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Antonio María Calera-Grobet

23/04/2015 - 12:00 am

¿Vamos por el pan?

Ponlo en tu mano. El que quieras. Míralo fijamente un buen rato para percibirlo en su totalidad, dimensionar todo lo que realmente significa. Porque un pan no es sólo un pedazo de harina horneada, salada o dulce, adornada mucho o poco. El pan es sinónimo de cultura, una prueba de que existen civilizaciones sobre la […]

Ponlo en tu mano. El que quieras. Míralo fijamente un buen rato para percibirlo en su totalidad, dimensionar todo lo que realmente significa. Porque un pan no es sólo un pedazo de harina horneada, salada o dulce, adornada mucho o poco. El pan es sinónimo de cultura, una prueba de que existen civilizaciones sobre la tierra, uno de esos elementos que nos representan como seres inteligentes brindados al placer. Escúchalo hablarnos de nuestro conocimiento sobre la materia, de nuestro dominio sobre el fuego, de nuestra particular forma de estar en el mundo según cada época. Así es. Eso es el pan.

Mimo, abrazo, altruismo. En nuestra mano todo un mundo de cariño. De los panaderos a nosotros y de nosotros a los nuestros. Es un círculo que nos ata a todos. Por eso el pan también puede ser visto como un techo, como un lazo, un trato hecho entre nosotros para no sentirnos solos, para mimarnos, coparnos de endorfinas: moléculas de la felicidad, cosas lindas. ¡Por eso acércatelo! Huélelo, híncale una mordida. ¿No es así?  Quizá no siempre un manjar pero eso sí, en todos los casos, una realidad necesaria y contundente: ya sea como grado cero del sustento, dádiva o reconocimiento. Eso: un acontecimiento. ¿Qué hay en ese bocado de sabor y sabiduría que lo hace mágico, un verdadero tesoro a lo largo de nuestra vida? ¿Qué se esconde en esos cuencos, volovanes, bellos bollos, rellenos y adornados con todos los secretos, que nos quitan las lágrimas y nos alegran la vida? ¡Quizá se trate de un misterio que habrá que merecernos!

De todos tamaños y todas las formas, disperso a sus anchas en la gran paleta de los sabores, continente de todos los ingredientes para beneplácito de niños y grandes (¡vamos, cualquier persona!), el pan se abre paso entre nosotros como verdadero gigante. Acaso para nuestro país casi como el maíz, para el bien acompañar nuestros chiles y frijoles. El pan como abrazo, como gesto que invita al gozo. ¿Cuántos han podido salvarse de caer en sus redes, esos hechizos que tejen contra nosotros sus dulces mieles? Absolutamente nadie.  Nadie de carne y hueso y por ello, va por el pan. Por su lealtad a toda prueba, por siempre estar. Va por ese pan nuestro de cada día (que por cierto es casi el mismo que el histórico, el antiguo), que es un amasado de nuestros sueños, un amasijo de sentido. Porque el pan visto así, de verdad, es un poema concreto, una escultura de lo social, una muestra irrefutable que la belleza existe entre nosotros.

Por eso, metafóricamente, vivamos con la idea de que las penas con pan son las mismas pero las tripas nos rugen menos, que a pan duro sabremos dar el diente agudo y que, si de pronto nos cayera la pregunta: “¿A quién le dan pan que llore?”, sabremos responder que a nadie que conozcamos, porque  nadie llora cuando se le da sino cuando se lo quitan de las manos. ¡Eso! Pan que junta, que reúne, que se propaga pegando hermanos porque: ¿No acaso somos sólo moronas que se aprietan las unas contra las otras?  ¿No acaso salvo migajas dentro de un mismo plato? Y es más, para que cuando nos caiga la clásica que nos pregunta a qué hora es que salimos por el pan, sabremos con orgullo a coro contestar: ¡Saldremos por el pan apenas abra la mañana, y así será hasta que llegue nuestro final!

Ya lo decía Pablo Neruda en su “Oda al pan”: “Pan, /no mendigaremos, / lucharemos por ti con otros hombres, /con todos los hambrientos, /por todos los ríos y el aire / iremos a buscarte, / toda la tierra la repartiremos / para que tú germines, / y con nosotros / avanzará la tierra”. Y es que así es. Porque: ¿A quién no se le antoja comer un pan?. ¿A quién no le gustaría poner una panadería? Con su cafetín, un desayunador de poquitas mesas. ¿Con una librería? Sólo para perder toda objetividad, toda relación con el mundo para hacernos viejos preocupados por algo que realmente valga la pena: la fortaleza y exactitud de los hornos, las amasadoras y, claro, la calidad de las semillas: trigo, avena, cebada, lo que guste en su momento. Y seguro hasta el deliro porque me he descubierto esgrimiendo que no ha dado el mundo, aún, un panadero grosero, mucho menos uno asesino. “¡Dígame uno!”, he retado con el índice a los amigos en la sobremesa, demente. Yo sí quiero poner una panadería. ¿Usted no?

Y ponerla, primero, porque me avergüenza no haber defendido a la barra de pan cuando fue amordazada por el pan de molde, ahí todo mono en su ataúd de plástico, con su apellido industrial, robotizado, sometido. Le pregunto a los de su especie: ¿Con ustedes es que se pueden hacer migas, molletes, capirotada, torrijas? ¿Hacer tortas de huevo con chorizo, sopearlos en chocolate como el bolillo? Por supuesto que no, y eso lo supimos desde un principio y no metimos las manos. Nos dormimos. Dejamos que llegaran a los supermercados, al gusto de los niños. Sin hacer nada.

Luego, ni más ni menos, por lo que ha simbolizado para la raza humana desde hace miles de años: el pan como sobrevivencia, sí, como sinónimo de sustento diario, manutención, pero también como forma de ser y estar en el mundo. ¿No representa el pan el fruto primigenio, levantado en el taller de fuego luego de haber sido robado a los engreídos dioses? ¿No acaso en él la verdadera imagen del hombre creador sobre la natura salvaje, el verdadero centro de la tierra? Sí. Por ello “La Chula” será, esté donde esté, ese horno caliente, leal, una mina inagotable que dé sentido a la vida de sus amantes y amigos. Porque las panaderías son eso: matrices que quedan preñadas de la vida de sus pobladores y dan a luz, todas la aciagas jornadas, llueve truene o relampagueé, desde muy temprano y hasta que la luna se clava en el centro de la noche. Sin tregua, sin pedir a cambio nada.

¿Cuántas veces hemos guarecido nuestras almas en  el “santo olor de la panadería”, como escribiera López Velarde en La Suave Patría? ¿Cuántas nos ha soltado las amarras del espíritu, ha prendido la fantasía original de nuestra infancia lejana, cuando éramos todos más afectos al afecto, lejanos a la ansiedad malsana? Y además porque me gusta pensar en un matrimonio imposible, como homenaje natural a ese héroe querido que es mero pan. Una boda entre el semidiós griego del mismo nombre, Pan, asimilado con el fauno romano, avorazado de ninfas y efebos, y la palabra lady que, según Carson I. A. Ritchie en su Comida y civilización, significaba en inglés antiguo “la que amasa el pan”. Una reunión increíblemente bella: lo que representa Pan y lo que representan las ladies, (¿erotismo y trabajo?), todo junto en una panadería, multiplicando su felicidad en panes. ¡Que vivan los novios y nos regalen con sus bondades!

Panes ácimos o con levaduras, con yemas o claras, con sal o con azúcar; planos, en forma de espada, rosca o coraza, en centenares de florituras. Horneados o tostados, fritos o cocidos; para untar, hacer pays, rellenar o empanizar. ¡Qué más da! Aunque fuera para tirar a las palomas, engrosar el caldo de la vida, tal vez sólo para rumiar. Y porque, si lo vemos bien, nosotros somos eso: apenas pedazos de pan que se van secando, mendrugos de pan esparcidos en el camino. Me pregunto: ¿Qué pista dejamos en esta vida y para quién? Cada quién sabrá.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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