Cómo se dibuja una novela

08/04/2015 - 12:00 am

El libro es una maravilla. Y, si usted quiere escribir una novela y no tiene idea de cómo hacerlo, corra a comprarlo: Cómo dibujar una novela, de Martín Solares, en Editorial Era.

            Dicho lo anterior, acá la crítica. O más que una crítica, una suerte de complemento en el sentido de esas pequeñas cosas que pueden ayudarle un poco más a escribir esa novela que trae en la cabeza. Cosas o, mejor dicho, artimañas que no he ideado yo mismo sino que las he escuchado en boca de no sé cuántos ni cuáles escritores -y que normalmente no se encuentran en los talleres literarios. Así, puedo apostar que Martín también las sabe pero por alguna extraña y misteriosa razón (la abundancia de temas, la intención de los textos, la emoción que nos lleva al olvido) no están en este libro indispensable. Vayamos por capítulos.

            El primero trata sobre el personaje, “ese doble oscuro salido de la noche de nuestras vidas”, y nos recuerda que lo más importante para que una novela se vuelva entrañable -aunque algunos talleristas se vayan por las ramas y lo olviden- son los personajes. Aquí no hay mucho que agregar pues refiere hartos ejemplos muy bien ilustrados. Sólo un par de cosas. En primer lugar, pareciera que Martín sólo se refiere a un tipo de novela, a la novela “guiada por el personaje” y, para alguien a quien le parezca que ésta es arte menor, tal vez pueda tener la tentación de desechar las sugerencias. Pero mejor espere un momento. Toda buena novela, ya sea una novela guiada por la trama, por el intelecto o por el lenguaje, tiene personajes memorables. Piense usted, por ejemplo, en Farabeuf de Salvador Elizondo, o incluso en poemas narrativos como Omeros de Derek Walcott. A pesar de ser obras que se apoyan más en el lenguaje que en la acción, sus personajes están excelentemente construidos (o reconstruidos, como en el caso de Walcott). Esto nos lleva al segundo punto. Si usted no conoce todas las referencias de Martín -o no ha leído Omeros ni Farabeuf-, no se apure y véalo por el lado bueno: además de tener una lista de lecturas selectas en el libro, recuerde que la literatura no es una ciencia y no es necesario conocer toda la tradición para ponerse a escribir (es conveniente, claro, pues te evita plagios inconscientes, pero no es una condición necesaria). Así, también puede leer este capítulo como un catálogo de la inmensa variedad de personajes que pueden existir: y perderle el miedo a ese personaje que le atrae tanto pero no sabe “si es válido para hacer literatura”.

            El segundo capítulo trata sobre los inicios de la novela. Y da muchísimas “mañas” sobre cómo se puede empezar una novela que enganche al lector. Sólo faltó una acotación indispensable: muchos de los inicios de novela, como sucede también con las tesis académicas o los ensayos largos, se escriben o se reescriben al final, cuando uno ya supo y le quedó claro qué fue lo que quiso escribir.

            Los capítulos tres y cuatro abordan un elemento sustancial de la ficción: el manejo del tiempo (que, en muchos casos, es un elemento “einsteniano”, un espacio-tiempo). Martín nos resume de forma clara y precisa la teoría de Genette para que todo escritor que quiera escribir una novela sepa qué velocidades de narración puede utilizar: como en un automóvil. Sólo podríamos echar en falta dos asuntos. Primero, que hubiera algunos ejemplos más sobre cómo intercalar dichas velocidades. Y, segundo, recordar que la velocidad de una novela no sólo depende de la velocidad que usa el escritor en su prosa sino también de la velocidad que utiliza el lector para leer cada parte. Así, por ejemplo, uno de los errores más comunes en las novelas que no logran ser del todo buenas es que el escritor ya está ansioso por narrar el final y lo hace de forma rapidísima sin tomar en cuenta de que el lector también estará ansioso por llegar al final y también lo leerá de forma rapidísima, de modo que, en la práctica, al lector se le escaparán hartos detalles importantes y terminará con la sensación de que la novela tuvo muy mal término. Es decir, en una buena novela el autor intuye qué tan rápido o lento leerá el lector y dará el ritmo preciso a cada parte: en donde sabe que leerán lenta y atentamente, poner mucha información y; donde se leará rápido, dosificarla.

            El capítulo quinto habla de las “cosas”. Mejor dicho, de los diversos “papeles” que pueden tomar los elementos inanimados y, también, los animales, las plantas y los ríos y demás, en una novela. Para variar, como en los capítulos anteriores, es una joya de la que sólo he escuchado un par de asuntos que vale la pena agregar (siguiendo esta idea mía de que el libro puede servir como una guía para autores). Como bien explica Martín con una claridad que yo jamás he tenido, las cosas en una narración tienen un “nivel de conciencia”. Así, pasamos del primer nivel con los elementos que sólo están para “ahuyentar el vacío” o dar un “telón de fondo” (p.e.- en el cajón de la cocina encontró las cucharas) a los que van cobrando mayor importancia o conciencia. Los “objetos que cobran vida y reaccionan al paso de los personajes”, en el segundo nivel, como el paisaje que puede ir convirtiéndose en el personaje principal de la novela, digamos, la selva o la ciudad. En el tercer nivel, el poético, es donde los objetos están “dotados de una sensibilidad particular” y, por lo mismo, nos “revelan los secretos de los personajes” (o su estado de ánimo). Y, por casi-último, está el cuarto nivel donde hay  “elementos muy concretos” que “nos ofrecen una imagen rica y sugerente” y “una reflexión”. Aquí Martín pasa al quinto nivel que parece más bien un nivel paralelo: los edificios. Sin embargo, podríamos agregar un nivel extra, uno que es, más que una suma, una multiplicación de los niveles sentimental y racional y que podríamos llamar trascendental o metafísico.

            Me explico. Los objetos, como menciona Martín, van de lo más elemental y precámbrico, lo inerte, para ir tomando vida y convertirse en personajes. De modo que, conforme van tomando fuerza o conciencia, se va volviendo cada vez más difícil diferenciar si aquello era meramente un objeto, una entidad, un símbolo, un personaje o una encarnación. Y esto sucede más aún con los elementos que, debido a la tradición cultural, tienen repercusiones tanto anímicas como racionales en nosotros como lectores. Piense, por ejemplo, en las siguientes frases:

1. “Salió de su casa y se encontró con un tenedor”.

2. “Salió de su casa y se encontró con el ruido del tráfico”.

3. “Salió de su casa y se encontró con un gato negro”.

4. “Salió de su casa y se encontró con un número 7 grafiteado en la barda de enfrente”

5. “Salió de su casa y se encontró con una virgen”.

            Al leerlas, reaccionamos de forma diferente a cada una de estas frases y enseguida nos creamos una expectativa. Las primeras dos son las más inocuas y no demandaremos mucho del autor en lo que resta de la historia (por lo que es más fácil que pueda sorprendernos, ya sea que utilice el objeto en el primer nivel -el tenedor- o en el segundo -la ciudad y su rugido). Pero con las últimas tres frases la cosa cambia, si el autor mencionó a un gato negro, un número 7 o una virgen, ya no hay muchas opciones. Estos elementos tienen tal peso en nuestro imaginario que pueden robarse la novela por completo y, así,  o el texto será un bodrio de lugares comunes o será una maravilla que pueda incluso resignificar dichos elementos. Hacerlo bien es material de alta literatura y, por contraparte, hacerlo mal es material de libros inéditos o bestsellers.

            Piense, por ejemplo, en el cuervo o en el vampiro. Antes de Edgar Allan Poe o de Bram Stoker tanto el cuervo como el vampiro ya eran figuras importantes en el imaginario “occidental”. Sin embargo, su importancia no se diferenciaba mucho de otros animales y monstruos como el elefante, la gárgola, el buitre o el hombre-lobo. Y fue a partir de las obras de estos autores que alcanzaron la relevancia cultural que tienen hoy día. Es decir, por un lado, hay una serie de objetos o elementos cuyas repercusiones -por el sólo hecho de nombrarlos- van más allá de lo sentimental y lo racional pues atienden a representaciones de lo metafísico o lo imposible (el mal, la inmortalidad, el deseo, la utopía, la belleza...). Y, por otro lado, cuando estos elementos son utilizados por autores magistrales, no sólo potencian su obra a niveles insospechados sino que esos mismos elementos adquieren mayor relevancia en nuestra cultura.

            Hasta aquí el capítulo cinco. Pero son catorce. Así que si usted quiere escribir una novela y no sabe cómo, vaya y compre el libro de Martín Solares.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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