Sientes que tienes que tomar la decisión más importante de tu vida. La que te marcará para siempre. Y, de algún modo, es cierto: estás por terminar el bachillerato y tienes que elegir qué vas a estudiar y dónde lo vas a hacer. Tal vez ya sabes que perteneces a la clase privilegiada de tu país, donde sólo entre el 15% y el 20% de la población tiene estudios universitarios, pero eso no basta, pues ya has visto en la propia historia de tu familia que tener una carrera universitaria y un empleo no son suficientes para ahuyentar las preocupaciones económicas: de repente, por una crisis, por un cambio político, se puede perder todo o casi todo. Así que quieres estudiar la mejor carrera en el mejor lugar y vas y te pones a leer artículos como éste que hablan de “las mejores universidades del país”.
No obstante, entre más investigas, no necesariamente todo es más claro. Más bien lo contrario: las listas (o rankings) son contradictorios o no te explican lo que a ti te interesaría saber.
A continuación no haré mi propia lista de “las mejores universidades”, sino que trataré de explicar cómo se hacen dichas listas que, al final del día, sólo muestran lo que es importante para “una idea específica de por qué hay que estudiar”.
Las universidades y las clases sociales
En América y España la idea del estudio y de dónde se estudia está fuertemente vinculada con la idea de pertenencia a una clase social. Así, no es de extrañar que en muchas de estas listas se excluya a un tipo de “universidad” (la pública o la privada, según el caso) pues la clase alta tradicional, de abolengo, difícilmente concibe la mezcla con el populacho y, salvo excepciones, no considerará a la universidad pública como opción. Y viceversa, por falta de recursos o por ideología. De aquí se desprenden otros dos asuntos que tienen que ver con las listas: el prestigio y el empleo. El “prestigio internacional” es uno de los factores que normalmente toman en cuenta quienes hacen “rankings”. Y dicho “prestigio” lo tienen por lo general las instituciones privadas, pues son quienes destinan más dinero para hacer lobby y promoción. Sin embargo, cuando uno va al país o ciudad en cuestión, se encuentra con que las opiniones de los lugareños difieren de lo que uno pensaba: la universidad más importante de Barcelona no necesariamente es la Pompeu Fabra sino la Autónoma; en Bogotá no es la de Los Andes sino la Nacional; en México no es el Tec sino la UNAM, etc... (o al revés, según con quien platique).
En resumen, el factor “prestigio” más bien apunta a las universidades privadas y poco o nada tiene que ver con la definición de “prestigio” en el sentido más amplio, el que usamos todos los días. Algo similar ocurre con otro factor que toman en cuenta las listas: “el impacto en la red”. Sólo que éste es más fácil de descartar si uno se pregunta seriamente qué diablos tiene que ver la presencia en internet con la calidad educativa: nada (o casi). Entonces quedamos con el último punto -mismo que extenderé más adelante-: el empleo. Como decía mi tío Luis, la única diferencia entre estudiar en la U. de G. (pública) y en el ITESO (privada), es que en la primera todos se gradúan de busca-chambas, mientras que en la segunda tienes compañeritos cuyos papás ya tienen dinero para que pongan un negocio juntos.
¿Pero uno estudia para tener un empleo o uno estudia para aprender?
¿El tamaño sí importa?
Otro de los factores que suelen usar las listas para decir que una universidad es “mejor” que otra es su tamaño: el número bruto de profesores, carreras, edificios, alumnos, etcétera. Así, no es de extrañar que en las listas casi siempre estén las universidades más grandes en los primeros lugares. Aquí la deformación de la realidad se da en varios rubros.
Primero, hay instituciones (El Colegio de México, por ejemplo, con solo dos licenciaturas) que mantienen un tamaño pequeño en aras de la excelencia. Y lo logran, son las mejores para estudiar las carreras que ofrecen, sin embargo rara vez encabezan las listas de “las mejores universidades”.
Segundo, el que tenga muchos alumnos por lo general va de la mano con que tenga muchos profesores. Pero esto nos dice poco de cuál es la relación en el aula y por eso algunas listas, las menos, mejor hablan de proporciones: de cuántos alumnos tiene en promedio un grupo. Es decir, ¿uno busca estudiar una carrera en un modelo de clase magistral (un profesor frente a 50 ó 100 estudiantes donde las tareas son revisadas por un asistente) o uno busca un modelo con una relación más cercana y colaborativa (un profesor frente a 10 estudiantes)? Por supuesto, aquí ya estamos hablando de comparar tunas con pitahayas o, si prefiere el refrán eurocéntrico, peras con manzanas. Y decir que un modelo es siempre mejor que otro es ser algo corto de miras, todo depende de los profesores y de los alumnos: ¿prefiere llevar una cátedra magistral con un experto en el área -un Premio Nóbel, por ejemplo- o en un grupo pequeño con un profesor que está acabando su tesis de maestría?
Esto nos lleva al tercer punto, el número de profesores y cómo están contratados, otro factor importante que consideran casi todas las listas. Por lo general, dan mayor ponderación al número de profesores de planta, con contrato indefinido. Esto suena muy bien si usted quiere estudiar ciencias o humanidades pero, si usted quiere estudiar administración o ingeniería industrial, ¿prefiere llevar “investigación de operaciones” con un profesor de planta o con alguien que lleva laborando por años en la industria, precisamente, haciendo investigación de operaciones? Aquí, al revés del rubro del “prestigio”, es donde las universidades públicas salen más favorecidas que las privadas pues por lo general en las públicas hay mayor proporción de profesores de planta (y tienen más carreras de ciencias y humanidades) mientras que en las privadas (las buenas, claro), y en las carreras vinculadas con la industria, son comunes las clases de seis o siete de la mañana (en Medellín o en Monterrey, respectivamente) impartidas por alguien que trabaja en alguna otra empresa y que, además, “le gusta dar clases”. Así, este factor sólo es significativo dependiendo de qué sea lo que se quiere estudiar.
Cuarto, la mayoría de listas sólo cuentan el número de carreras pero no el tipo de carreras. De modo que nos dice poco o nada del tipo de institución que son u, otra vez, comparan mangos con sandías. Hay muchas diferencias entre los objetivos de las instituciones de enseñanza superior pero la típica data del siglo XIX: los tecnológicos o politécnicos y las universidades. No son la misma cosa ni aspiran a serlo. Y tampoco se requiere ser un genio para intuir que el mejor lugar para estudiar leyes no es un politécnico, así como el mejor lugar (desde el punto de vista técnico) para estudiar ingeniería civil no es una universidad (volveré a esto más adelante).
Por último, hablar del número de estudiantes en bruto sin distinguir el tipo de estudiantes tampoco nos habla de la calidad educativa. Pregunte a cualquier profesor, un grupo con mayor proporción de estudiantes becados es casi siempre un mejor grupo. En el caso chileno, el ranking de América Economía toma en cuenta, por ejemplo, las notas de los exámenes de admisión y las notas de los estudiantes en bachillerato, pero no es el caso común.
Aquí llegamos a la cuestión medular: ¿qué es una universidad o para qué se elige una carrera universitaria?
Universidades o centros de capacitación empresarial
Una institución de enseñanza superior es un lugar donde uno va a aprender. Pero qué es lo que uno busca aprender es precisamente lo importante. Para crear técnicos de élite (ingenieros) se crearon los tecnológicos y politécnicos. Ahí lo que importa, como misión original, es sólo eso. Mientras que la universidad procuraba, como su nombre indica, ofrecer una ventana al universo de conocimientos. Así, un politécnico podía prescindir de una facultad de antropología, un departamento de botánica, un instituto de investigación en lenguas romances o una compañía de teatro. Mientras que una universidad no, pues cortar una rama del conocimiento la hacía perder su propia vocación.
Más aún, tanto una universidad como un tecnológico debían generar conocimiento. Es decir, hacer investigación. Primero, siempre en la esfera pública bajo el lema de que la ciencia es de todos y el conocimiento traerá el progreso al país y, después, incluyendo la esfera privada de las patentes y las investigaciones para compañías. Así, por ejemplo, mi tío Alfredo nunca se tituló porque su tesis, que tenía que ser pública, resultaba más rentable si la mantenía en secreto y se asociaba con un industrial para poner una fábrica. Y él quería volverse rico, no tener un título. Sobre este punto, la investigación privada versus la investigación pública, hay tanto qué decir que se requiere otro artículo. Pero aquí lo importante es qué ha pasado en general con la investigación y con la vocación de las universidades.
Si uno mira la metodología de las listas, resulta que el área de investigación como factor para medir qué tan buena es una universidad a veces ni siquiera está presente. En otras está presente de forma difusa, como en QS o en Webometrics. Y en otras, simple y llanamente, tiene la misma ponderación que la opinión de los empleadores: 20%. Dicho de otro modo, para quienes hacen estas listas, la aportación al conocimiento que hacen las instituciones no sólo es poco significativa (20%) sino que es igual de significativa que la opinión de los patrones.
Así, pareciera que las universidades van perdiendo su vocación de crear conocimiento para convertirse en centros de capacitación empresarial. Y, en el caso de que estuviéramos de acuerdo con eso, ¿no sería más fácil preguntarle sólo a los patrones y dejar de lado la faramalla de que estamos haciendo listas de “las mejores universidades”?
Si creemos que las universidades sólo sirven para conseguirles mejores empleos a sus alumnos, ¿por qué no decirlo abiertamente? Peor aún, ¿de quién es esa idea? Pues ni siquiera las instituciones privadas (las buenas, claro) suelen tener eso como objetivo. Piense en el Tecnológico de Monterrey y su inversión en programas de “desarrollo de emprendedores” e “incubadoras de empresas”. El Tec no parece querer formar empleados sino empresarios, ¿por qué quienes hacen las listas parecen indicar lo contrario? ¿Es de verdad el objetivo de las nuevas generaciones, de este sector privilegiado que puede estudiar la universidad, ser empleados toda su vida?
Yo supongo que no. Algunos buscarán crear una patente y volverse ricos (como mi tío Alfredo), otros buscarán poner una empresa con alguien (como mi tío Luis), otros más buscarán hacer investigación (como la mayoría de mis excompañeros de física, matemáticas y ecología) y otros más, incluso, buscarán una carrera universitaria en un lugar donde puedan tener la educación más amplia posible, un lugar donde por la mañana puedan entrar (por gusto, de oyentes) al laboratorio de pequeños vertebrados y por la tarde al seminario de hermenéutica, que puedan estar en el equipo de karate y en uno de los grupos de danza contemporánea, llevar guitarra como actividad extracurricular e historia del arte como “optativa”, entrar en el club de astronomía cuando se estudia la carrera de contabilidad pública e inscribir algunas clases de ingeniería civil o arquitectura porque siempre ha tenido el sueño de construir o diseñar su propia casa, llevar una clase de geopolítica de África y Medio Oriente mientras se estudia agronomía.
Todo esto último y más, sí, es lo que debe ofrecer una universidad. Por supuesto, no todas las instituciones de enseñanza superior tienen que ser universidades, pero eliminar del imaginario a las universidades (y a los politécnicos), como hacen estas famosas listas no augura nada bueno.
Para concluir, piense por qué casi ninguna de estas listas considera la contribución en “artes y cultura” como un factor a medir.