cocinero milenario, cocinero cansado, cancerbero de todos los fuegos, del fuego que todos jugamos: si sientes curiosidad por lo que viene, vierte aceite en una olla y ponla sobre el caldero, que donde huela a ajos vida habrá. Porque donde se frían ajos habrá viandas y vituallas, pólizas de vida vivida, vida gozada, pócimas para la vida sin mal ni mañas. Ya que a quien ajos coma y vino beba, la vida sonreirá cuando quiera, ya que con ajo, sal y sexo, lo demás es puro cuento. ¡Viva el ajo! ¡El ajo que siempre nos ha salvado!  Y que al que vaya por la vida con ajo, pan y aire puro, vaya de la mano de la vida, siempre alegre y siempre seguro.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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