Julieta Cardona
25/04/2015 - 12:00 am
El precio de la tranquilidad
Hace días que me acecha, qué digo me acecha, que me taladra completa, una pregunta: ¿Qué precio tiene la tranquilidad? Ahora mismo, como ejemplo y para entrar en perspectiva, podría decir que mi efímera tranquilidad cuesta una cajetilla de cigarros y una botellita de vino. ¿Y por qué específicamente ese par? Porque cometí la insensatez […]
Hace días que me acecha, qué digo me acecha, que me taladra completa, una pregunta: ¿Qué precio tiene la tranquilidad?
Ahora mismo, como ejemplo y para entrar en perspectiva, podría decir que mi efímera tranquilidad cuesta una cajetilla de cigarros y una botellita de vino. ¿Y por qué específicamente ese par? Porque cometí la insensatez de dejar de fumar y de beber al mismo tiempo, porque me siento autosuficiente aun en mis momentos más infaustos y porque no he entendido que perder el control es parte de vivir y que no está mal si se atienden las causas.
¿Y qué precio tiene la tranquilidad después de los cigarrillos y el vino? Este, pues, digamos, es el punto en donde se jode todo. La tranquilidad permanente, tal como la felicidad o algún otro de esos estados envidiables del ser humano, se vive por pedacitos hasta que encontramos la manera de jalar la cuerda para que duren más.
Sumergida y obsesionada con el estado –de sosiego– que en mí peca de perecedero, me puse a leer y, en una de las tantas cosas que repasé –volcado a la ansiedad–, decía que «el sujeto no cuenta con elementos suficientes para defenderse de un peligro supuesto o real» y me proyecté no porque en todo lo que lea siempre busque identificarme sino porque en lo que leo siempre encuentro una partecita que presume ser de mí.
Yo toda mi puta vida he sido ansiosa. Recuerdo que alguna vez tuve un trabajo muy bonito y muy agobiante en un pueblito de Guanajuato, pero no contaba con un flujo de dinero considerable –como para gastar en ansiolíticos dignos y como para sobornar a quien fuera por la ausencia de una receta–, entonces fui a una farmacia de genéricos y le dije a la encargada: hola buenas tardes oiga lo más parecido al lorazepam alprazolam clobazam clonazepam oxazepam temazepam quazepam o cualquier cosa que termine en pam por favor o qué me dice del propranolol o fluoxetina jajaja como mi tía Tina. La encargada se volteó, buscó en uno de los estantes y me extendió un maldito frasco con tabletas de pasiflora y azahar. Perdí la calma que me quedaba y mis Converse y yo, después de patear a la botarga que bailaba afuera del lugar, corrimos lejos hasta dejar atrás la tierra hostil.
¿Y qué precio tenía la tranquilidad después chupar el gotero o tomarme un par de píldoras que no pude comprar? Este, pues, digamos, es el mismo punto en donde se jode todo.
Medido en ansiolíticos: poder dormir, no comerte las uñas, no sudar las manos, anestesiar al cuerpo un rato, pues, cuesta dinero y otras cosas a largo plazo. Pero no hay cosa que le anestesie a una el alma.
Camino a descubrir el precio de la tranquilidad, aprecio en la superficie que hay muchas causas para sentirse intranquilo, pero también –e incluso el doble– para buscar no estarlo.
Camino a descubrir el precio de la tranquilidad, comienzo por asumir con benevolencia el costo de mis decisiones mal administradas. No voy por un mal camino, me digo mientras me sirvo una copa de tinto y busco ser justa manteniendo la calma tanto como la culpa.
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