Antonio Salgado Borge
03/04/2015 - 12:03 am
Las babas del diablo
Cuando el legislador estadounidense Mike Ritze decidió promover y patrocinar la colocación de un monumento representativo de los “10 mandamientos” a las afueras del palacio de gobierno de su estado, nunca imaginó que terminaría contribuyendo indirectamente a una causa satanista. Ritze, representante republicano del estado de Oklahoma, pudo instalar su donación en una plaza pública […]
Cuando el legislador estadounidense Mike Ritze decidió promover y patrocinar la colocación de un monumento representativo de los “10 mandamientos” a las afueras del palacio de gobierno de su estado, nunca imaginó que terminaría contribuyendo indirectamente a una causa satanista.
Ritze, representante republicano del estado de Oklahoma, pudo instalar su donación en una plaza pública aprovechando una de las muchas leyes que, redactadas y aprobadas por sus homólogos conservadores, han sido diseñadas para promover el papel del Estado como “facilitador de la expresión religiosa”. Ahora los satanistas quieren hacer exactamente lo mismo. Aprovechando este marco legal el Templo Satánico ha ofrecido la donación de un monumento de más dos metros de altura que representa a una criatura con cabeza de cabra y alargados cuernos sentada sobre un enorme sillón. De acuerdo a Doug Mesner, uno de los fundadores de este templo, su estatua sería amistosa con los niños ya que incluiría un pentagrama interactivo y la posibilidad de sentarse sobre ella.
En realidad el Templo Satánico, basado en Nueva York, no le rinde culto a ningún tipo de monstruo infernal y es más bien una parodia concebida para defender derechos civiles en aquellos lugares donde los grupos conservadores han impuesto, a través de cambios legales, una agenda religiosa sobre el interés público. Con su propuesta los satanistas neoyorkinos han dado en el clavo. Dado que en una democracia liberal todas las agrupaciones religiosas deben ser acreedoras al mismo trato, ante esta circunstancia se abren dos vías de salida posibles: o se permiten todas sus donaciones de monumentos o se cambia la ley para que no se permita ninguna. Bajo la actual legislación se deberían permitir ambos monumentos y los de cualquier otra iglesia; desde la Cienciología hasta la Maradoniana o la del Monstruo Espagueti Volador.
Los conflictos Estado-religión son, empero, mucho más complicados cuando el diferendo se produce entre grupos o individuos que pelean por causas derivadas de principios no equivalentes. En 1993 dos trabajadores nativo-americanos fueron despedidos de su trabajo sin recibir compensación alguna por consumir peyote en las ceremonias religiosas de su iglesia. La suprema corte de justicia de Estados Unidos dio la razón al empleador. Como consecuencia de ello, fue aprobada, con una unanimidad pocas veces vista entre conservadores y progresistas, la “Ley de Restauración de la Libertad Religiosa” (RFRA, por sus siglas en inglés) que en teoría debía de defender a las minorías religiosas de las imposiciones totalizantes de las mayorías. Desde entonces diversos estados norteamericanos han estados han pasado versiones locales análogas de la RFRA.
Sin embargo, en el camino algo salió muy mal para los progresistas y muy bien para los conservadores. Los principales beneficiaros de esta ley no han sido los grupos minoritarios sino los cristianos de extrema derecha, mismos que han promovido este tipo de legislaciones para inmunizarse frente al Estado y para colocar sus agendas particulares por encima de cualquier norma que resulte contraria a sus intereses.
Las dos versiones más recientes de la RFRA, aprobadas en Indiana y Arkansas, se circunscriben en este contexto, pero han generado –justificadamente- una enorme polémica debido a que incluyen algunas modificaciones sustanciales que amenazan derechos civiles fundamentales. Ambas legislaciones permiten que, con el pretexto de proteger su derecho a la libertad de religión, una empresa o individuo pueda negar sus servicios a alguien que visto desde el cristal de su religión resulte hereje y, por tanto, indigno de ser tratado. Así, un taxista cristiano –religión mayoritaria en ambos estados- podría rechazar a un cliente por ser musulmán o un empresario restaurantero musulmán negar a un ateo el acceso a su establecimiento.
Tan sólo este año 12 estados norteamericanos han aprobado alguna versión de legislaciones en pro de la “libertad religiosa”. No hay nada de casual en ello. Para pocos es un secreto que la súbita proliferación de este tipo de leyes es una respuesta a la aprobación del matrimonio civil entre personas del mismo sexo en gran parte de Estados Unidos. Casi 8 de cada 10 adultos están a favor de este tipo de uniones, y los conservadores de aquel país, sabedores de que esta tendencia es irreversible debido a que cuenta con el apoyo de una mayoría histórica de los electores, parecen haber encontrado un mecanismo legal para poder encapsularse.
La actual coyuntura puede hacer parecer que estamos, como en el caso de los monumentos de Oklahoma, ante un choque entre posiciones equiparables. Nada más falso. La diferencia queda en evidencia su acudimos a una distinción fundamental entre dos tipos de ética: La ética de mínimos o los principios básicos universalizables -como la libertad y la justicia- aplicables a todos los seres humanos en cuanto humanos y la ética de máximos, convicciones o creencias subjetivas limitados al fuero personal. En cuanto universal, la ética de mínimos garantiza la posibilidad de una ética de máximos, pero una ética de máximos no podría universalizarse sin contraponerse a la ética de mínimos.
En este sentido, en una democracia liberal el Estado debe garantizar que cualquier ser humano pueda moverse, recibir servicios o acceder a los bienes de una economía libremente, recibiendo un trato digno y equitativo, sin importar sus creencias o convicciones. También debe asegurar que cada individuo pueda creer o pensar lo que se le venga en gana. Sin embargo, las convicciones religiosas de un grupo, al no ser universalizables, no pueden imponerse sobre principios fundamentales que garantizan la dignidad humana.
La buena noticia es que diversas organizaciones civiles, empresas y personalidades estadounidenses han manifestado su repudio a las leyes de Indiana y Arkansas. Tan fuerte eco han tenido sus críticas que el gobernador Arkansas tuvo que pedir a los legisladores de su estado que retiren o enmienden su ley de “libertad religiosa” y la Cámara de Representantes Indiana anunció que hará cambios en la suya. Es previsible que ocurra lo mismo en otros lugares.
Al igual que en Oklahoma, todo parece indicar que los conservadores estadounidenses han llevado un paso demasiado lejos sus intentos de promover su agenda particular bajo la etiqueta de “libertad religiosa”. Pero en esta ocasión no compitieron contra el diablo y no cuentan con la opción de evadir el costo de su tremenda derrota refugiándose en un salomónico empate.
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