Antonio Salgado Borge
24/04/2015 - 12:03 am
La “tiendita de confianza”
En México hay muchas más personas decentes de lo que suele suponerse. La tesis de que los mexicanos somos generalmente tramposos o corruptos carece de fundamentos. En realidad, si consideramos nuestro nulo estado de derecho, es posible afirmar que bastante bien nos las hemos arreglado para respetar un pacto social que parece estar sostenido exclusivamente […]
En México hay muchas más personas decentes de lo que suele suponerse. La tesis de que los mexicanos somos generalmente tramposos o corruptos carece de fundamentos. En realidad, si consideramos nuestro nulo estado de derecho, es posible afirmar que bastante bien nos las hemos arreglado para respetar un pacto social que parece estar sostenido exclusivamente sobre buenas voluntades.
La semana pasada el colectivo “Mensajeros urbanos” dio a conocer mediante un video la más reciente edición de su proyecto denominado “Tiendita de confianza”. Este experimento consistió en la instalación, en una calle de la Ciudad de México, de una precaria y desatendida mesa encima de la cuál se colocaron diversos productos que los transeúntes podían adquirir a cambio de cantidades señalizadas. Sobre la mesa se colocó también un letrero que avisaba: “Tiendita de confianza. Atiéndete tú solo! Creo en un México más honrado. Las ganancias se donarán a una casa hogar”.
Dado que nadie vigilaba la mesa cualquier persona que pasaba enfrente de está podía haber tomado un artículo sin pagar por él; sin embargo, de acuerdo con “Mensajeros Urbanos” en el transcurso de las cinco horas que dura su más reciente filmación ningún cliente robó o defraudó a su “tiendita”.
Sería sumamente aventurado inducir conclusiones de un ensayo tan frágil como el descrito, pero lo cierto es que de éste se deriva como mínimo la incertidumbre de cuántos mexicanos serían honestos y cuántos se aprovecharían de la vulnerabilidad de la tienda. Siguiendo la misma lógica es posible preguntarnos cuántos se valen de la vulnerabilidad en que nuestras instituciones dejan al resto de la población para aprovecharse de terceros.
En México es muy improbable que quienes cometan un delito reciban algún tipo de sanción -nuestro país es el segundo con mayor impunidad en el mundo- y la corrupción de nuestras autoridades es la norma. Los incentivos para violar la ley están, como los dulces en la “tiendita”, expuestos sobre la mesa. Sin embargo, aunque sea a manera de hipótesis, vale pena analizar la seria posibilidad de que la mayoría de los mexicanos en realidad no se apropiaría del horno de microondas del vecino si éste dejara la puerta de su casa abierta ni abusaría la confianza de otro proponiéndole un trato fraudulento para quedarse con su dinero.
Lo anterior no debería de sorprendernos. Las sociedades se fundan en un espíritu de cooperación que es en realidad un mecanismo evolutivo. Experimentos recientes en animales demuestran que dentro de un buen número de especies existen mecanismos de cooperación transmitidos genéticamente que han sido construidos capa por capa. Un par de ejemplos ayudan a entender cómo funciona este proceso.
En su libro Primates y filósofos: cómo evolucionó la moralidad (2006, Princeton University Press) el reconocido primatólogo holandés Frans de Waal defiende la tesis de que la moralidad no es una capa exterior que surge espontáneamente en los seres humanos sobre la base de un previo comportamiento animal amoral. Por el contrario, ésta se funda sobre respuestas emocionales no conscientes que se manifiestan también en otros animales como los ratones o los chimpancés. Nunca hubo, por tanto, un punto en que “nos volvimos” sociales, sino que somos animales gregarios que han vivido en grupos desde siempre.
Para De Waal, contrario a lo que suele suponerse, la moralidad es un mecanismo evolutivo que no contradice al autointerés ya que nos permite maximizar nuestras posibilidades de supervivencia; es, por tanto, tan natural como general.
Experimentos llevados a cabo con ratones parecen confirmar la tesis sostenida por de Waal. Estos roedores están dispuestos a ayudar a otros miembros de su especie aún si este apoyo representa poner en peligro su propia vida. A través del contagio emocional los animales pueden identificar el sufrimiento de otros. En los seres humanos esto escala un grado y se convierte en empatía o simpatía por otras personas.
Evidentemente esto no significa que no puedan haber excepciones. En tanto que somos racionales los humanos estamos facultados para planear e instrumentalizar acciones tomando nuestros intereses personales como principal o único referente. Sin embargo, se requieren de condiciones sociales o biológicas muy específicas que lleven a las personas a romper su vínculo con su sociedad. Se equivocan, por tanto, quienes aseguran –como el presidente de la república- que las insensibles actitudes criminales de nuestros políticos son culturales o que la clase que los agrupa es tan sólo una muestra de la realidad de nuestra sociedad.
Los mexicanos vivimos supeditados a un sistema completo diseñado, operado y mantenido por un puñado de personas alienadas cuyas miras son tan cortas que no llegan a rebasar su propio cuerpo. Este sistema se reproduce y contamina nuestro tejido social porque cuenta con la pasividad de las mayorías y porque opera como un centro de reclutamiento y de formación para todos aquellos que se sientan poco identificados con su especie; por las personas que tomarían los dulces de cualquier “tiendita de confianza” sin considerar su afectación a los propietarios de la misma, el efecto negativo en toda la gente bienintencionada o a los niños sin hogar que dejarán de beneficiarse por su insensible egoísmo. El poder derivado de sus cargos magnifica el volumen y los alcances de sus acciones, pero no los hace representantes de la mayoría de los mexicanos o de los seres humanos. El que una cosa surja a partir de otra no la vuelve automáticamente su reflejo.
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