Los jingles satánicos

20/05/2015 - 12:00 am

Tienen un ritmo pegajoso. Son cumbias, música de banda, hiphop. Y en el momento menos esperado ahí está uno tarareando mientras lava los platos: “con Hermenegildo vamos juntos, con el Herme sí se puede”. Yo no sé en su rancho, pero en el mío así están las cosas durante esta campaña electoral. No hay manera de escaparse. Si uno renunció a la televisión para no ver propaganda a mitad de su telenovela favorita (eso que la clase alta llama “series”), téngale: aparecen cada tres minutos cuando ve con su hija Masha y el oso, Pocoyó o Peppa la cerdita en la computadora. Y, claro, entonces piensa que ya es momento de dejar de prevaricar e instalar por fin en su máquina uno de esos programas que le cambian la dirección IP de forma aleatoria: para así, por lo menos, ver propaganda de otro rancho, de uno que no le importa y cuyo idioma no comprende. Pero entonces vuelve a escuchar “con Hermenegildo vamos juntos, con el Herme sí se puede” y por un momento piensa que ya se está volviendo loco, que los malditos jingles lo cubren todo, son la frecuencia misma del aire, que el demonio sí existe y canta cóvers para los candidatos más grises y reciclados de este mundo sublunar (algo así como el Bentley satánico de “Good Omens” de Pratchett y Gaiman, donde todas las canciones terminaban siendo cantadas por Freddy Mercury: Singing in the Rain, vocals by Freddy Mercury; Carmina Burana, vocals by Freddy Mercury; La pollera colorada, vocals by Freddy Mercury...) y sin soltar el sartén que estaba lavando corre a la ventana y entonces se da cuenta de que no, no está loco, sino que ahí está, sobre la calle y a vuelta de rueda, una camionetita, una motocicleta arreglada, un carro particular con la cajuela abierta y unas bocinas inmensas que gritan guapachosamente “con Hermenegildo vamos juntos, con el Herme sí se puede”. Y entonces se da cuenta de que hay condenas más aterradoras, que hay desgraciados que tienen que vivir en círculos infernales más profundos, más calurosos, bajo el sol abrasante (sí, en mi rancho, caminar cinco cuadras a medio día puede ser causa suficiente de insolación y deshidratación), sin aire acondicionado y con el sonsonete perenne por ocho horas seguidas (eso claro, si es que sólo trabajan ocho horas): los conductores de esos vehículos que esparcen alegremente los jingles por el mundo.

            Se pregunta entonces si la comisión estatal, nacional o internacional de los derechos humanos no ha catalogado esto como un tipo de trabajo en condiciones inhumanas, si Amnistía Internacional no lo tiene tipificado como tortura (“con Hermenegildo sí se puede, con el Herme vamos juntos”). Porque usted puede ver los rostros de los conductores, cansados, tristes, hartos de lo mismo minuto a minuto y día tras día hasta que lleguen las elecciones. Y sí, si no fuera por los conductores, porque se reconoce en ellos como un igual, ya hubiera lanzado contra el automotor el sartén que trae en la mano, porque tiene que haber algún tipo de justicia: para los ciudadanos comunes, para los padres de más de cuarenta mil niños desaparecidos, para los cientos de miles de víctimas de la violencia, para todos.

            El auto de los jigles pasa, lenta, lentísimamente, y usted vuelve a lo suyo. Le dice a su hija que mejor juegue con sus carritos porque usted no va a terminar nunca de lavar los trastes si tiene que ir cada tres minutos a la computadora para darle “skip” al anuncio. Y se queda pensando cómo podría ser esa justicia sin llegar a más que utopías cuando, ya que sólo le faltan tallar las ollas, escucha una voz que viene desde la calle: “¿su computadora anda lenta?, ¿el maus no responde?, ¿necesita algún softgüer?: venga, acérquese con nosotros”.

            Entonces deja las ollas, se limpia las manos con el trapo, mira a su hija haciendo run-run con sus carritos, y camina hacia la puerta para ver si esos señores tienen algún modificador aleatorio de direcciones IP, por lo menos. Y abre y observa. Ahí está sobre la calle empedrada uno de esos vehículos atiborrados de pancartas electorales pero, en vez de repetir jingles, anuncia reparación de computadoras. Se queda azorado. Detiene al auto y pregunta:

--Oiga, ¿y éste es un servicio del partido?, ¿del candidato?

--N'ombre, joven, cómo cree, si a mí me caga la política. Yo nomás vi la oportunidad de que me saliera la gasolina gratis. Y de sacar un varito extra: ya ve cómo está la cosa.

            Es un tipo de justicia, piensas, mientras miras al ingeniero en sistemas sudando bajo el sol.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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